jueves, 31 de diciembre de 2015

Abajo – Raquel Sequeiro, Alejandro Bentivoglio & Sergio Gaut vel Hartman


Durán se levantó de la cama y apenas tocó el suelo comenzó a hundirse. No es que se partiese el suelo, sino más bien un calmo desplazamiento que quizá llevara al piso de abajo o a algo desconocido. Intentó agarrarse de la cama, pero solo consiguió arrastrar la frazada y luego la sábana mientras su cuerpo se seguía deslizando y sentía un frío en la parte baja que no se asemejaba a nada que hubiese experimentado antes en su vida. Estaba sumergido en el piso hasta las rodillas cuando se le ocurrió que la explicación más obvia para ese extraño fenómeno que estaba padeciendo era la mejor: es un sueño, se dijo, una pesadilla de la que voy a despertar en cualquier momento. ¡Ahora! Pero no despertó, por supuesto. Ya hundido hasta la cintura trató de zafar de esa ominosa posición apoyando las manos, lo que no sirvió de nada: las manos también se hundieron. ¿Moriré asfixiado?, pensó angustiado Durán. Con ya media cara dentro del piso, la nariz congelada hasta la inanición, Durán se propuso respirar por branquias. Era su sueño, podía hacer lo que quisiera, incluso terminar en el piso de abajo, viendo su programa de TV fetiche en el salón de su vecino Erns. Las branquias le molestaban un poquito, claro está, pero recordó que habían anunciado que la ciudad quedaría sumergida y que la evolución tendría que ser dolorosa, una metamorfosis completa en menos de una hora.

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Precio por cabeza - Patricio G. Bazán, Marcelo Sosa & Alejandro Sosa Biceño


—Disculpe, ¿le molesta si me siento? Gracias, no nos conocemos... aún. Me presentaré: mi nombre es Edison Durant, coleccionista de objetos raros e infrecuentes. Pasaba por aquí, y no pude dejar de notar su presencia en este simpático despacho de bebidas. Específicamente, me atrajo sobremanera su noble y expresiva cabeza. Veo que lo ha impresionado mi atuendo versallesco... Es que vengo de comprar la cabeza de María Antonieta. Sin rodeos, ¿cuánto me ofrece por la suya?
—Mi cabeza no tiene precio, en realidad no podría pagarla. Mi caspa se transforma en nácar, soy una mina viviente de perlas.
—Jamás será como mi caspa —interrumpió altiva María Antonieta desde el fondo de un saco—, la mía es imperial.
—Todo en este mundo tiene un precio —repuso Monsieur Durant.
—La que no tiene precio es mi cabeza —gritó ofuscada la Austríaca—; pagar tan pocas monedas por mí. ¡Qué afrenta! ¿Y por qué nadie descorchó un champagne aún. Me muero de sed, bellacos. —La delfina siguió parloteando mientras el coleccionista cerraba la boca al saco—. Es encantadora cuando habla de sombreros, pero no tolera la competencia. ¿Así que produce nácar? Podría pagar su producción en botellas de vino.
El otro hombre saboreó estas últimas palabras como si fueran propias y alzó la vista de la jarra de cerveza para percatarse que del otro lado no habían compradores ni sacos. Miró la bebida más confiado y tranquilo, y siguió bebiendo, a la espera de la próxima alucinación.

Acerca de los autores:

Invicta - Raquel Barbieri, Claudia Isabel Lonfat & Ada Inés Lerner


A los noventa y seis años, Serena se dio cuenta al fin de que tenía clítoris. Sucedió tomando un baño de inmersión que decidió prepararse al intuir que esa misma noche moriría, y ella quería despedirse de este mundo con decoro; limpia y perfumada. Nunca antes se había dado un baño de ésos. La ducha era lo más cerca que había estado del placer. Su vida había consistido en lavarse con palanganas, tachos y toallitas enjabonadas y enjuagadas, luego una toalla seca, colonia barata y a vestirse. Serena había sido la sirvienta —sí, me refiero así a ella porque fue como la trataron— en casa de los Arrieta. Sus padres habían trabajado toda la vida en esa casa, hasta que murieron como consecuencia de la explosión de la caldera, por falta de mantenimiento. Los Arrieta se habían lamentado más por la merma del agua caliente que por la pérdida humana. La cobijaron, sí, pero no como a una hija, y solo porque el abogado de la familia lo recomendó para evitar un chismerío que no los favorecería socialmente. Al principio la dejaban almorzar en el comedor con ellos, quizás para expiar sus culpas, si es que fueron capaces de sentir algún remordimiento, pero pronto la despacharon para el área de la cocina y a darle pequeñas tareas, que poco a poco fueron abarcando más y más, hasta someterla prácticamente a realizar casi todo el trabajo de la casa, ya que el resto del personal estaba bastante achacado, no tanto por la edad, sino por el abuso y la falta de asistencia médica. Cuando Serena llegó a la adolescencia, se convirtió en una joven hermosa, de sonrisa fácil y carácter alegre. Atrás había quedado la tristeza infantil, producto de su orfandad. Fue en ese momento que tuvo que empezar a defender su intimidad de los embates del señor Arrieta, y lo hizo a los gritos cuando él le tocó las partes íntimas, esas que ni siquiera ella podía mirar, hasta que la señora Arrieta, que no ignoraba las andanzas de su marido con otras mujeres, acalló a la joven para que el resto de los habitantes y algunos invitados no cuchichearan sobre ellos. Tiempo después, el hijo mayor de los dueños, al terminar una farra de borrachera y algo más, forcejeó la puerta de Serena que ya había aprendido a encerrarse con llave y tranca. 
La señora Arrieta castigaba a Serena por los impulsos pasionales de su familia. Comenzó con pagarle el mes con: “mañana, mañana, pasado mañana”, o “todo junto el mes que viene” y también utilizó el bajo recurso de victimizarse, echándole en cara el hecho de que le habían dado un lugar en la casa cuando sus padres murieron. Obviamente la señora se olvidaba de mencionar que la muerte de los padres de Serena fue por un accidente dentro de la casa. Tampoco le pagaban suficiente dinero como para que ella pudiera irse definitivamente de allí, alquilar un cuarto en una buena casa de familia, hacer la limpieza durante el día y no tener que encontrarse en cada rincón de la planta alta con el señor Arrieta. 
Serena no cambió con el correr de los años. Seguía manteniendo su espíritu alegre a pesar de las circunstancias que a veces le tocaba vivir en la casa, y se había resignado a que el señor Arrieta la llevara a un rincón y le baboseara el cuerpo, tranquilizándose después de algunos estertores. Serena pensaba que en esos momentos podría sobrevenirle la muerte, por la manera en que el señor temblaba y se le ponían los ojos en blanco. Por fortuna, el ímpetu del señor fue mermando como consecuencia de la edad. En cuanto al hijo, que casi nunca estaba en la casa, se casó joven y no tuvo más oportunidad de acosarla, ya que su mujer celosa, no lo dejaba ni un segundo cerca de Serena, a quien reconocía como una rival por su fresca belleza. Sin embargo, fue ella quien la llevó a su casa cuando los Arrieta murieron, para que se ocupara primero de los hijos y después de los nietos. Serena ya era una mujer madura que no había podido cumplir sus sueños de un hogar propio e hijos. Las pocas veces que se había cruzado con un hombre de su edad, retrocedía, y se escapaba hacia el interior de sí misma aterrorizada, aunque no sabía bien por qué. Educada en la ignorancia y el pudor exacerbado por la devoción de una fe tergiversada por la clausura malintencionada en que la obligaron a vivir, las palabras “amor y sexo” estaban casi prohibidas hasta en su pobre lenguaje. 
Como había sucedido con el resto del personal, llegó un momento en que Serena ya no pudo afrontar todas las tareas del hogar, y sus empleadores prefirieron buscar en un pequeño pueblo de provincia otra “Serena” antes que darle dinero y despedirla. ¡Total ocupaba poco lugar y comía migajas! Y allí, a tardía edad fue que la real vida de Serena comenzó. Nunca antes había sido feliz ni cinco minutos, y ahora, siendo pobre y vieja, era dueña de una paz que muchos no llegan a conocer. Su mayor anhelo, el de vivir el amor y formar familia, era un sueño ajeno, inasible para ella, paralelo, inalcanzable ya a la edad avanzada en la que se encontraba. La paz duradera y los largos silencios que redimían su alma después de tanto tiempo constituyeron así una especie de felicidad, y ella la saboreó hasta el punto de encontrarse sumergida en una bañera con aroma a lavanda en donde sus pobres huesos se abandonaron en una especie de letargo placentero y allí se atrevió a tocarse en el sentido exploratorio de la palabra. Antes, sus manos solo habían pasado por allí con la toalla para lavarse; ahora, los flacos dedos acariciaban con curiosidad la vulva y el clítoris. Fue entonces que sobrevino el único orgasmo de su vida, y Serena dejó este mundo de la mejor manera, con una última sensación de alivio y abandono.

