sábado, 19 de noviembre de 2016

Solos - Raquel Barbieri, Cristian Cano & Sergio Gaut vel Hartman


Ellos siempre estaban juntos, pegajosamente encastrados ante los ojos de los demás aunque divinamente unidos según ellos mismos. A ella la entendí; no habiendo tenido familia primaria, habiéndose criado en un orfanato hasta los dieciocho años, no me extraña que se aferrara a él de ese modo extremo. Y él; sí, él… no entiendo todavía cómo no se sentía ahogado, en prisión. Él, que había tenido tanto cariño, amor, pasión en su vida entera, ahora parecía un idiota, porque se hallaba obnubilado en esos primeros meses de amor incondicional. Así, como tortolitos inofensivos, existían en una simbiosis fundamental que, de terminarse, podría machacar entre dos rocas al corazón más tierno. Respeto eso que otorga al despojado todo lo que le falta, y ellos lo viven, devorando las horas como una boca inmensa que todo lo engulle. Amor incalculable que, por absoluto, termina siendo peligroso. Porque al final se comparten las soledades y es allí, en el núcleo último de la soledad, que me corresponde intervenir. ¿En qué consiste mi intrusión, preguntarás? Mi misión es poner a prueba la resistencia del vínculo y para hacerlo puedo crear espejismos, fabricar fantasías, inyectar pensamientos insidiosos. En este caso, urdí una infidelidad y esperé la reacción del otro. El agente fue un puñal que tuve la precaución de dejar sobre la mesa. A fin de cuentas, coincidirán conmigo, el pegamento no era tan efectivo como los espectadores habían imaginado.

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viernes, 1 de abril de 2016

No solo agua trae el Tajo - Juan Alexander Padrón García, Patricio G. Bazán & Sergio Gaut vel Hartman


Mi dueña está triste. No jugamos como todos los días. No corrió junto a mí, por más que tiré de la traílla. Está sentada junto al Tajo, y llora como si quisiera aumentar su cauce.
El amo no está con nosotros. Desde ayer por la noche salió de casa, dando un portazo. Pensé que iba a ir con él, porque descolgó el arco y el cuchillo de monte. Pero salió río arriba solo, con ojos de fiera. De cazador furtivo.
Amanece. Me desperezo despacio, oliendo el nuevo día que ya se siente distinto. Mi dueña no ha salido a saludarme, y el Amo sigue ausente. Hay mucho silencio en el aire, como si una tempestad estuviese juntando fuerzas para luego dejarse caer violentamente sobre todo nuestro mundo.
Como siempre, me acerco a beber a la orilla del río, junto a los sauces: mi lugar preferido. Pero hasta el agua parece distinta: aquí y allá, comienzan a verse algunos hilos rojos.

Meto la mano en el agua y reúno los hilos como si se fueran la cola de un cometa; tiro de ellos y noto que del otro lado hay un bulto enorme, pesado. Lo arrastro con esfuerzo, tirando y tirando hasta quedar exhausto. Recién al mediodía consigo divisar el cuerpo. “El amo está muerto”, dice mi dueña, muerto muerto, se desespera. Sé que yo no fui, que solo deseé tenerla solo para mí, pero de todos modos me siento culpable.

Estrategia y táctica - Sergio Gaut vel Hartman, Daniel Alcoba & Carlos Enrique Saldívar


Franz se sintió perdido, y llevado por un impulso inesperado corrió hacia delante para embestir a Maya. La antigua carcelera de Dachau lo superaba en peso, altura y determinación, pero el esmirriado oficinista de Praga sabía que una estrategia pasiva lo condenaba lisa y llanamente al fracaso. No obstante, un metro antes de chocar con el formidable cuerpo de la mujer, lo pensó mejor y se detuvo, como si el súbito movimiento lo hubiera avergonzado; dio un paso al costado, resoplando por haber ascendido la cuesta en cuya cima se encontraba Maya, sosteniéndole la mirada dijo:
—Maya, su masa me atrae con fuerza inversamente proporcional al cuadrado...
Como ella se desplazó también para seguir enfrentándolo, Franz usó la circunstancia de haber muerto en 1924 para dar un salto de caballo de ajedrez y situarse a espaldas de la carcelera. Todo salió según lo previsto. En breve conseguiría escapar, sólo tenía que reducir a Maya. Había tardado diez años en descubrir el mecanismo de cronodesplazamiento en la sala de mecánica, nadie se dio cuenta de que había diseñado aquel fabuloso dispositivo que ahora usaba como un chaleco gris. Maya no se lo pondría fácil, ella creía tener otro parecido. En Dachau sabían que sus esperanzas de ser libre radicaban en su fallecimiento acaecido hacía cien años. En efecto: el 3/07/2024 Franz saltó al universo de los poetas muertos, invisible a genocidas, filisteos... Maya, sola, gruñía en la ladera rechinando los dientes.


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Invisible – Claudia Isabel Lonfat, Héctor Ranea & Sergio Gaut vel Hartman


Jota, cuyo trabajo era limpiar los baños de un shopping de lujo, quiso ser protagonista de algo, lo que fuera, pero su vida era chata, se reducía a un circuito donde debía lidiar con inodoros, lavatorios, secamanos y toda la basura femenina que uno pueda imaginar. Su vicio, en los pequeños lapsos disponibles, mientras alguna dama histérica no reclamara su presencia, era espiar desde los espejos, y de reojo, a cuanta fémina se acomodaba el corpiño o la bombacha, como si él no existiera. Nada lo asombraba a esta altura, a decir verdad; las que venían a esa especie de aguantadero no tenían nada sorprendente. Y nada lo había dajado boquiabierto hasta que vio lo que nunca hubiera querido ver. Después se supo: descubrió cómo eran las partes íntimas de los derits de Lujur, esas criaturas venidas de un planeta que había hecho amistad con el nuestro. ¿Y en qué reparó Jota? En que los implementos sexuales de los derit eran absurdos, casi incomprensibles pero, sobre todo, que estaban vivos, que se ensamblaban para el acto sexual y que luego vivían su propia vida, lejos del ser que parasitaban, por lo que tenían una sexualidad prestada, lo que los hacía tan pacatos y moralistas. Pero en contra de lo que los lectores están imaginando, Jota no comentó su hallazgo y se limitó a chantajear a los alienígenas, que de chantajes sabían menos que de sexo. El limpiabaños vive ahora en un planeta paraíso, cerca de la Nube de Magallanes.

