sábado, 19 de diciembre de 2015

Caldo de gallina - Amanda Pedroso, Martín Renard & Patricio G. Bazán


Las cosas se complicaron. Había que matar una gallina y no había un solo hombre en casa. Paciencia. Las mujeres persiguieron a la gallina marcada para el caldo; entre gritos esquivaron sus picotazos, sus aleteos dementes. Resultó que la gallina tenía un plan de huída, y de un salto subió al naranjo. Se creyó a salvo, pero Prudencita la atrapó de las patas.
—Ya está. Ahora, ¿quién le retuerce el pescuezo? —dijo.
—Yo no —dijeron todas. Pero había que matarla.
Plenamente consciente de ello (es sabido que estos animales solo simulan ser despistadas, y en realidad tienen un intelecto muy desarrollado), la gallina revoleaba el cogote como un resorte en todas las direcciones con la intención de picotear a alguien. Finalmente, tal vez cansada de ver el espectáculo, tal vez valiente a falta de otra, una de las mujeres se acercó y con un ademán amplio de la mano logró sostener el cuello de la obtusa gallinácea.
Cuando todo parecía perdido para el animal, resonó un potente cántico de guerra, que para las alarmadas mujeres sonó como una trompeta de Jericó. Paralizadas por la sorpresa, vieron como la gallina se resguardaba tras la estampa del gallo Zoilo, más amenazante que nunca. Quedaba claro: nadie tocaría a su hembra. Con un cacareo final de advertencia, se volvieron al corral con paso desafiante.
Prudencita rompió el silencio:
 —Creo que en casa debe haber algún caldito de verdura. Pero mañana… ¡caldo de gallina!

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