Acerca de los autores:
Ada Inés Lerner

domingo, 27 de diciembre de 2015

Fuego fatuo - Claudia Isabel Lonfat, Patricio G. Bazán & Sergio Gaut vel Hartman


Domus descubrió que el rechazo de Kittus lo había puesto de pésimo humor. Arrojó lejos el cigarrillo sin importarle que la hierba estuviera seca y que un incendio arruinaría la cosecha de frutos de hugugu, el elemento que cubría buena parte de las necesidades alimenticias de la colonia. Para colmo de males, los cazadores parecían regresar con las manos vacías. Mala señal, se dijo, y salió a recibirlos. Traían mala cara, pero no por el desánimo: había algo más.
—Salve, Domus; como ves, una pérdida de tiempo y esfuerzos.
—Salve, Magnus; ¿ninguna presa? —Notó al grupo demasiado silencioso.
—Peor, hay algo espantando a los gigíes. Figuras fantasmales. Aparecen y se esfuman. —Graficó con un gesto—. Como fuegos fatuos. —Y Magnus no pudo evitar contarle lo peor—. Los gigíes se comieron a los pájaros que fertilizaban los hugugus, y también se ha iniciado un fuego en medio de la plantación de cannabis, el único alimento de los knurrs. Parece que eso sucede desde algún tiempo atrás, porque casi todos los knurrs han muerto; se consumen en el mismo fuego. Y hay restos de tabaco por todos lados. La situación es clara: esa especie es lo único que queda en nuestra cadena alimentaria, pero para nosotros ellos solo son una dosis mortal de veneno.
Domus tocó el paquete de cigarrillos en el bolsillo de la camisa y reprimió el deseo de encender uno.

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La madre – Nico Gallo, Donato Altomare & Adriana Alarco de Zadra


Estaba delante de él y le hablaba. Preguntaba si su hermano se había casado con Valentina y si había encontrado un trabajo decente. Estaba sentada en una silla de la sala con el mismo traje con el que la vistieron para el funeral. Hasta los zapatos eran los mismos y ni siquiera se veían empolvados, a pesar de los ocho años que había reposado en la sepultura. Hablaba como si nunca hubiese muerto.
—No, madre, Aldo y Valentina se separaron.
—Ya decía yo que no era la muchacha adecuada. ¿Y tú?
—Es verdad que no era buena para mi hermano. Yo me casé con Valentina.
Su madre no contestó, ni lo miró. No tenía ojos, solo dos cuencas vacías. Se levantó. Sonaron sus huesos, una de sus manos se desprendió y quedó agarrada del brazo del sillón.
—Nos vemos mañana —dijo saliendo.
Él no tuvo el valor de correr tras ella para devolverle la mano.
—¿No puedes dejarla tranquila ni aun cuando está muerta, cretino? —preguntó Valentina a la hora del desayuno mientras contemplaba la mano colgada del cuello de su marido—. Pensé que no eras como tu hermano Aldo que no se despegaba de sus faldas… pero, bebe el café, querido.  Lo hice especial, tal como te gusta, ¿y sabes por qué? Le puse un poquitín de cianuro, tanto como para que hoy no faltes a la cita con ella.

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A punto de empezar terapia - Fernando Andrés Puga, Antonio J. Cebrián & Javier López


Miro el reloj. Es temprano. Se ve que la ansiedad me puede. La sesión es a las siete y recién son las seis y cuarto. Me tendré que sentar en el café de la esquina a esperar que se haga la hora. Por suerte traigo conmigo el libro que me acaban de regalar. Me siento y me dispongo a leer. Antes levanto la vista y la veo. ¡Uy! ¿Qué hace acá? ¡Que no me vea! Intento esconderme entre las hojas. Pero ella, insaciable lectora, se acerca con sus gafas de miope para tratar de leer el título que tengo entre manos. Su rostro está tan cerca del mío que puedo sentir su olor a través de las cubiertas y las páginas del libro. Huele bien, pienso, y me doy cuenta de que quizá no sea tan malo que me descubra. Aparto el libro y disfruto de su desconcierto.
—¿Tú? —exclama—. ¿Qué haces aquí?
Ahora el desconcierto es mío. Lo último que querría es reconocer que he tenido que recurrir a terapia tras su partida.
—Voy al cine aquí al lado —balbuceo—. Perdona, ya me iba.
Engullo el café de un trago achicharrándome las entrañas y me marcho.
He zafado por poco, pienso una hora más tarde mientras salgo discretamente de la consulta. En la sala de espera, ella sentada, aguarda su turno. La expresión estupefacta y ridícula de su rostro solo es equiparable a la del mío.

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miércoles, 23 de diciembre de 2015

¿Lobo está? - Patricio G. Bazán, Fernando Andrés Puga & Sergio Gaut vel Hartman


Despierto con los pelos parados, con hambre de proteínas. Abro la heladera: hay una bandeja con churrascos, rojos, sangrantes. Se llena mi boca de saliva... Rompo dos peines tratando infructuosamente de arreglar esta pelambre rebelde y bárbara. Ni me miro al espejo: debo afeitarme, pero sufro de pereza o negación. Finalmente, cedo ante esta incontenible apetencia animal. Ni cocino la carne, la devoro con urgentes dentelladas, incapaz de contener un rugido de placer, de esos que escandalizan a los vecinos. Los vecinos. ¿Qué creerán? ¿Que escondo un animal salvaje en el fondo? ¿Que lo alimento con pequeños roedores y otras alimañas? Es que desde el día en que me transformé disminuyó la población de ratas en el barrio y eso sin duda es un beneficio secundario que deberán reconocer cuando al fin sepan la verdad. Ahora mismo llaman a la puerta y a juzgar por los reflejos azules y la sirena, hicieron venir al patrullero. ¡Y yo con estos pelos!
—¿Eleodoro Lobo? —dice el oficial a cargo.
—El mismo, ¿qué se les ofrece?
—Está detenido por el asesinato de Mickey Mouse. Todo lo que diga podrá ser usado en su contra en la corte.
—¡No me diga! ¿Maté a Mickey? ¿Con mis manos? ¿A dentelladas? —No puedo reprimir la risa.
—¿No lo recuerda? “El lobo y el ratón”, corto animado de 1934. Walt Disney en persona, desde su caja fría, hizo la denuncia correspondiente. La justicia tarda, pero llega.