Acerca de los autores:
Claudia Isabel Lonfat

lunes, 28 de marzo de 2016

El brujo y los demonios – Luciano Doti, Sergio Gaut vel Hartman & Ada Inés Lerner


La fama del brujo había trascendido por toda la región, y yo fui a su guarida acompañando a mi amigo Leandro, a quien le habían aconsejado ir a verlo por un tema de amores contrariados. El viejo era de raza negra, o al menos mulato; al parecer eso hacía más creíble que fuera poseedor de un saber que, supuestamente, los blancos occidentales ignoramos. Mi amigo hizo su consulta en primer lugar, y me convenció para que luego le siguiera yo. El viejo me miró fijo, sin pestañear; tenía la vista como perdida; estaba, o fingía estar, en trance. 
—Debes luchar contra tus demonios interiores —dijo al fin. 
—¿Perdón? —No hizo ninguna aclaración, dando por hecho que lo había escuchado bien. 
—Si no luchas, ellos te dominarán. Y si lo haces solo, sin la ayuda de un experto, no se irán tan fácilmente. 
—¿Entonces? 
—Yo te puedo ayudar haciendo un “trabajo” de liberación, para que esas entidades no te molesten.
—Nunca he notado que me molesten esas entidades… 
—Tus problemas y nerviosismo se deben a ellos —insistió el brujo. 
Quedé en que, si acaso decidiera hacer ese “trabajo”, regresaría, pero tenía que pensarlo. Créase o no, el poder de la sugestión de estos sujetos es muy grande, y durante los días siguientes comencé a pensar, y acabé por sentir, que lo que me había dicho el viejo reflejaba algo que en verdad me molestaba. Estaba un poco amoscado porque no me gustaba reconocer que un desconocido fuera capaz de ver en mí cosas que guardo celosamente y tampoco estaba dispuesto a admitir que me hablaran de mis demonios interiores. Había evadido recurrir a un psiquiatra o psicólogo profesional y me decía a mí mismo que todo estaba bien, que tenía un buen trabajo, que no me iba nada mal en la vida. Pero ahora este brujo andrajoso…  me recordaba algo que yo quería olvidar. ¿Olvidar qué? Que Mariela había desaparecido, que quizás había muerto. La busqué durante mucho tiempo y no encontré rastros de ella en ninguna parte; los amigos en común eran incapaces de darme datos fidedignos sobre su paradero y nunca había regresado a los lugares que solíamos frecuentar. Lo único extraño era que la vida seguía como si nada hubiera pasado, como si el 18 de agosto de 1994 nunca hubiera existido. Ese día fatídico habíamos firmado el contrato de propiedad de un departamento para irnos a vivir juntos. Pero no hubo futuro, solo seguir y seguir, una sobrevida absurda y sin sentido. Ese duelo marcaba mis horas. Y el brujo maldito que sacaba a relucir el asunto de mis demonios interiores.
Me encontré con Leandro a tomar un café. Después de todo, él era una especie de cómplice de mi incursión en el submundo de la brujería.
—Hay que creer o reventar —dijo Leandro para romper el hielo. Pero yo era un hueso duro de roer.
—¿Qué querés decir?
—Que el negro dio en la tecla, quiero decir. Me solucionó todos los problemas. —Me miró extrañado—. ¿Qué te pasa a vos? Es como si no pudieras aceptar lo que salta a la vista.
—¿Ah, sí? —dije—. ¿Y que salta a la vista?
—Que arrugaste cuando estabas a punto de irte a vivir con Mariela, que la asesinaste para no enfrentar el drama existencial que te mortifica.
—¿Estás hablando en serio? —Empujé el cuerpo hacia atrás y la silla chirrió al frotarse contra el suelo de mosaicos del bar.
—Estoy hablando en serio, Marcelo. 
—¿Quién te dijo eso?
—Tus demonios interiores se lo dijeron a los míos.
No podía creer lo que estaba escuchando de boca de mi amigo, y lo hubiera estrangulado a él también si no fuera porque los demonios interiores, saliendo por todos los orificios de mi cuerpo, me aferraron los brazos y piernas para impedirlo.

Acerca de los autores:


Si los perros hablaran – Javier López, Pablo Martínez Burkett & Héctor Ranea



La historia que perdura es falsa. La escribieron los hombres y sabido es que siempre han necesitado de un héroe. Debo resignarme. Pero ¿qué héroe puede ser quien con sus manos mató a su mujer, hijos y dos sobrinos? El atajo de la locura, claro. Y luego, un nebuloso oráculo que todo lo purifica. Disfraces para excusar una carrera de asesinatos, capturas y robos. Pero yo lo sé: fue por codicia de una corona, por el despojo de un reinado, la insaciable pulsión por mantener el poder a costa de lo que fuere. Y el problema comenzó con su jodido sastre, un bromista que más valía como comida de perro que como bufón. Gracias a él, todo el boato en su presencia, todo el marco fastuoso que daban sus palacios, había caído en el ridículo por hacerle de paño transparente su vestidura. El encadenamiento de sucesos había llevado de su condena al descubrimiento de que el inicuo y su esposa difunta nunca habían cohabitado. ¿Cómo explicar, entonces, la existencia de hijos del matrimonio? La sibila hubo de retirar los cargos por parricidio, reduciéndose a dos los trabajos. El tiempo en que la epopeya lo ubica esforzándose en los otros diez, en realidad lo pasó amancebado con Éurito, que no pudo resistirse al encanto de sus transparencias. La pareja no tuvo descendencia, como era de esperar. Pero llenaron sus días con un perrito al que llamaron Cerbero. Lo demás, son historias.

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El mundo mentiroso - Juan Manuel Montes, Juan Manuel Valitutti & Fernando Naranjo Espinoza



He sobrevivido al primer viaje interestelar. Los huesos de los demás estaban pulverizados en sus nichos. ¿Responderá la computadora del navío a las preguntas que me formulo atemorizado? Mientras tanto, un sol hermoso y prometedor brillaba detrás de Uqbar, que ofrecía grandes continentes de luz… En Uqbar tropecé con la mentira. He soportado por meses sus caprichos ecológicos, sus temblores, sus necedades y a un ser que afirma ser único en su mundo. ¿Qué demanda evolutiva produjo este mundo mentiroso?
—¿Computadora?
—No. No más. Yo soy Uqbar, y Uqbar soy yo. Soy la mentira, pero no la pregunta que la desnuda. 
—¿Eres…?
—El punto de la no evolución. Soy en el paréntesis de tu paso, vasto y necesario. Ya he tenido suficiente. ¿Único en el mundo? ¡Bah! Le he dado la espalda y me he retirado al desierto dorado, más allá del río de lava; y, sin embago, me sigue; me sigue y me repite: Soy Uqbar.