Acerca de los autores:

Bajo la lluvia - Adelaida Pichardo Querales, Claudia Isabel Lonfat & Köller


Apareció un día de lluvia, o quizás fue solo el efecto de verlo mojado lo que lo hizo visible bajo la luna. Tenía la mirada perdida, cierta tristeza en sus ojos caídos, de desamparo, o simplemente ya me había acariciado el alma. 
Abrí el portón. Entró con la naturalidad de la costumbre, abriéndose paso, como si nos conociéramos desde siempre, de otra vida. Se había adueñado del espacio, acomodando sus huesos sobre mi cama, apoyando su cabeza arriba de mis pies. Le acaricié el hocico y él me devolvió una mirada tierna, los animales tienen algo en la mirada, algo que no abunda en el mundo de los humanos.

―¿Cómo te llamás?― le pregunté sabiendo que no habría respuesta―. ¿De dónde te estarás escapando?

Él soltó un suspiro al aire, de esos que suelen hacer los perros cuando buscan decir que están agotados, que tienen el corazón lleno de heridas que buscan sanar con amor. 

Y así, sanamos juntos. Él de la crueldad callejera, yo de la ambición mundana, acompañando mis días, antes solitarios, transitando lo que nos restaba de vida. Paulatinamente fui prescindiendo de afectos que antes creía valiosos: bastaba el entendimiento de mi paciente amigo. 

Llueve fuerte, como esa noche que nos juntó. Pero ahora la penumbra se me hace infinita, vacía de esa presencia que comprendió siempre mis palabras y mis silencios.


Acerca de los autores:
Köller
Claudia Isabel Lonfat

Avistaje – Luciano Doti, Ada Inés Lerner & Rolando José di Lorenzo


—Mirá allá, en el cielo. ¿Es un avión? —Él miró hacia donde indicaba el dedo de ella, y respondió, dubitativo: 
—Debe ser… ¿Qué otra cosa si no?
—Y hay tanta gente que habla de que ve ovnis… Yo siempre miró al cielo para ver si anda alguno —dijo ella 
Él siguió mirando el objeto que titilaba en el firmamento, rodeado de estrellas; la verdad es que parecía suspendido en el aire, o volaba tan alto que su movimiento era imperceptible. No, no era un avión, sin alas, sin alerón. 
—Entremos, refrescó —dijo él. Para no alarmarla, no mencionó que el objeto estaba bajando muy rápido y en línea recta. 
Ella prendió el televisor y se fue a la cocina. 
—Noticia Urgente: en el Observatorio han avistado un ovni que se dirige hacia… —Él cambió de canal y puso una película. 
—¿Hoy no querés ver el noticiero? —se asombró ella 
—No; están hablando de los partidos de ayer.  
El objeto seguía bajando, pero lo hacía en dirección al techo de la casa. Él, inquieto, se asomó al patio y lo vio más grande y luminoso, de varios colores. Volvió a entrar 
—Estás inquieto, molesto, ¿qué te pasa? —aportó ella, preocupada. 
—No sé, me gustaría salir, ya; me dio hambre. ¿No te gustaría ir a un buen restaurante? 
—Pero me tendría que cambiar… además es temprano… 
El estallido fue brutal. Cuando el polvo se asentó, ella dijo: —Y menos ahora, con toda esta tierra.

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sábado, 19 de diciembre de 2015

En una carpa – Héctor Ranea, Javier López & Sergio Gaut vel Hartman


Leonor Muirchertach me dio un recado para su madre, la planchadora del circo, doña Ethel Donaugh quien era la única que lograba que los plisados del traje del enano Barefoot permanecieran aproximadamente en su lugar. Cuando llegué, Ethel peleaba con el tutú de Blathmint, la ecuyere recién llegada. En el papel, había un dibujo con un corazón y unas palabras en gallego que no alcancé a traducir, salvo una: venganza. Se me heló la sangre. ¿Venganza? ¿Esas dulces damas?

Quizá la respuesta debiera buscarla en Hugo Schututch, el forzudo de bigotes engominados que vestía una camiseta de rayas en la que Ethel parecía no haber puesto su proverbial esmero. Adiviné que el paquete que marcaba bajo sus mallas era tan artificial como el resto de sus músculos. De hecho, podía intuirse perfectamente la forma cilíndrica de un frasco de anabolizantes que ocultaba fingiendo unos atributos acordes con su aspecto hercúleo. Quizá bajo la carpa nada era lo que parecía. Tal hasta fuera cierto que el fenómeno mayor, Austruk, el bicéfalo de quince centímetros y cerebro externo, era, como sostenía Leonor, un extraterrestre abandonado a su suerte hace mil años, en una catacumba de Petra. Y venganza era lo que clamaban todas las mujeres del circo, las nombradas y Zulmah, la barbuda, y Junina, la contorsionista. Todas y cada una de ellas argumentaban que Austruk, tras ver una bizarra película de Pedro Almodóvar, imitaba las andanzas del enfermero los primeros y terceros martes de cada mes. Pero yo no lo creo.


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Bajo el sol - Laura Olivera, Ricardo Bernal & Begoña Borgoña


Se despertó con la horrible sensación de masticar arena. Estuvo un rato escupiendo, se sentó como un indio y lentamente paseó la vista por el horizonte, que era igual en todas direcciones. ¿Cómo había llegado al medio de aquel desierto? Desde un cielo diáfano, inmaculado, el sol parecía muy cerca, como si estuviera allí solo para achicharrarle la cabeza, los brazos, las piernas. Atinó a resguardarse, desesperadamente buscó algo con qué cubrirse y solo entonces advirtió que estaba completamente desnuda. Descubrió que las huellas de varias especies se perdían en el horizonte hacia ocho direcciones distintas en una geometría perfecta; ninguna pisada era humana y dos de ellas eran indudablemente de camellos o dromedarios. Cerró los ojos, su último recuerdo era el enorme ojo luminoso y las cuerdas fuertemente apretadas en sus muñecas y tobillos. Intentó levantarse, pero el dolor insoportable de las articulaciones la hizo caer de bruces y golpearse con algo duro enterrado en la arena. Comenzó a cavar, buscando, no sabía por qué, un bebé recién nacido; recordaba vagamente haberlo sostenido entre sus brazos. Escarbó hasta que la sangre brotó por debajo de sus uñas. Cuando al fin terminó, exhausta, vio ante sí un pequeño esqueleto que parecía humano. Su memoria lanzaba fragmentos de una ceremonia extraña, pero no alcanzó a comprender lo sucedido. El pelo que cubría su cuerpo la hacía sudar copiosamente. Se incorporó con dificultad para alejarse apoyada en sus cuatro extremidades, erguida apenas.

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Caldo de gallina - Amanda Pedroso, Martín Renard & Patricio G. Bazán


Las cosas se complicaron. Había que matar una gallina y no había un solo hombre en casa. Paciencia. Las mujeres persiguieron a la gallina marcada para el caldo; entre gritos esquivaron sus picotazos, sus aleteos dementes. Resultó que la gallina tenía un plan de huída, y de un salto subió al naranjo. Se creyó a salvo, pero Prudencita la atrapó de las patas.
—Ya está. Ahora, ¿quién le retuerce el pescuezo? —dijo.
—Yo no —dijeron todas. Pero había que matarla.
Plenamente consciente de ello (es sabido que estos animales solo simulan ser despistadas, y en realidad tienen un intelecto muy desarrollado), la gallina revoleaba el cogote como un resorte en todas las direcciones con la intención de picotear a alguien. Finalmente, tal vez cansada de ver el espectáculo, tal vez valiente a falta de otra, una de las mujeres se acercó y con un ademán amplio de la mano logró sostener el cuello de la obtusa gallinácea.
Cuando todo parecía perdido para el animal, resonó un potente cántico de guerra, que para las alarmadas mujeres sonó como una trompeta de Jericó. Paralizadas por la sorpresa, vieron como la gallina se resguardaba tras la estampa del gallo Zoilo, más amenazante que nunca. Quedaba claro: nadie tocaría a su hembra. Con un cacareo final de advertencia, se volvieron al corral con paso desafiante.
Prudencita rompió el silencio:
 —Creo que en casa debe haber algún caldito de verdura. Pero mañana… ¡caldo de gallina!

martes, 15 de diciembre de 2015

¿Adónde va mi sombra? - María Jesús Valenzuela, Ana María Caillet Bois & Ada Inés Lerner


Hoy tengo unas ganas locas de caminar por el parque, de echarme sobre el pasto y mirar las nubes que con total libertad son llevadas por el viento. Hoy no quiero extrañar a nadie, ni recordar el pasado. El otoño cruje debajo de mis pies. Pero es inevitable, él viene y se posesiona de mi mente.
—¡Basta! —exclamo. Sigo mi marcha presurosa, como para ganarle a los pensamientos. El día declina. Me vuelvo para observar mi sombra delineada que camina adelante; la dejo pasar, ahora la sigo, escucho un murmullo; es ella que se acerca a mi oído; siento su aliento junto a mi cara, quiere que juguemos con otras sombras. En un minuto se juntaron varias y comenzó el juego: uno, dos, tres, cuatro, cinco, listo el que no se escondió se embromó, arroz con leche me quiero casar. La farolera tropezó y… las risas de las sombras que volvieron a los juegos de sus dueños en la infancia, cuando se escuchaban en todo el parque hoy ya no están. Son otras risas, otros juegos, otros niños. Entonces busco mi sombra y veo que está lejos, debilitada, pequeña. Ya no quiere jugar,  desaparece entre las hojas amarillas del sendero, y él vuelve, con un abrazo se apodera de mi sombra. En silencio caminamos juntos, es mágica la tarde a su lado, se escuchan los pájaros despidiendo el día. El crepúsculo nos va uniendo cada vez más. Ahora son nuestras sombras entrelazadas en caricias las que se unen en el horizonte.

Acerca de los autores:

Mire si Dios – Abelardo Cid Topete, Erath Juárez Hernández & Begoña Borgoña



Mire si Dios no va a ser grande, dijo don José; cuando trabajábamos pa’ los ricos en la hacienda siempre estaba con nosotros. Cuando se perdían algunas cosas mandaban llamar al cura que en llegando nos decía que el robar era el camino al infierno. En esa vez se habían perdido unos alimentos de los patrones, después nos confesaba y en la noche Dios señalaba al ladrón y llegaban los rurales sin saber Dios de nuestra hambre. Mire si Dios no es grande, que el pobre ladronzuelo podía aguantar hasta cincuenta cuartazos del patrón y al otro día ya estaba trabajando de sol a sol. Y mire si no es grande que a muchos de nosotros nos guardaba de enfermarnos si nos caía encima un aguacero y, si alguno lo hacía, pues no lo dejaba sufrir; enseguida se lo llevaba pa’l cielo. Tan grande es, que los chamacos de los patrones que parían nuestras hijas nacían sanotes. Fíjese usted, que un día jalaba yo pa’l mercado del pueblo a buscar una gallina negra y hierbas pa’ un hechizo de la riqueza, harto de ser pobre. Pero Dios me alejó de ese camino y, en cambio, me regaló una chamaquita bien chula que andaba perdida por ahí, chillando la pobrecilla. Lueguito me la traje pa’ la casa, y hoy trabaja parada afuera de una cantina, por eso digo que Dios es grandioso, dígame usted si no.

Acerca de los autores:

Salvamento - Liliana Aguilar Orantes, Félix Díaz & Javier López


—¡Socorro, me ahogo! —gimió una voz bajo del pantalán por el que paseaba. Cuando miré vi unos brazos que se alzaban hacia el cielo y una cabeza que apenas sobresalía del agua.
—¡Tranquilo, le ayudo! —dije mientras buscaba con qué socorrerlo.
No fue difícil. Encontré el amarre de un barco que había zarpado minutos antes y pkude lanzárselo. Con tan mala fortuna que el lazo corredizo entró por su cabeza y se ajustó al cuello como si tratara de ajusticiarlo.
La gente comenzó a apiñarse en el muelle y mientras el hombre trataba de zafar dando manotazos, alguien gritó «¡Pero si es el ahogado!» «¡Que es Juanito, el ahogado!». Y ya quería saber yo quien era Juanito y el porqué de tamaña alharaca pero como nadie hacía nada ni por el hombre, ni por explicarme de qué venía la mano, solté la soga y chau Juanito. Entré a la cantina por un trago y allí, en la barra estaba él. El mismo que se había estado ahogando, su ropa chorreando agua.
—Mira, Juanito, esa es la chica que quiso salvarte esta vez —dijo el barman.
Solo en ese momento me di cuenta de que el tal Juanito era semitransparente.
Murmurando «¡gracias!» pasó a mi lado y pareció darme un beso.
Sentí un hálito frío en mi mejilla.
Juanito ya no estaba.
Pedí un ron doble al barman.

Acerca de los autores:
Félix Díaz
Javier López




viernes, 11 de diciembre de 2015

Ver a través del agua llovida – Héctor Ranea, Enrique Tamarit Cerdá & Sergio Gaut vel Hartman