Acerca de los autores:
Juan Manuel Valitutti
Juan Manuel Montes
Fernando Naranjo Espinoza

jueves, 24 de marzo de 2016

De apuro – Héctor Ranea, Patricio G. Bazán & Sergio Gaut vel Hartman



Prepusio Dellapenna le arrebató la porción de torta a la joven princesa del salame chacarero, la señorita Deisi Barbagellatta, salió corriendo y se encerró en el baño químico que la municipalidad de Chancho Rengo había dispuesto para que los asistentes al recital de Sting pudieran hacer sus necesidades. Eran cuatro mil ochocientos diecinueve asistentes y un único baño químico.
—Lo perdono por el robo —dijo Deisi en representación de toda la comunidad chanchorrenguense—, pero salga de una vez.
—¡Jamás! ¡Me quedaré aquí hasta que Sting toque “Apurado y Confundido”!
—Pero… ¡eso no es de Sting!
—¡El del escenario, tampoco!
Cuatro mil ochocientas diecisiete cabezas giraron rápidamente para verlo: petiso, morocho, con peluca rubia y charango. Apremiado por las circunstancias, el intendente había contratado de urgencia a un impostor habida cuenta de lo oneroso que resultaba traer al verdadero. Para sacarlo del apuro, el Negro Troncoso —medio borracho y urgido gástricamente— emprendió una vertiginosa versión de “Roxanne”, cantada en un dialecto que Prepusio clasificó velozmente como uraloaltaico, y que la gente, incomprensiblemente, entendió, aunque a medias, como esa señora que al escuchar “no te pongas esa luz roja” entendió que había que meter una linterna entre las piernas y bailar iluminada por dentro mostrando su esqueleto. Y como la hicieron rabiar, ella y sus compinches atacaron a la concurrencia. Solo se salvó Prepusio, que sabía algo de The Police en turco y su tarareo convenció a los agresores. Chancho Rengo, desolado.


Acerca de los autores:

La naranja – Héctor Ranea, Javier López & Sergio Gaut vel Hartman


El barman preparaba un Old Fashioned. Preocupado porque no encontraba las naranjas, fue a la cocina y pidió al menos una. El jefe Xinga le dijo:
—Si encuentra una le regalo un sueldo, joven.
Eso lo descorazonó.
—¿Qué pasa, escasez de naranjas? —preguntó.
—Ojalá fuera eso —respondió Carlos, el mozo de lavado—. Me temo que estamos hablando de invasión, ¿no es cierto, jefe Xinga?
—Las naranjas las están llevando los estelares. La UN les dio prioridad a ellos, pibe.
—Ya pasó con las patas de chancho en el 2034 —dijo Carlos, una especie de erudito no reconocido por el registro Julliard de Genios y Precoces—; y con los marlos en 2047.
—Mucho peor —acotó el jefe Xinga— fue lo que ocurrió en Kirilema.
—¿Qué ocurrió en Kirilema? —dijo el barman, muy cerca del espanto.
—Hace unos veinticinco siglos, yo era pequeño, llegaron unos vagabundos espaciales del sector Prumitao y arrasaron con los genitales de todos los machos kirilemos.
El barman captó un guiño cómplice entre Carlos y Xinga. Le estaban tomando el pelo, así que decidió contraatacar.
—¡Limones! —dijo mientras pasaba a Lucy, la nueva camarera, cuya camisa parecía tener vida propia.
—¡Limones! —exclamó el jefe con los ojos saliéndose de sus órbitas.
—Tengo su teléfono, si lo quiere…
—¿Qué pides? —preguntó.
—Una naranja.
Distraído, le pasó una que tenía escondida. El barman consiguió su paga. Y Xinga una cita con Lucy, que para colmo era un travestido.


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El huevo de Troya – Judith Shapiro, Héctor Ranea & Sergio Gaut vel Hartman




Acabo de leer un cuento, uno breve, muy breve, de esos a los que llaman microficciones. En el cuento se cuenta que una chica adicta a la ingesta de huevos enteros sin pelar (¿a quién se le ocurre?) estaba viajando por la ruta en un auto prestado cuando le dio uno de esos ataques compulsivos, diría yo, que la inducen, la conminan a tragarse un huevo. Parece que el huevo era un poco más grande de lo que habitualmente son los huevos y la pobre adicta se atragantó con él. En el cuento los autores (porque los autores son dos; no me explico la necesidad de juntar dos personas para escribir algo tan breve, allá ellos) no se explica el origen, la procedencia del huevo. Pero acotan que se desmayó, que se puso azul (esto es un agregado de mi cosecha, pero parece ser la consecuencia natural del incidente) y que el marido la llevó al hospital para que se lo extrajeran. Y a continuación los autores toman distancia con lo escrito argumentando que tamaña adicción es cosa de ciencia ficción. La cosa termina ahí, o casi, ya que la última información vertida es que la ovoadicta sigue internada y que “mañana” se lo quitan. ¡Ah, maravillosa intemporalidad de las ficciones! “Mañana” puede ser ayer, el mes pasado, hace diez años. ¿Les parece que uno puede permanecer indiferente ante semejante incertidumbre? ¿Y si no pudieron remover el huevo a tiempo y la chica se murió ahogada? ¿Y si el huevo era un huevo de furhan, esos ovíparos reptiformes de Gulguta? ¿Y si el huevo alcanzó el punto de ruptura dentro del sistema digestivo de la chica, se rompió la cáscara y el pequeño furhan trató de salir al exterior usando sus uñas como dagas de ocho centímetros? ¿Y si ese es el método que han ideado los de Gulguta para invadir la Tierra? ¿Eh?

Acerca de los autores:

domingo, 20 de marzo de 2016

Hermafroditas de Betelgeuse 7-22 – Héctor Ranea, Javier López & Sergio Gaut vel Hartman

 

—Me temo que usted se está transformando en un terrorista, Markel.
—No; asesino, más bien, mi querido Rafel. Con métodos extremos, sí. Como lo que ocurrió en Betelgeuse 7-22.
—¿Verdad que fue una masacre? —se angustió Rafel.
—Es que los cuentos me explotan en los dedos. Soy un asesino literal —se confesó Markel.
—Desintegra todo. Ni letras quedan.
—Soy un desastre. Incluso, mirándolo bien, este cuento está condenado.
—¡Ay! No sea así. Al menos amémonos antes de que todo explote.
—Creo que tenemos unos segundos antes de que ocurra, lo que a escala cósmica es una eternidad.
—Pero determinemos qué sexo nos toca esta vez. ¿Lo hacemos por sorteo o licitación?
—Espere, espere, que no he traído la moneda de cinco caras.
—Tiremos un dado.
—Sobraría una cara.
—Dejemos que el más puro azar decida.
—Está bien. Si ese meteorito —señaló a una altura de unos setenta grados—, que parece dirigirse a toda velocidad hacia nosotros, no nos impacta, te cabalgaré como una amazona desbocada mientras tarareas La Cabalgata de las Valkirias.
—¿Y si impacta?
—Entonces la cagamos, idio…
No tuvo tiempo para pronunciar el insulto. El meteorito impactó. Y entre los dedos de Rafel, también explotó este cuento.