—En medio de la borrasca no se puede ver un caballo ni a un palmo —añadió don Lagos, el Ernesto, a una conversación que nadie bajo el árbol conocía. Todos se miraron extrañados. Gumersindo miró para arriba, por si las nubes anunciaran tormenta, siempre tan ingenuo. El único que entendió qué pasaba con el súbito parlanchín fue Gómez, el Oxígeno.
—Está con calor en el seso —dijo.
No sin desasosiego, los demás continuaron comiendo sus chorizos y los pedazos de carne asada. La explicación del cocinero los había tranquilizado a medias. El Oxígeno sabía siempre de qué hablaba, pero mentar la borrasca en medio del día tan espléndido y comiendo bajo el árbol, les pareció a los troperos un pésimo argumento de conversación, aunque no a todos.
—No se ven los caballos bayos, don Lagos. Del zaino para el oscuro le digo que se ven, se lo aseguro. —La voz de Camilo, el Marroquí, sonó fuerte después del primer trago de tinto.
—Se ven si no te nubla la vista el monte de álamos. —La contestación llegó como un rebote de luz, fuerte y clara, con la voz grave y espesada por el vino de Lagos, el Ernesto.
—Tiene razón —bajó un tono el Marroquí—, el fondo oscuro le hace de cortina pero de atrás.
—Hablás retorcido, Marroquí —se burló Gómez.
Todos asintieron con un murmullo y un movimiento rápido de cabeza, como diciendo a todo que sí, con tal de que dejaran terminar el asado para echarse un rato a la siesta antes de la partida.
El Marroquí no arrugó. Callado, dejó un pedazo de grasa para los perros, tomó la guitarra, hizo como que afinaba las cuerdas y empezó a rasgarla con el ritmo típico. Pero cuando quiso comenzar a recitar, estalló la voz de Gumersindo: 
—¡Hablan de todas esas pavadas sobre caballos para esquivar el asunto principal! Lo que necesita explicación no es lo que no se ve en medio de la borrasca, sino lo que se ve.
—¿Cómo, cómo, cómo? —preguntó el Marroquí, contrariado por la interrupción.
Los presentes se miraron unos a otros por ver si alguno descifraba la intención, pero todo eran caras de desconcierto, cuando no de fastidio porque la siesta iba camino de malograrse definitivamente.
—¿Y cuál es ese asunto? —preguntó distraído don Lagos poniéndose en pie de un brinco.
A don Lagos, el Ernesto, de vez en cuando le daban calambres en la pantorrilla que solía remediar descalzándose las botas y haciendo ejercicios de estiramiento en posturas bastante ridículas.
—Lo que se ve en medio de la borrasca es como una especie de proyecciones —respondió Gumersindo.
A su lado, Dositeo, el Perigallo, levantó mucho las cejas, pero él no se arredró:
—Durante una tormenta vi, y no estaba solo —recalcó estas últimas palabras con un canturreo sincopado—, a una banda de cuatreros huir al galope de sus perseguidores. Les comandaba un bandido con cara infantil. Al poco, traspasada aquella loma, vi dos siluetas enfrentadas, los revólveres desenfundados, al de la cara de niño retorciéndose.
El Marroquí separó una mano de la guitarra y movió en círculos el dedo índice a la altura de la sien. Algunos rieron, el Oxígeno escupió lo que fuera que masticase en ese momento.
—Dice la verdad —terció Casimiro, el Tuerto.
Gómez se puso a contar con leves movimientos de la barbilla las botellas vacías desperdigadas por el suelo.
—Yo también estaba allí y pude escuchar un nombre —prosiguió el Tuerto—: Pat Garret, creo.
—Eso no puedo asegurarlo, porque soy duro de oído y la bulla del aguacero tampoco daba facilidades, pero hay más —se animó Gumersindo—; como a una legua de la alberca pude ver a través de la tremenda lluvia a un grupo de conjurados vestidos con túnicas blancas. Rodearon a un patricio de noble porte y le asestaron puñaladas como para hacer carne picada.
Hamlet Conchibáñez, al que llamaban el Sabio porque se sabía de memoria el sesenta y seis por ciento de Crimen y castigo, abandonó la nube de silencio en la que se había sumido por propia voluntad desde el principio de la conversación y barrió de un manotazo todos los argumentos vertidos hasta ese momento.
—¡Pavadas! ¡Estupideces! ¡Dislates! ¡Gansadas! ¡Memeces! —exclamó.
—¿Tiene pinchado el diccionario de sinónimos, don Hamlet? —dijo Gumersindo.
—En lo absoluto, hijo. Lo único que digo es que alguien confundió los frascos, y en lugar de la salsa picante con ají molido, cayena y ajo que había preparado para el asado, rociaron la carne y las achuras con mi mezcla especial para días festivos, que se hace machacando hojas de cáñamo indio, gajos de Lophophora williamsii, el vulgarmente llamado peyote, y sombrerillos de Amanita muscaria.

Acerca de los autores: 

El tulipán dorado de Ermirna - Patricio G. Bazán, Israel Gutiérrez Nava & Erath Juárez Hernández


–¡Corten! ¿Qué hace ese imbécil?
Una escena sencilla: sale el Maharajá por una puerta, y regresa gritando “¡Guardias!”. Sin embargo, acaba de entrar con la ropa del revés, exclamando algo así como “¡saidrauG!”.
Furioso, el director exige explicaciones, sin ser entendido ni comprender la réplica del confundido actor. El guionista observa la escena con súbito interés, pues sospecha saber lo qué ocurrió. Se acerca y susurra:
—Mire la escenografía: se usó para “Alicia”. No es una puerta, sino un portal, y por lo que veo y escucho, funciona como un espejo.
El guionista le pide al actor que diga la siguiente línea de su diálogo. Con algo de angustia pero con una fluidez natural, el actor dice: ”!oicalap led satreup sal darreC¡”. Ambos corroboran lo dicho con lo escrito en el guión; el director parece comprender, no sin cierto escepticismo, aquella extrañeza.
Sin más remedio, ordena que se repita la escena, pero que ahora las cámaras graben en sentido inverso. Al gritar “!noiccA¡” se sorprende, pero deja seguir la escena. Esta vez el actor claramente dice su línea: “¡Guardias! ¡Cerrad las puertas del palacio!”. Por fin una línea correcta, piensa y como queda más que satisfecho con la escena, grita: “!netroC¡”.
Todo el mundo queda mudo, miran al director que no puede más que decir “!nóicacol ed raibmac euq somerdnet, ojaraC!”.
Mientras mira como todos se retiran, un conejo pasa frente a él. El director lo sigue y ambos desaparecen de otro lado del portal.

Acerca de los autores:
Israel Gutiérrez Nava

lunes, 7 de diciembre de 2015

Cuestión de imagen – Sergio Gaut vel Hartman, Patricio G. Bazán & Javier López


Estaba molesto. Era la cuarta vez en el día en que me confundían con otra persona. El portero de mi edificio, el kioskero, mi jefe, y uno de los socios del club del barrio me llamaron por otros nombres y, ante mi expresión de asombro, se disculparon rápidamente, lamentando la confusión. Camino a casa, me detuve ante una vidriera para arreglarme la corbata (una manía incorregible), pero el cristal debería tener algún defecto, porque esta vez casi no me reconocí. Intenté no darle demasiada credibilidad a lo que veía y no me detuve, subí a casa buscando el refrendo del espejo del salón. Y desde luego no vi la cara que me devolvió el cristal, pero tampoco la mía.
Incómodo con la situación, fui al espejo del baño. Con idéntico resultado: una nueva cara aparecía cada vez que me miraba. Traté de no arrebatarme, pensando que aquello era algo transitorio, e intenté buscarle alguna ventaja a tan absurda circunstancia. Podría, me dije, asaltar un banco a cara descubierta. ¿Quién podría reconocerme en una rueda de sospechosos? O podría conquistar mujeres, engañarlas y desaparecer; nadie lograría volver a encontrarme. Pero ¿eso era lo que quería para mi vida?
Yo, el más afamado asesor de imagen, que había trabajado con los políticos de mayor renombre, me veía imposibilitado de consolidar una imagen en el espejo. Recordé al cura de la iglesia de mi infancia. “En el pecado está el castigo”, solía decir.

Acerca de los autores:

Desfachatado – Patricio G. Bazán, María Elena Lorenzin & Alejandro Sosa Briceño


Jaime comenzó su día con una mala noticia: le habían robado la bicicleta. Fue tan grande la impresión que, tras una guerra entre gestos de sorpresa, terminó por imponerse uno tan desmesurado que se le desprendió el rostro. Y aunque se sabía ágil, no alcanzó a manotearlo a tiempo para evitar que cayera por una alcantarilla. No sabía qué le daba más impresión, si imaginar su cara navegando por aguas sucias, o enfrentar al mundo sin un rostro que mostrar. No le hacía ninguna gracia dejarlo ahí abajo abandonado a su mala suerte y a las pestilencias de un submundo que ya comenzaba a inquietarlo. Un sudor frío le traspasó el espinazo mientras inspeccionaba el lugar del desprendimiento. Con manos temblorosas, se palpó una y otra vez. Nada. Tan solo un hueco, un miserable hueco que empecinadamente se apropiaba del lugar del otro, el legítimo, el que le correspondía. Sintió que le fallaban las fuerzas, pero aún así, lo intentó. Corrió tras su cara, que veía boca arriba pasar uno a uno los alcantarillados como ventanas. Reconocía los edificios en contrapicado que le ayudaron a elegir las calles a corretear y entonces la vio: su bicicleta clavada en un desagüe y el ladrón clavado un poco más lejos. Luego de un segundo de indecisión optó por seguir tras el rostro flotante calle abajo, comprendiendo que más valía recuperar una expresión de asco o tristeza que andar desfachatado en bicicleta.