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Derecho a saber - Laura Olivera, María Brandt & Koller


“Usted no se da cuenta, pero yo le estoy haciendo un favor. Tómese un minuto para pensarlo: ¿por qué habría yo de presionarlo a tomar semejante decisión? Yo no tengo nada que ganar; tampoco nada que perder. Me limito a hacerle llegar estos tristes hechos porque usted está directamente involucrado y porque creo que tiene derecho a saber. La historia (su historia) juzgará si fue acertado escribirle esta carta. Ahora bien, también es cierto que todo tiene su precio…”
Frené la lectura de inmediato. Me temblaban las manos, el corazón me rompía el pecho. Sentí que mi vida estaba a punto de cambiar para siempre. Debía decidir ahora, si seguía leyendo o tiraba la carta a la basura. ¿Y encima hay un precio? ¿Y mi precio? ¿Y si me entero de algo que no puedo soportar? Tenía que elegir entre la comodidad que me ofrecía la cobardía, o el dolor que trae la luz del saber.
Prendí la hornalla. Y acerqué la ingrata carta. Era agradable ver como ardía. Después quemé las otras cartas de la empresa, y las facturas impagas y después el resumen del banco y los imanes. Era un poco gracioso como se retorcían al quemarse.
Un soberbio espectáculo el fuego.
¿Sabe?, yo soñaba siempre con incendios, de chico quería ser bombero. Con ese hermoso uniforme que usted tiene, soñaba y con salvar vidas. Porque lo importante, es la Vida, oficial. Lo importante es la Vida.

Acerca de los autores:

La casa de huéspedes – Ana María Caillet Bois, Raquel Sequeiro & Claudia Isabel Lonfat


Ana era una mujer infeliz debido a que, por razones económicas, debía albergar en su casa con una variada fauna de pensionistas. Algunos le caían bien y otros le parecían absolutamente indignos de confianza, lo que permitía suponer que tarde o temprano ocurriría algún hecho funesto. Por eso no se sorprendió cuando a principios de mayo una chica cuyo nombre ignoraba apareció muerta en la cocina, degollada en medio de un charco oscuro y pegajoso de sangre que teñía los innumerables tatuajes de su cuerpo, como si fueran el mapa de una vida oscura. También tenía una marca de color naranja en la cintura, aparentemente hecha con un sello entintado. Ana salió corriendo detrás de Albert, que intentaba huir por la ventana; rápidamente lo alcanzó, lo ató a la manija de la puerta con el cable del teléfono y llamó a la policía. Albert, que no parecía capaz de matar a una mosca, un sujeto al que Ana apenas recordaba, era el asesino.

Los investigadores encontraron la misma marca de en la cintura de varias mujeres asesinadas en los últimos años: una amapola anaranjada. Nadie pudo relacionar esos crímenes con el pasado de Albert, ya que el hombre había perdido la memoria tras un trágico accidente automovilístico en el que murió toda su familia. Y mucho menos descubrir que en el parabrisas del camión tanque que embistió al Volkswagen de Albert, había una bonita calcomanía de una amapola anaranjada.

Acerca de las autoras:

miércoles, 16 de marzo de 2016

Incursión - Sergio Gaut vel Hartman, Alejandro Bentivoglio & Raquel Sequeiro



—Encontré la puerta al infierno —dijo Burton.
—¿Dónde estaba?
—En el jardín de infantes.
—¿Estaba cerrada?
—No me fijé, había mucho pegote. Tenía dulce en el picaporte, mucho polvo de galletitas, plastilina. La habían marcado con crayones.
—¿Símbolos satánicos?
—Algo sobre ese dinosaurio violeta, el de la televisión. Y algo sobre Bob Esponja, estaba en latín, no pude entender mucho. Hay desapariciones —divagó Burton—. Y roturas de nariz, magulladuras y algún golpe; lo saben bien los de la Policía Científica. Pude leer incrustada la frase “Infierno de Nada”, bastante borrosa y embadurnada de azúcar rosa.
—Vamos a entrar para hacer una limpieza —dijo O’Neill, rememorando la última vez que entró en el infierno con la escolopendra gigante—; creo que al jefe no va a gustarle si dejamos todo como está.

Entraron. En aquel lugar había cientos de caballitos de madera, dispuestos a arder. El niño de ojos blancos protestó: volverían a pinchar sus preciosos juguetes. Los niños de ojos rojos, a su vez, empezaron a chillar a todo pulmón: querían ir al parque de juegos, comer helados, recibir muñecos de superhéroes. Los niños de ojos color violeta, en cambio, que eran solo tres, las cabezas directrices de aquel pandemonio, ordenaron cargar sobre los intrusos. Pero no lo hicieron con sus diminutos cuerpos de niños, que no hubieran resultado efectivos, sino con la energía de su poder telépático. De Burton y O’Neill no quedaron ni las cenizas.

Acerca de los autores:

El perro - Félix Díaz, Antonio J. Cebrián & Javier López


Había una vez un perro. Su dueño lo tenía medio muerto de hambre, pues apenas le daba qué comer. El pobre perro estaba en los huesos y solo soñaba con comida y más comida. Un día, se le apareció el hada canina.
—¿Qué deseas? —preguntó.
El perro pensó que el hada era tonta, pero no dijo nada.
—Comida, mucha comida —fue lo que dijo.
Y el hada transformó a su dueño en comida. El perro comió hasta hartarse. Y durmió. Aquel atracón se le hizo indigesto, y pronto comenzó a tener pesadillas en las que su dueño lo apaleaba por su mala acción. Despertó violentamente y siguió el rastro del hada como si en ello le fuera la vida.
—¿Qué deseas ahora? —preguntó ella.
—Que me devuelvas a mi dueño y hagas que me alimente como necesito —respondió en su lenguaje perruno solo comprensible para las hadas. Ella lo hizo. Su dueño apareció y él notó su estómago nuevamente vacío.
—¿Y el alimento? —protestó el perro.
—Has dicho que te alimente como necesitas. Puesto que no pareces demasiado listo, lo mejor será que no comas nada; el hambre agudiza el ingenio.

El perro, indignado, saltó sobre ella y se la comió. Como el hada era inmortal, cada vez que la digería, volvía a aparecer en su estómago. Desde entonces se rumorea que hay un perro que nunca come. Solo bebe agua, bosteza y duerme a pierna suelta todo el día.

Acerca de los autores:

Fotógrafo criminal - Ada Inés Lerner, Alberto Jaumot de Zuloaga & Erath Juárez Hernández


Ángeles, la novia de Diatchenko, presentó una denuncia ante el Juez acusando a este de haber cometido un crimen mientras ella estaba de vacaciones. Su relación sentimental terminó hace meses, pero Diatchenko se negó a abandonar la casa que compartían. De acuerdo a lo que consta en actas Ángeles lo acusa de crueldad animal y amenazas. A saber: que él mató y luego despellejó a la mascota, la coció lentamente y se comió la mitad. Sacó fotos de todo el proceso y se las mostró al juez. Este las miró horrorizado, en ellas se veía la atrocidad; desde que el pobre animalito yacía muerto en el suelo manchado de sangre hasta que no se le podía distinguir de un pedazo de ternera; pero no se veía a nadie, y por lo que salía en la imagen, bien podía haber sido cualquiera. Entonces entró Diatchenko, acusándola a ella de la atrocidad. Las fuerzas de la ley los miraron a ambos; era la palabra de uno contra el otro. El juez aceptó las pruebas presentadas por Ángeles, su coartada era más convincente. Ella había estado a cientos de kilómetros mientras Diatchenko se encontraba en el lugar, de acuerdo a testigos presenciales. Diatchenko, nunca aceptó la culpabilidad. Sabía que el error había sido conocerla, que si hubiera sabido que era celosa, no la hubiera hecho su novia. No la hubiera engañado de saber que se comería al perro y que lo obligaría a sacarle fotos mientras lo devoraba.

Acerca de los autores:


Las ranas - Coralito Calvi, Diana Bracamonte & María Brandt


Había tres casillas en toda la manzana; el barro y el frío eran moneda corriente. Los dos eran jóvenes y tenían un bebé. Él no quería trabajar bajo patrón, pero era industrioso y manso. Estaba cavando el pozo para las aguas servidas y llovió dos semanas, así que se detuvo. Cuando dejó de llover se había llenado de ranas, a las que inmediatamente vio como alimento, que siempre escaseaba. Bajó el metro y medio con una bolsa, se hincó con el barro hasta los tobillos y comenzó a ponerlas en el saco, afirmó la escalera y salió. Entró a la casilla y buscó un balde; las tiró dentro. Su mujer se acercó:
—Habrá que ponerles agua hasta saber qué hacer. —Las miraba con recelo. Y él, muy perspicaz, se dio cuenta: 
—¿Qué pasa Juana? 
—No sé si me animo a cocinarlas y comerlas…
—Tomalo como un regalo del barba. 
—Ta bien. Las hago después de la leche del Julito.
 “¿Se acuerda dios de los pobres? En vez de estos bichos, nos podría mandar unos ravioles con pollo, bien sabrosos” murmura, mientras le echa agua a las ranas, y tapa el balde, para que no huyan. La Juana sueña con un mantel, unas copas de vidrio, de las finas, y un pan recién sacado del horno. El crío, dormido, sueña en colores. ¿Y las ranas? Las ranas croan o rezan.

Acerca de las autoras:
María Brandt

El percance del teniente Ramos - Daniel Alcoba, Patricio Bazán & Héctor Ranea



Al teniente de la US-Navy, Georges Ramos Heredía, miembro de la fuerza de intervención rápida de la OTAN en la guerra de Egipto, al final del primer cuarto del siglo XXI acababan de asignarle una aeronave Phantom Fire de desembarco, muda e invisible. Tras estrenarse en los arrabales de El Cairo, intentando vaciar la vejiga urgente, un speedy lagarto le arrancó la genitalidad de un mordisco tan pronto como la sacó de la bragueta; expuso al aire ardiente del desierto su muñón sangriento como gesto de desafío y se propuso recuperar su virilidad a cualquier precio, al grito de “¡Vení para acá, lagarto!”.
La Luna iluminó las dos siluetas que seguían corriendo, sin saber quién perseguía a quién. Dos soles y tres lunas más tarde, Ramos recuperó lo que quedaba de su apéndice, más preocupado por la mengua en su imagen castrense que por la reinserción quirúrgica. Se lamentaba imaginando qué cara pondrían sus superiores, y qué dirían sus subordinados. En un bar de la calle Al-Azhar le indicaron un pasadizo por el que accedía a la universidad abandonada, donde un cirujano de aspecto poco confiable le aseguró éxito. A él se entregó. Satisfecho con el resultado, Ramos siguió orgulloso bombardeando a diestra y siniestra, pero cada vez que apretaba los gatillos de sus armas, del pene la voz del cirujano le conminaba a dejar de hacerlo. Se convirtió en mercader de cardamomo junto al viejo cirujano Maimonides, el grande.

Acerca de los autores:


Bolita – Laura Olivera, Köller & Claudia Isabel Lonfat


Cada tarde, siempre que hubiera sol, Augusto se embutía en su traje de colores y se pintaba la cara de blanco, la nariz de rojo, los ojos de azul. En un parque cualquiera, desplegaba una manta pequeña y se sentaba a tocar la corneta. Así, cada tarde, Augusto se transformaba en Bolita, el payaso. Con una sonrisa cándida, Bolita repartía globos a los niños y danzaba para ellos con torpeza y dulzura; entonces conseguía olvidar su horrible pena de amor.
Desde muy pequeño recuerdo con melancolía la tristeza en la mirada de los payasos, ¿Qué será lo que hay detrás de esas sonrisas dibujadas con lápiz labial?, solía preguntarme cuando mi viejo me llevaba al circo. Quizá sea una de las primeras paradojas que tuve que enfrentar. Ahora que ya soy un hombre, parado frente al espejo mientras observo los tajos que la vida le ha dejado a mi alma, recuerdo la mirada de Bolita y su trompeta ajada. Y también me pregunto por qué habiendo tantos nombres, elegí justamente el de ese payaso lamentable, con su pena de amor.
Siempre supe que la novia de Bolita lo dejó porque él era alcohólico y le gustaba manosear chicos, solo que no lo quise ver, los chicos no pueden ver esas cosas porque no está bien, los chicos son inocentes, son puros. —¿Entendiste Bolita? No me toques… no me toques.

Acerca de los autores:
Claudia Isabel Lonfat
Laura Olivera
Köller

domingo, 13 de marzo de 2016

Cataclismo en la sala azul – João Ventura, Daniel Frini & Sergio Gaut vel Hartman




El círculo de piedra osciló un momento y luego se rompió, cayendo sobre los representantes de la mayoría de los mundos habitados de la Galaxia. Una onda expansiva, formando discos concéntricos, se desplazó maciza y grave hasta la voz que no había dejado de arrullar y zurear, ajena a toda la conmoción e indiferente a la muerte de cientos de criaturas de las más variadas especies. El rojo crepúsculo de O’entia, el planeta en el que se realizaba el evento, fue testigo mudo de lo sucedido.
Cuando llegaron los Reconstructores, su diagnóstico fue unánime: la galaxia había llegado a un punto de emergencia, donde la concentración de especies inteligentes había propiciado la aparición de una Consciencia Cósmica. Desafortunadamente —hay registros de situaciones similares— cuando ocurre esa transición suelen producirse daños colaterales. En este caso, la nueva consciencia era una esfera que fluctuaba sobre las ruinas, pulsando colores que oscilaban entre el índigo y el rojo.
La inmensa Sala Azul del Concilio había desaparecido, y la esfera fluctuante emitía un zumbido profundo. Los Reconstructores escucharon la Voz en sus mentes.
«Yo soy y yo decido. El bienestar tiene un alto costo y mi angustia es enorme. No lo soporto y decido apagarme».
En un mundo muy lejano, el hombre miraba por su telescopio, lo que le permitía contemplar lo ocurrido millones de años en el pasado. Apenas si notó que una luz se apagaba en su campo de visión.