Acerca de los autores:

El cobre - Coralito Calvi, Patricio G. Bazán & Claudia Isabel Lonfat


—Yo sé hacerlo, tranquila —le dijo él. Era casi una niña, estaba embarazada y jamás había participado en un ilícito, pero tenían hambre. Con los pocos pesos de una changa, él compró ganchos y cosas que ella no conocía. Y así, con un frío de morirse, partieron a medianoche en el tren, de colados. Bajaron en un barrio lindísimo, con muchos árboles y techos de tejas.
—Vos haceme de campana, no te asustes —dijo él, y le tocó la panza, mientras pensaba que algo bueno podía ocurrir. La casa era grande y no había gente hasta la noche, según le habían dicho los rateros que venden información en la villa a cambio de paco. Incluso había señales en la calle que lo confirmaban; un par de zapatillas enroscadas en el poste del teléfono significa “vía libre”.
—Si se complica te vas, ¿entendiste? —le dijo dulcemente, en un susurro—. Ella lo miró con expresión agónica, sin contestar nada.
Silencio. Luego, gritos. La noche pariendo luces y ruido. Dos tipos lo sacaron de la casa a la rastra. Un tercero, bien vestido, el dueño o encargado, apuntaba con un arma a la cabeza del improvisado ladrón.
Ella no pudo evitar que escuchara su gemido. Todos la miraron. El hombre mayor la estudió, pensativo, guardó la pistola y le susurró algo a los perros. Suspirando, se acercó a la embarazada y le entregó una tarjeta.
—Llevátelo; que venga a verme mañana a la fábrica, piba.
Algo bueno podía ocurrir.


jueves, 3 de diciembre de 2015

En la superficie de Torxis – Stefano Valente, Nico Gallo & Sergio Gaut vel Hartman


A la mañana del día siguiente al descenso, Waslevix, físico, Holgado, biólogo, la psicóloga Guzmán, y el ingeniero jefe de la expedición, Karamalis, sacaron el vehículo todoterreno y cargaron la pila atómica con doce litros de solución salina de uranio enriquecido. El propósito era recorrer los doscientos metros que separaban la nave del extraño túmulo piramidal para determinar, de una buena vez, si era una formación natural u obra de seres inteligentes. Fueron necesarias pocas horas para montar la batería y Waslevix, tras esperar unos instantes, accionó el dispositivo a neutrones que cebaba la reacción nuclear. En la pantalla se veían crecer los niveles de energía transferidos de la pila a la pirámide a través de aquella extraña cavidad cuadrada que era la única abertura de la instalación. La transferencia había llegado a setecientos megavatios cuando en la pirámide comenzó a vibrar de un modo irresistible, a lo que siguió un zumbido ensordecedor.
—El exilio ha terminado. —El ingeniero rechinó sus dientes de chacal.
—¡Al fin! —La psicóloga parpadeó y cuando volvió a abrir los ojos estos eran amarillos, de felino.
El biólogo movió el largo pico de ibis: —¿Estarán listos?
—Khepri —lo corrigió él; su cabeza era la de un escarabajo. Todos habían podido completar su transformación—. Solo nuestros viejos nombres de ahora en adelante: Anubis, Toth, Bastet... —Y, mientras la pirámide, inmensa, aumentaba de tamaño hasta ocultar las estrellas, añadió—: ¿Listos? Nadie está listo para la llegada de los dioses...

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Regreso a casa – João Ventura, Patricio G. Bazán & Sergio Gaut vel Hartman


A medida que las luces de las casas se iban encendiendo y las ventanas se abrían para dar paso a la descomunal algarabía que producían los soldados muertos que volvían de la guerra, Aldo sintió que una férrea mano le apretaba la garganta. ¿Estaría Linda entre los muertos reciclados, o su cuerpo había quedado tan deshecho que los técnicos no lograron reunir los fragmentos y pegarlos con su adhesivo mágico?
—¿Volverá mamá? —preguntó Estefi—. ¿Está entre los que regresan? —Aldo no se atrevió a mirarla. Pero al cabo de un momento supo que debía responder algo para dejarla tranquila.
—Paciencia, hija; ya nos enteraremos. ¿Otra gaseosa? —dijo para distraerla mientras arrancaba aquella garra asquerosamente ajena del borde de la ventana. Recordó la partida de Linda y si ahora regresaba del frente de batalla tendría que convivir con un veterano lisiado y una hijastra mal reconstruida tras los bombardeos.
—No tengo sed. Me quiero ir a1 dormir. 
Acostó a Estefi, y prendió un cigarrillo junto a la ventana del comedor. Quería verla antes de que entrara a la casa, comprobar que lo que regresaba era ella y no otra cosa.
Otro grupo de reciclados se acercaba, y él miró a una mujer; los ojos y la nariz parecían los de Linda, pero el resto no. En otra creyó reconocer el andar, en una tercera el movimiento familiar de desviar el pelo de los ojos con la mano derecha. Una certeza repentina se instaló en la mente de Aldo: nunca más vería a Linda. Sus pedazos estaban tan dispersos que habían sido utilizados para completar otros cuerpos. Advirtió que sollozaba, y que unas lágrimas artificiales corrían por sus mejillas.

Acerca de los autores:

Molinos en el infierno - Adriana Alarco de Zadra, Giampietro Stocco & Giorgio Sangiorgi


Nunca hubiera creído antes que los molinos fueran realmente gigantes, hasta que corrió delante de ellos como un alma desesperada. Sí, eran ogros infernales que querían destruirlo en medio de un prado cubierto por los miembros putrefactos y desperdigados de los primeros visitantes humanos que llegaron a Floralia, ese planeta maldito. 
Trató de refugiarse en un portal que vio a lo lejos y luego tradujo a su idioma lo escrito en uno de los laterales, algo que le trajo antiguas reminiscencias: “¡Oh, vosotros los que entráis, abandonad toda esperanza!”
Al principio, adentro reinaba la más pura oscuridad. Luego apareció una extraña luminiscencia, lechosa, verde, que parecía delinear los contornos de las cosas. Todo estaba húmedo, mojado, inquietantemente recubierto de algas viscosas. 
Se volteó por un momento hacia el exterior y se dio cuenta entonces que la esperanza lo había abandonado a él.
Antes del viaje, había leído el informe sobre Floralia: su biósfera terrestre, la fauna inofensiva. Pero ¿qué eran esas masas enormes coronadas por unas protuberancias que semejaban tumores? Aquellos espantos horrorosos lo rechazaban lentamente hacia atrás, adonde el sol calla. Retrocedió hasta llegar a lo que le pareció un trono lleno de podredumbre y observó las superficies curvas. No tuvo tiempo de ver a uno de los leviatanes que se acercaba cuando este abrió sus fauces.
—¡Debes incubar nuestros huevos, extranjero! —rugió el monstruo en perfecto ánglico.