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Caído del cielo - Luciano Doti, Félix Díaz & Patricio G. Bazán


Era de noche y me encontraba mirando al cielo, cuando un objeto luminoso cayó un poco más allá de donde yo estaba. Los perros ladraron y una atmósfera enrarecida impregnó el aire del lugar. Podía oler el temor que nacía en mí, pero la intriga se impuso al miedo y me dirigí junto a mis canes hacia ese lugar en el cual se precipitara el objeto. A medida que nos acercábamos, un zumbido se iba haciendo cada vez más audible.
Vi una casa semiderruida. Entre los restos del techo asomaba un objeto metálico y brillante, de color azul. Era grande, como un vagón de ferrocarril, pero cilíndrico.
Varias esferas del tamaño de balones de playa flotaban por todas partes, zumbando.
Me quedé inmovilizado, incapaz de mover ni una pestaña. Vi que una de las esferas se acercaba y me bañaba con su luz azulada.
Oí una voz en mi cabeza. Me hacía una pregunta: "¿Está cerca el gastródromo?".
“Dos kilómetros al norte…” contesté maquinalmente.
“Gracias”, dijo la esfera, y se reunió con sus pares. El grupo comenzó a parpadear nerviosamente, sin duda deliberando.
Observé mi restaurant, vacío, arruinado por aquel maldito gastródromo. Seguía aquel cónclave geométrico, cuando tuve una súbita inspiración.
“¿Un entremés para el camino?”, pregunté cortésmente, señalando el oscuro local. Las hambrientas esferas entraron, cándidamente.
Una semana después, mi negocio desborda de clientes. ¡Funcionó la idea! “Cena con Show de Luces, $200”.
—Gastródromo, en tu cara —murmuré sonriendo.

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Las cosas del amor – Alejandro Bentivoglio, José Luis Velarde & Ada Inés Lerner


Mi mujer me dice que no tenemos una buena relación. Yo no sé. Es cierto que ya quiso apuñalarme un par de veces. Y que yo le corté los frenos de su automóvil. Pero en el fondo creo que esa es nuestra forma de querernos. La pasión funciona de maneras particulares, no sé si podemos encasillar lo que nos pasa de alguna manera que sea comprendida por todos. ¿Qué es el amor sin necesidad de atornillarle una bomba a la cama? Alguna vez me pregunté qué pasaría si mi mujer consigue matarme primero. No me atrevo a interrogarla. Temo reforzar sus empeños asesinos. Hasta hoy me basta sentirme inseguro, frágil. Me divierte entrar a la ducha sin saber si hay un cable conectado a la electricidad. Disfruto los platillos que prepara ignorando si mis antídotos anularán el veneno elegido. Me aterra descubrirla despierta en la madrugada negándose a tocarme. Dice que se sintió morir la última vez que compartimos orgasmos.
De vez en cuando la aplasto contra la pared.
—¿Terminaste? —suele preguntar indiferente.
Recibo apoyo psicológico.
—Es el espectáculo del duelo, en el sentido del existencialismo, no en el belicoso. Debido al carácter erótico y rudo del asunto es normal manifestar desesperación y melancolía. 
—Pero yo le hago el amor —le contesto afligido a la doctora—. Deseo reconciliarnos. ¿Qué culpa tengo de no matarla como demanda su instinto sexual? La dejo viva y la muy maldita mata mi ego sin pensar en mí. 

Acerca de los autores:
Ada Inés Lerner
José Luis Velarde
Alejandro Bentivoglio

martes, 8 de marzo de 2016

El faraón americano - Omar Chapi, Claudia Isabel Lonfat & Sergio Gaut vel Hartman


Volvió a ingresar en la bóveda; había hecho eso cientos de veces, pero quería asegurar el éxito de su descubrimiento y no escatimaba esfuerzos. Era de noche y sus colaboradores, los arqueólogos y trabajadores de pico y pala, se habían retirado a sus hogares. Había total silencio. Bajó las escaleras de fino mármol que llevaban a la cámara principal. Allí, en el centro de la estancia, en un ataúd de oro puro, yacía en postura sobria el soberano ahora convertido en momia. A su alrededor estaban sus veinte esposas, quienes exhibían un desgarrador rigor mortem, poniendo en evidencia que habían sido enterradas vivas. La conclusión de que aquel pueblo tenía costumbres funerarias espantosas era redundante. Se movía con cuidado, tratando de no dañar la evidencia de su descubrimiento, cuando escuchó el ruido de unos pasos que venían de la recámara contigua, donde los esclavos presentaban una condición parecida a la de las mujeres. Sacó el arma de la cartuchera y entró al túnel que comunicaba las dos recámaras. Avanzó despacio, pegado a la pared. La tenue luz con la que se alumbraba el lugar no le permitía ver muy lejos, pero sabía que quien quiera que estuviera ahí, no debía tener muy buenas intenciones. Sintió que su corazón palpitaba demasiado rápido y le temblaron las manos. Un sudor frío le perlaba la frente y empezó a caerle por los costados, dentro de los ojos, provocándole un fuerte ardor, lo que sumado a la escasa luz, esmerilaba la escena de tal modo que no podía ver casi nada. Tenía el oído entrenado de tanto andar por el desierto, años buscando pedazos de historia que completaran la ya conocida, que a veces no cerraba del todo. Ahora, con este hallazgo, reflexionó, no era capaz de enumerar las hipótesis que se vendrían abajo con estrepito. Solo eso lo asustaba; no quería que su trabajo fuera afectado por ese algo o alguien que trataba de moverse en secreto, sin ser percibido. No obstante y a fin de cuentas, aquello era válido para cualquier otro, pero no para él…
Dio un rodeo, eludiendo la cámara principal. Era el único que conocía el último hallazgo: el túnel que comunicaba ambos recintos con un depósito en el que debían haber guardado los elementos de la momificación mientras los especialistas trabajaban, hacía ya cinco mil años. 
Por eso mismo no estaba preparado para lo que siguió a continuación. Una voz profunda, como compuesta por miasmas y relámpagos, se dirigió a él en su propio idioma, aunque era obvio que no se trataba de una voz humana.
—No nos gustan los intrusos, forastero.
—¿Quién? ¿De dónde...? —Giró sobre sí mismo, tratando de identificar el origen de aquellas palabras de amenaza, pero no vio a nadie. Sin embargo, hubo una segunda frase, aún más lapidaria.
—Ciertos secretos deben seguir siéndolo. —Y sin mediar explicación alguna, el techo de la bóveda se desplomó sobre el infortunado intruso.

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Buscado – Rolando José di Lorenzo, Ada Inés Lerner & Carlos Enrique Saldívar


El hombre amaneció tenso, sabiendo que el pasado lo esperaba detrás de la puerta, lo espiaba por las rendijas de la persiana. Ella era el pasado, ella y él, el traidor, su viejo amigo. Había actuado despiadadamente, se había vengado, y ahora esperaba las consecuencias. Pero había decidido no hacerla fácil para ninguno, lucharía hasta el final. 
Los monstruosos vigilantes y centinelas de la noche lo buscaban, olfateando el aire, moviendo sus ojos de fuego. Seres malvados, que hacían su aparición como espíritus malignos que pasean libremente por el mundo. La luz que veía en la pared más lejana, atormentándolo, le hacía pensar que eran las almas en pena de sus crímenes, que no lograban llegar al más allá; eso lo hacía sudar, empalidecer. 
Una vez escuchó pasos en la habitación; no había un farol, nada tenía para alumbrar, él estaba tapado con las sabanas, la casa quedaba oscura y alguien lo miraba muy de cerca. 
Esta vez no pudo soportarlo, se levantó, buscó en su mesa de noche, sacó la pistola y colocó las balas. Estaban cerca, ¿habrían entrado por el techo, por alguna ventana? ¿O aún no penetraban? No los esperaría, iría por ellos, ya los había vencido una vez. 
Abre la puerta, apunta con el revólver a la noche. Los reencarnados se abalanzan contra él; su ex amigo, un perro enorme, le muerde el cuello con fiereza; ella, un cuervo, le hunde el pico en los ojos.

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Un tal Figueroa - Marcelo Sosa, Ana María Caillet Bois & Ana Lía Serrano


La desgracia se abatió sobre Figueroa en Entre Ríos cuando en una riña mató a un hombre que era pariente del juez de paz. La policía lo persiguió por toda la pampa húmeda sin darle tregua. Figueroa era un gaucho con cacumen. En su afán de interferir en la comunicación entre sus captores, cortó los cables del telégrafo presenciando con atónita sorpresa como caían, una detrás de la otra, grandes letras negras que formaban la frase: DETENGAN A JOSÉ FIGUEROA.
Quedó atónito ante la demostración de poder del juez, estaba seguro que algo tenía que ver, pero, que de los cables del telégrafo cayeran letras con su nombre era demasiado. No se iba achicar, ya les demostraría quién era él y que equivocados estaban. Cuando sintió que la poli ya le pisaba los talones comenzó un raro baile con su caballo con herraduras nuevas y grabó en el medio de la autopista: JOSE FIGUEROA ES INOCENTE.
Era necesario probar lo escrito, así que Figueroa se dedicó a buscar a todos los que habían presenciado el incidente; el Braulio, fácil de encontrar, no recordaba nada, ocupado como estaba en franelear con la dueña del boliche. A Barbieris lo encontró en clase de yoga, dijo durante la pelea estaba en estado Alpha. Así anduvo contactando a uno por uno al tiempo que huía del juez. Finalmente encontró a Ricardo Canaleti quien pudo testificar y demostrar, con sus muñecos, la inocencia de José Figueroa.

Acerca de los autores:
Marcelo Sosa
Ana María Caillet Bois
Ana Lía Serrano

lunes, 29 de febrero de 2016

El fantasma que tenía miedo de los vivos - Félix Díaz, Omar Chapi & Sergio Gaut vel Hartman


Kasp era un fantasma. Hacía miles de años que había muerto. Pero no era un fantasma que se dedicara a meter miedo a la gente. No podía hacerlo porque le temía a los vivos. Era un tema imposible para él. Bastaba con que se acercara una persona viva para que Kasp saliera gritando. Lo curioso del caso era que los gritos de Kasp, a su vez, asustaban a los vivos. 
El fantasma de marras vivía en un castillo con otros cientos de fantasmas. Algunos eran sus familiares, muertos durante una guerra (Kasp había olvidado los detalles). Sus hermanos, por ejemplo, se reían de él porque le tenía miedo a los vivos.
—Somos nosotros los que damos miedo a los vivos, no al revés, Kasp —le decían, entre risotadas tenebrosas. Risas de fantasma, claro está.
Pero Kasp no podía evitarlo. Se acercaba con sus hermanos a ver un visitante esporádico (el castillo llevaba siglos abandonado) y cuando se aparecían ante el visitante, Kasp no podía resistir la visión del vivo y salía gritando.
Claro está, ante los gritos de Kasp el humano se asustaba, y los hermanos de Kasp no podían hacer otra cosa que intervenir para ecentuar el miedo del extraño.
Por eso, lo más frecuente era que los familiares de Kasp no contaran con él para hacer sus perrerías. Ni ningún otro fantasma.
—Kasp nos estropea la sorpresa —solían decir.  
Pero Kasp estaba dispuesto a cambiar esa realidad. Según él, “fantasma no era sinónimo de miedo”; podía ser un fantasma amigable, solo debía vencer ese terrible miedo a los vivos, y tenía un plan. 
Aquel día, empezó su jornada temprano; cuando los demás se levantaron de sus ataúdes, él ya se había lavado los dientes, lo que hacía que su sonrisa se viera más reluciente. Flotó por el castillo, tarareando una canción de “The Rolling Stones”, que no pasaba de moda. Todos los fantasmas del castillo que lo escucharon se escabullían aturdidos por aquel ritmo. Kasp, se quedó solo; pero había deseado tanto la soledad que ahora, que por fin todos se habían ido, no sabía qué hacer. Empezó a sentirse aburrido, incluso extrañaba a aquellos que lo humillaban por su fobia a los vivos. Puede parecer paradójico, pero sin ellos el castillo le parecía tétrico, por demás vacío. 
Cerca del mediodía llegó al lugar una familia de turistas norteamericanos. Embelesados por los cientos o quizá, miles de historias de fantasmas que habían escuchado, se internaron en los pasillos tomando fotos de todo lo que les parecía curioso. Era evidente que, al igual que los demás visitantes del castillo, buscaban una historia tétrica que contar a sus conocidos en sus aburridas reuniones de amigos. 
Kasp dejó de tararear a los Stones en busca de la normalidad a la que estaba acostumbrado. Uno a uno, los cientos de fantasmas empezaron a volver al castillo profiriendo esos insultos a los que Kasp ya estaba acostumbrado. 
En ese mismo momento, una niña que parecía haber escuchado su tararear se dirigió inesperadamente hacia la torre en la que los guerreros lo habían asesinado a Kasp y a toda su familia.
—¡Niña! —exclamó el fantasma—. ¡No subas a esa torre!
Sorprendiendo a Kasp, la niña giró sobre sí misma y lo encaró.
—Puedo verte —dijo—; y oírte. Sé que le temes a los humanos y puedo ayudarte a perder el miedo.
—¡Imposible! —murmuró Kasp—; llevo siglos, milenios arrastrando esta condena. —Un coro de voces fantasmales y burlonas coreó la afirmación. Pero la niña, lejos de inmutarse, abarcó con la mirada a la banda que rodeaba a Kasp, y con voz firme aseguró:
—Ustedes, en vez de burlarse de él deberían ayudarlo para que pueda superar el trauma que le produjo la masacre. Teme a los humanos por lo que le hicieron, por lo que le hicieron a todos ustedes, aunque no es nada que no pueda solucionarse con una buena terapia. —Luego, dirigiéndose a Kasp, le prometió—: estudiaré psicología humana y espectral, y cuando sea una buena terapeuta, regresaré para ayudarte.