Acerca de los autores:
Adriana Alarco de Zadra
Giorgio Sangiorgi
Giampietro Stocco

domingo, 29 de noviembre de 2015

El trapecista - Rolando José di Lorenzo, Ada Inés Lerner, Carlos Enrique Saldívar


El trapecista se arriesgaba más y más en cada función. Quería alcanzar marcas que nadie hubiese conseguido, pero con esto no solo él se ponía en peligro a sí mismo, sino también a su pareja, la adorable Micaela, su amor. Ella, antes de cada entrenamiento o de cada función, le pedía, le implorara que dejara de competir.
—Ya sos el mejor, Lucas, has superado a todos los conocidos, pensá en vos… pensá en nosotros. —Toda súplica resultaba inútil.
Aquella noche el teatro estaba desbordado de público expectante y algo morboso que disfrutaba por anticipado lo que podía suceder. El cartel anunciaba que en esa función los trapecistas trabajarían sin red. 
Toda la publicidad posible se había irradiado por la ciudad en grandes carteles blanco y negro, negro como llamando a la desgracia. Lucas llegó a la cima y balanceó su hamaca, miró a su compañera que a su vez repetía la entrada con todo el brillo de las lentejuelas y la armonía de su figura.
Se lanzaron casi al mismo tiempo, dejando boquiabiertos a los espectadores. Ella giró en el aire y atrapó las manos del trapecista, quien la condujo hacia el otro extremo, sana y salva. 
Ahora fue ella quien se lanzó para sujetar al hombre. Él, tomado con fuerza del trapecio, tuvo un miedo repentino. Pensó que ella iba a traicionarlo, que el truco fallaría. Se paralizó en el aire y allí quedó. 
Veinte años después continúa inerte, fusionado con el trapecio. Una curiosa atracción del circo.

Acerca de los autores:

Vacuidad - Cristina Chiesa, Claudia Isabel Lonfat & Mane Herrera López


Masticando un pedazo de pizza, sentada al sol del otoño, como solía pasarle, en un instante ínfimo, efímero, se le apareció la idea de la muerte, la fugacidad de todo. La triste caducidad de la estupidez humana, de la codicia del poder sobre los seres, ilusoria por otra parte, inexistente, fantasmal, olvidada del destino común, con su invencible voracidad por acaparar los espacios ajenos. Y entró en samadhi casi al instante. Se veía flotando como una pluma, empujada por la brisa causada por las exhalaciones de un gato enorme de ojos verdes y bigotes dorados. Su cuerpo irradiaba una luz potente que emanaba de su interior, desde todos sus rincones, proyectándose hasta el infinito, como si fuera una diosa, mientras su respiración la liberaba de las ataduras terrenales, ligándola al cosmos, como nunca antes le había ocurrido El mantra resonó en un espacio paralelo: “aférrate a la vida y conseguirás la eternidad, aférrate a la vida y conseguirás la eternidad...”. Las palabras repetidas se expandieron junto con su masa corpórea. Levitó y se despegó de todo pensamiento ajeno, latió en cada letra y sucumbió. ¿Cuánto tiempo había pasado? ¿En qué lugar de la ciudad se encontraba? Una mano delgada y un papel en la mesa la trajeron de vuelta para recordarle que debía pagar la cuenta aunque no hubiera mordido más que un mísero trozo de pizza.

Acerca de las autoras:
Mane Herrera López

miércoles, 25 de noviembre de 2015

Determinado - Héctor Ranea, Sergio Gaut vel Hartman & Rolando José di Lorenzo


Mi esposa criticaba con acritud mi afición a participar en los blogs personales y publicar infinidad de comentarios, en general críticas despiadadas, a los contenidos y sus generadores. Pero yo nunca les di importancia a esas críticas y seguí practicando con denuedo y persistencia mi inocente pasatiempo. Inocente hasta que me topé con el blog de Mazdeo Zodiak, un fanático de las predicciones que llevaba un blog denominado pomposamente: Determinado. Ahí leí la noticia de que yo mismo moriría de una extraña enfermedad que aún no había sido descubierta. Y era sabido que el astrólogo exhibía un ciento por ciento de efectividad.
Por supuesto que todos decían que Zodiak era inhallable, pero luego de mucho esfuerzo pude contactarlo a través de una cadena de amigos. Pacté una cita en un bar céntrico y, para mi sorpresa, el tipo acudió con toda puntualidad.
—Lo siento —dijo al verme.
—¿Lo siente, eso es todo? ¿No se puede negociar? ¡Cambie en el blog lo de mi enfermedad! ¡Haga algo!
—Imposible, mi prestigio me prohíbe desdecirme —dijo con arrogancia Mazdeo.
—Está prohibido en todos lados, será desterrado y si sigue maltratando a la gente lo matarán en cualquier momento. Le propongo un arreglo, no sea necio —insistí realmente asustado. El tipo pensó, se acomodó en su silla, levantó la cabeza extendió los brazos en cruz y masculló unas palabras incomprensibles. Luego dio un tremendo grito, me miró y dijo:
—¿Cuánto está dispuesto a pagar?

Acerca de los autores:

La llamada - Saurio, Laura Olivera, Köller


―¿Hola?¡Por qué no viniste anoche!
―¿Qué? ¿Quién habla?
―¡Vos sabés bien quién habla!
―¿Eh? No..., no sé quién sos...
―¡Ah! O sea que además de cagador, ignorante.
―¡Mirá, no tengo tiempo para estas jodas, estoy muy ocupado...! ―… leyendo “Los cuentos del Cancerbero”.
―¿Qué? ―No te hagas el idiota, ea1stás leyendo “Los cuentos del Cancerbero”.
―¿Qué? ¿Cómo sabés? ¿Quién sos?
―Vos sabés bien quién soy, no te hagás el gil. ―No me hago el gil, realmente no lo sé.
―¿En serio me decís?
―Nunca hablé tan en serio.
―Te doy una pista…
―Dejame de joder, no te hagas el intrigante porque te corto ya.
―Anoche te esperé…
―Quién sos a la una…
―Te esperé durante horas.
―Quién sos a las dos…
―Te esperé en la cama.
―Quién sos a las… ¿en la cama?
―En la cama, como siempre.
―Flaco, estás equivocado y encima sos puto.
―No insultes. No tiene sentido, yo sé que también te gusto ¿Acaso te olvidaste ya?
―¡Basta! ¿De qué me olvidé? Te pedí que no me llames.
―Ves que sabés quien soy.
―¡Callate! Tengo que leer. ¡Respetame!
―¿Respetarte? Bueno, perdóname.
―No me pidas perdón ¿Por qué me pedís perdón? ¿Quién sos? ¿Qué hacés acá? ¿Quién te pidió que aparezcas?
―Vos sabés quién soy ―Terminala, no puedo más.
―Sí sabés, ¡Abrí los ojos!
―A mí nadie me dice lo que tengo que hacer ¡Andate ya!
―¿Adónde querés que me vaya?
―¿En serio me esperaste?

Acerca de los autores:

Tortuga – Diego Alejandro Majluff, Mariángeles Abelli Bonardi & Félix Díaz



Cuando empezó el otoño, las hormigas invadieron el patio e hicieron caminos alrededor de los canteros. Después devoraron la higuera y la rosa (ese fue el proceso más triste porque destruyeron la belleza del jardín). Y como si fuera poco, en invierno, entre todas las hormigas me sacaron dormida del caparazón y me dejaron desnuda bajo la clavelina china. Pero no soy la única despojada de vivienda. Los caracoles han sido obligados a desprenderse de su hogar y los bichos canastos amanecieron destejidos. Nos hemos pasado el día deambulando por el patio, buscando desesperadamente con qué cubrir los pudores. Los caracoles se las han podido arreglar con las tapas de gaseosa que encontraron tiradas, y los bichos canastos recurrieron a las arañas y su consumada habilidad tejedora. Yo, en cambio, no he sido tan afortunada. Los gajos de la pelota de fútbol que los chicos reventaron a patadas apenas me cubren, y de noche hace mucho frío. No he tenido más remedio que entrar en la casa. Los humanos se han ido, creo que al cine. He hallado una caja de cartón, cuyo interior sabe a leche, pero es muy débil. Tras seguir buscando, creo haber encontrado lo que necesito. Es una cajita muy mona, con cosas dentro que he tirado por ahí. Nunca he comprendido el gusto de los humanos por esas piedras brillantes y esos aros dorados. Pero la cajita me queda bien.