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El incidente — Patricio Bazan, Ada Inés Lerner & Luciano Doti


Ya se advertían las primeras luces de las lunas del planeta al que arribamos. Descendimos de las naves y nos fuimos instalando, cada familia en una carpa. Hombres y mujeres solos en otras, y los coordinadores de a dos. Cristina y yo estábamos muy cansadas y nos dormimos enseguida. A la mañana me enteré que Julio entró en nuestra carpa.
—Chicas, somos cuatro, ¿hacemos una partuza?
—Le tiré una bota tuya en la cara, ya lo vas a ver —me contó Cristina.
Salimos de la carpa y todo lucía en orden. Algunos miembros del grupo ya estaban levantados. No así Julio, que no aparecía en esa primera inspección ocular que realizábamos. Eso del turismo interplanetario tiene cierto tono bizarro. Por un lado hay gente que hace el viaje para conocer planetas exóticos, maravillarse con los paisajes, con una noche de dos lunas; por otro están los turistas clásicos, que buscan beber tragos y divertirse como si estuvieran en la Tierra.
Los coordinadores buscaron a Julio sin éxito: terminaron avisando a las autoridades locales. Nosotras, en cambio, disfrutamos bastante de su ausencia.
Corrían rumores acerca de los peligros de mezclarse con la fauna local, en especial durante la noche, pero eran sólo eso: rumores. Nos reímos de ellos hasta que una noche volvió Julio.
Asomó una cabeza por la carpa. Luego otra, y otras dos más. Entonces, aquella cosa multiforme comenzó a gritar:
—Chicas, somos cuatro: ¡hagamos una partuza!


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El Cuasieco de la ventana de Oriente - Daniel Alcoba, Sebastián Fontanarrosa & Claudia Isabel Lonfat


En diciembre de 2055 llegó al aeropuerto de Barcelona un zepelín fotónico del ejército sirio del aire. Por la puerta de honor descendieron el jeque Qobb al-Din y su cuasieco bioingenieril, mezcla de dromedario, caballo y jirafa. El heredero del incalifato de Tahuantinsuniyya lo llevaba de la rienda como fuese un caniche. En la segunda mitad del siglo XXI la ciudad de Barcelona se había convertido en sociedad anónima comercial industrial cuyo capital accionario estaba en manos de la Federación de Mandarinatos Chinos y Cochinchinos.
Abriéndose paso entre la marabunta de sulkis y bicicletas del Passeig de Gracia, la extravagancia de ambos atraía las miradas. Inmerso en una atmósfera que olía a opio y sonaba a jerga crispante catalán-china de los mercaderes, jeque y cuasieco llegaron a la mezquita caminando. Le entregaron la fórmula secreta que iba a terminar con la hegemonía económica oriental: los codex genéticos de la semilla transgénica original de la amapola marciana.

Guardias civiles de Terracota lo cercaron. Al jeque le quedaban pocas opciones ante el riesgo de ser atrapado: debía destruir las pruebas. Él se tragó los codex, el cuasieco se comió con deleite la amapola marciana. Justo entonces los chupó el teletren del zepelín fotónico. Al comenzar la requisa de códex, y ante la sorpresa general, el cuasieco se conectó con la computadora central, y en segundos, todos los medios de transporte se convirtieron en cuasiecos virtuales, devoradores de chinos.

Acerca de los autores:

jueves, 25 de febrero de 2016

Birreal – Javier López, Sergio Gaut vel Hartman & Raquel Sequeiro


Mientras contemplaba a la nuliana, Xictter advirtió que la alienígena iniciaba la serie de movimientos que culminarían con el asesinato del hombre del puesto de comidas rápidas de plaza Burmeister. Y él, como profesional, no podía aceptar que aficionados que ni siquiera eran humanos, usurparan su lugar en el mundo. Por fortuna recordó a tiempo que no es posible matar a una nuliana con un arma convencional, ya que son seres que viven en dos universos al mismo tiempo, con una diferencia de una microcentésima, y solo buenos tiradores podían alcanzar el cuerpo de la alienígena en el precioso instante de la eclosión en paralelo, cuando adquiere su forma real de nuliano perfecto. Los nulianos solo podían quedar en ese plano interdimensional unos instantes que, para ellos, eran vitales. Xictter rebuscó en los bolsillos. Entonces se produjo el primer parpadeo, la cara del tipo estalló sobre el mostrador y la gente comenzó a gritar y a desbandarse. La alienígena demostró que iba en serio y Xictter ensayó un plan alternativo.
—Hagámonos un selfie —propuso.
Telepáticamente ella preguntó algo traducible como ¿qué ser selfie?
Xictter sincronizó todo, de forma que la fulminó con el disparo de la cámara, que no solo sacaba fotos. Inmediatamente la doble recibió la instantánea mediante la app de comunicación con universos paralelos. Tal como Xictter había planificado, murió de envidia. Su proyección, maquillada y vestida como las chicas de la Tierra, mejoraba mucho su asquerosa apariencia.

Carnaval sangriento – Ana Lía Serrano, Köller & Patricio G. Bazán



“La fiesta carnestolenda”, dice la locutora, y siento que me atraviesan puñales por todo el cuerpo. Debo enfocarme, no estoy acá para convertirme en purista del idioma. El sonido está demasiado fuerte, casi no me permite concentrarme; además, mis ojos están cansados de mirar las máscaras del carnaval. Los rostros de la muchedumbre no me dicen nada, aunque los miro también; tengo que resolver este problema agobiante y absurdo, no puedo permitir que muera otra persona más durante el corso.
Pero ¿cómo evitarlo? Imposible saber quién de todos ellos es el asesino y cuál será su víctima. ¡Todos tienen el mismo rostro! Tengo que elegir a uno, o a lo sumo dos sospechosos y concentrarme en sus movimientos. Más no puedo hacer. Subo a la tribuna y me ubico en el escalón más alto para observar a la multitud; no sería lógico que el asesino esté muy cerca. Hay un sospechoso a unos cincuenta metros: su disfraz de dominó, en lugar de ocultarlo, lo revela.
Blanco y negro. Detrás del antifaz, ojos de daga filosa. Lo tomo de la capucha con una mano, con la otra golpeo secamente su laringe. En el forcejeo caemos bajo la tribuna; todos están demasiado ocupados en divertirse para presenciar mi silente ejecución. Blanco, negro y rojo.
Lavo cuidadosamente mis ropas, elimino todo rastro de sangre de mi navaja antes de guardarla, pero no puedo lavar mi alma criminal.
El carnaval saca lo peor de mí.


Acerca de los autores:
Köller
Patricio G. Bazán
Ana Lía Serrano