Acerca de los autores:

sábado, 21 de noviembre de 2015

Historia bestial – Javier López, Héctor Ranea & Sergio Gaut vel Hartman


Mi tía Marta, a pesar de su nombre, era una zorra. Pero su obsesión cardinal era la cría de animales exóticos, cuanto más exóticos, mejor. Después del suicidio de su novio, el escritor Ernest Hemingway, se dedicó un tiempo a jugar al bingo y a tener sexo ocasional con militares de alta graduación, alcohólica y escalafonaria. Ella prefería los coroneles bebedores de brandy a los generales que se mamaban con ginebra, aunque huelga decirlo, a la hora de mamar ella no se quedaba detrás de las cortinas. Porque así era de sutil, a veces delante de todos, otras a regañadientes, nunca se perdía un beso a la botella de los licores que más amaba: ron cubano, whisky, caña, oporto… no le hacía asco a nada, hasta mamaba licor de huevo, si al fin y al cabo alguien le acercaba el pico a los labios. Con Ernest había visitado todos los bares de La Habana e incluso habían entablado buenas relaciones con un cantante que la tenía hipnotizada con sus bellas proporciones y una extraordinaria dotación que la puso bien fresca. Esa dote, vale aclararlo, fue suficiente para que el abuelo le sugiriera dejar al escritor, sobre cuyo suicidio ya había leído con la suficiente antelación, y formar una familia monoparental fecundando sus óvulos en una maceta, regada con el abundante legado genético que el cubano fue capaz de dejarle durante su corta relación. Para su sorpresa, de la maceta surgieron unas adelfas alucinógenas con las que la tía Marta logró evadirse y olvidar al cubano, a Hemingway, y hasta su propia reputación de zorra. Acabó sus días en un convento de La Habana. Se asegura que durante los cálidos inviernos cubanos usaba, sobre el hábito, unos lujosos abrigos de piel de leopardo hermafrodita. ¿Para qué, si no, habría dedicado su vida a la cría de animales exóticos? Tras su muerte quedó, sin estrenar, en el armario, el sacón de marta cibelina, ese que hubiera acabado con esta historia antes de comenzar.

Acerca de los autores:

El ocaso de un ocaso - Soledad Cruella, Saurio & Adelaida Pichardo Querales


Siempre me sedujo el atardecer. El juego de rojizos venciendo a un oro deslumbrante. La puja de colores. El sutil pasaje de la luz a la oscuridad. El desasosiego meteorológico... Observando el atardecer lo esperé, en aquella playa que quiso alertarme. Una bandera negra, una bandada de gaviotas nerviosas, una hiriente bruma salada; suficientes signos, suficientes advertencias, pero me fui quedando, en esa ominosa playa, en aquel aciago ocaso. Nubes de mal agüero lo ocuparon todo, una tormenta tropical que venía alentada por vientos fuertes. Lo aguardaba a pesar de todo. El mundo se desvanecía. No obstante la lluvia, yo permanecí. Del sol a la noche. Paso directo. Él nunca vino y yo lo esperé. Lo esperé sin importar que subiera la marea, que las olas golpearan cada vez más impiadosas mis tobillos, mis rodillas, mis muslos, mi pecho. Lo esperé cuando el agua me llegó al cuello y lo seguí esperando cuando el mar me cubrió por completo. Continué la espera. El fascinante juego de luces, reflejos y sombras imperceptible en la superficie, se prolongaba en el medio acuático. Descendí y descendí siguiendo imperceptibles hilos de luz, burbujas translúcidas, movibles penumbras... de súbito recordé, ascendí rápidamente. Buscando una presencia en el horizonte, salí del agua y me sumergí de nuevo... sorprendida, lo repetí. Bajo el resplandor lunar, sin salir de mi asombro, continué jugueteando en el mar, observando con alegria mi casi interminable y milenaria cola de sirena.

Acerca de los autores:
Saurio

Compañero del destino - Cristian Cano, Mariángeles Abelli Bonardi & Mirta Leis


Al costado de la puerta de hierro, estaba el canil. Techo de chapa a dos aguas y entrada curva; no tenía nada de extraordinario, salvo por los tres platos de plástico ubicados enfrente, con precisión milimétrica, uno al lado del otro. 
El primero, verde, estaba prácticamente nuevo. Tenía restos de lo que parecía ser harina de huesos.  
El segundo,  rojo— bastante mordisqueado—, mostraba una morcilla a medio comer con mosca incluida. 
En el último, el azul, había un papel atado con un hilo; era una invitación. 
Abrí la puerta y descubrí ese enorme pasillo que no puedo olvidar. En compañía de mi perro,  me adentré con paso firme; permanecía una claridad que finalizó con el estampido metálico de la puerta al cerrarse. 
Tuve que elegir entre tres caminos, era imposible volver atrás. Avancé cayendo, levantándome, riendo y llorando, tratando de llegar al final de mi propio laberinto. Con el tiempo, los pasos fueron más lentos, la experiencia de recorrer atajos signó los tiempos, y secundado por mi fiel Cerbero, destrabé la última puerta para ya nunca volver.

Acerca de los autores:


martes, 17 de noviembre de 2015

Dinero – Félix Díaz, Lucila Adela Guzmán & Sergio Gaut vel Hartman


Adoro el dinero. Nada me gusta más que contar billetes y monedas. Sobre todo si son billetes con bastantes ceros y monedas de metales preciosos. El dinero lo quiero para tenerlo. ¿Gastarlo? ¿Perder mi valioso dinero? ¡Ni hablar! Me han dicho que debo invertir mi capital. Vamos a ver, lo hago, pero me costó mucho decidirme a hacerlo. Al principio, me costaba desprenderme incluso de la calderilla. Adoraba tenerla junto a mí. Pero la calderilla es poca cosa, y comprendí que eliminarla me dejaba sitio para monedas mayores. Así que acepté gastarla. Luego comprendí otra cosa: invertir es gastar, pero si se hace bien, se acaba ganando más. Así que invierto en aquellos negocios que me den ganancias seguras. Y esta claro… no hay nada mejor que invertir en proyectos en donde la codicia humana sea materia prima. Fue así como fui acumulando más y más dinero, poseo tanto que podría enrollar billetes y usarlos como papel higiénico, cosa que no recomiendo por lo áspero, salvo que uno quiera descargar su inconformismo hacia alguna idea o frase impresa en uno de sus lados, por ejemplo “in god we trust” porque hombre, soy ateo declarado y me revienta que hablen por mí. Así mismo creo que podría ser muy eficaz para aliviar cierta ira hacia algún personaje cuyo rostro, en tres cuartos de perfil, nos ignora con cara de rey sabelotodo o prócer inmaculado. ¿Creen que desvarío? Aceptado que el dinero es todo activo o bien generalmente aceptado como medio de pago por los agentes económicos para sus intercambios y que además cumple las funciones de ser unidad de cuenta y depósito de valor. Ahora persigo el bien supremo. Pondré todo mi dinero en inversiones seguras y me someteré a un proceso de criogenización con el objeto de que mis empleados me devuelvan a la vida dentro de quinientos años. Eso me permitirá, gracias al interés compuesto y a que no gastaré más que lo que se necesita para mantener los equipos, volver a la vida como el hombre más rico del mundo, el indiscutido Señor de Todo. ¿Qué les parece?

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