miércoles, 30 de septiembre de 2015

La vidente - Cristina Chiesa, Adriana Alarco de Zadra & Liliana Aguilar Orantes


Tengo algo roto dentro de mí, algo muy profundo. No logro identificar qué es, y a veces no quiero saberlo, me da miedo, porque ya he hurgado demasiado dentro de mí. Me acuerdo que siempre veía cosas raras en la gente, como mirar dentro de los ojos y ver cosas, no me gustaba eso. ¿Por qué no podía ser como las otras niñas y jugar, nomás? Igual ahora, evito mirar a la gente a los ojos, lo hago consciente, para no ver, pero hoy me topé con otros ojos que me atraparon y no pude despegarlos. Es tan extraño que no pueda leer su mente y tengo el presentimiento de que sabe lo que pienso. Pongo la mente en blanco pero no puedo alejar mis ojos de los suyos. Trato de hurgar en su pensamiento y recibo relámpagos de risas alocadas y furias reprimidas. Se va acercando hacia mí y no puedo moverme. Quisiera huir de ese ser que me confunde e hipnotiza pero el deseo es más fuerte. Entrecierro los ojos, entregada. Espero su boca que intuyo ávida, de fuego… ya… ahora… Otra risa perturba ese momento único. Otra furia incontrolable pone su mano sellando los labios y de un envión hace que caiga sobre mis propios despojos. Él parte hacia algún lugar lejano... nunca más. Mis ojos quedan ciegos, siempre. Tengo algo roto dentro de mí. Algo muy profundo. Ahora sé su nombre, pero ya no importa. 

Los relojes miau miau - Mariángeles Abelli Bonardi, Diego Alejandro Majluff & Julia Pateiro


La señora M. mantenía el mismo hobby que su marido tuviera en vida: la colección de relojes cucú. Y su mascota, el gato Silvestre, acechaba constantemente con entrar al salón de la colección. La viuda tenía el cuidado de mantener cerrada la puerta, pero el gato, que era muy hábil en el ejercicio de las mañas, sabía que en cierto momento del día los relojes cucú sonaban doce veces y había observado que entonces, la anciana tenía el hábito diario de ir a darles cuerda. 
Se acercaba otro mediodía. La mujer se ocupaba en preparar el almuerzo, y el gato fingía dormir. Los relojes sonaron. Cuando la señora M. les daba cuerda, un estruendo de cacerolas y un maullido estremecedor la sorprendieron desde la cocina. Alarmada y con apuro por saber qué había pasado, abandonó el recinto pero olvidó cerrar la puerta. Silvestre había conseguido su oportunidad para escabullirse. Con pasos de seda, relamiéndose de antemano, se acercó a la repisa que exhibía los relojes y saltó sobre ellos. 
La señora M. terminó de ordenar la cocina. Al notar la ausencia del gato, entendió por qué no se oía el habitual coro de cucúes. Despavorida, corrió al salón: había martillitos en el suelo y, en cada reloj, un diminuto Silvestre ocupaba el lugar que fuera del ave.  A lo lejos, por la ventana abierta, una bandada saboreaba la libertad. 

Acerca de los autores:
Julia Pateiro

Culpable - Omar Chapi, Antonio J. Cebrián & Laura Olivera


Volví en la noche y la encontré desnuda al filo de la cama. Abrigaba la esperanza de que al sentirse sola, por fin se hubiera ido, pero no. Me invadió una extraña sensación de culpa, me amaba, y no debí dejarla sola en aquel departamento, con todas esas historias de fantasmas flotando en el ambiente. De pronto, descubrí algo extraño en ella, me acerqué de prisa y toqué su rostro, estaba fría; por primera vez, su cuerpo rígido me devolvió una mirada indiferente, desprovista de toda emoción. Tomé su mano; no había pulso. Ni rastro de sangre o violencia, solo laxitud y silencio. Ojos de vidrio, piel de silicona; ella era ahora un objeto inerte. Recorrí el cuarto con la mirada en busca del autor de aquella atrocidad. No había escondrijo que pudiera albergar a una persona; nada bajo la cama. Salí de la habitación y registré la casa preso de la ira. ¿Quién se había atrevido a hacerme aquello? En un impulso tomé el teléfono, pero no supe qué discar. Fui hasta la puerta, revisé la cerradura: nada parecía indicar que alguien hubiera entrado a la fuerza. ¿Es que entonces ella le había abierto al intruso? Una oleada de rabia me calentó el pecho. Volví a la habitación y miré el cuerpo azulado, el mismo que alguna vez había amado yo mismo, acariciado con mis dedos, ahora trémulos de ira. 
—¡Por puta! —grité —. Por puta tuve que estrangularte.

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viernes, 25 de septiembre de 2015

Por culpa de Kafka - Raquel Barbieri, Juan Manuel Montes & Sergio Gaut vel Hartman


La noche precedente habían estado hablando sobre las limitadas posibilidades de la realidad con respecto a las infinitas de la ficción. Luego, cada cual se retiró a dormir. Venancio se despierta tras haber leído de un solo trago “La metamorfosis”, y siente una protuberancia en la frente. Dicho bulto late y puja dentro de la cavidad craneana, produciendo una mezcla de dolor punzante con presión. No se atreve a tocarse; algo le dice que no se trata de un estado transitorio sino de una permanencia con la que deberá convivir. Luego de cavilar, la curiosidad lo vence y se mira en el espejo del baño. Allí está el bulto, con la forma de un incipiente cuerno. Por un momento piensa que quizá podría taparlo, pero está seguro de que aquello crece. Avisa que faltará al trabajo, pero tiene miedo de llamar a un médico y aparecer como un bicho raro en los diarios sensacionalistas. Con el pasar de las horas, es testigo de la metamorfosis; la protuberancia se ha convertido en un pequeño rostro, el del propio Gregor Samsa o el de Kafka (para el inconsciente colectivo es el mismo). Poco a poco, el cuerno sigue su evolución y como si fuera un mosquito que nace en un estanque, al pequeño kafka, le brotan seis patas y dos alas. 
—¡Maldición! —exclama Venancio hundiendo la uña del índice izquierdo en el centro geométrico de la bizarra criatura. La doble respuesta no se hace esperar: una descarga eléctrica lo golpea sin piedad, y peor aún, la voz del recién nacido chirría como una tiza en la pizarra. 
—¡Animal! ¿Dónde aprendiste a tratar a los niños? ¿En un campamento de los talibanes? 
El hombre se estremece; no solo no termina de adaptarse al cuerno viviente y metamórfico parido en su frente, sino que al ser este parlante y provocador, le produce un temor superior. Ya no es meramente insecto y mucho menos una deformidad que pueda extirparse de cuajo. Ese evidente que el ser posee cierta cultura, de la que el mismo Venancio carece. Esa cosa se semeja a una especie de siamés avieso. Venancio se pregunta entonces qué será un talibán, pero más le preocupa la energía vital de la que se adueña la criatura que no para de crecer a cada momento.
Se siente cansado, no solo por la situación estresante a la que lo somete la criatura, sino por algo mucho más profundo. Un debilitamiento similar a tener presión baja. Se recuesta en el sillón y poco a poco se deja ir, cayendo sobre el apoyabrazos. Cuando vuelve a abrir los ojos, el invasor ha crecido tanto que se derrama a lo largo del cuerpo de Venancio y parece derretirse en el suelo. Ha tomado una apariencia sanguinolenta y el monstruoso Kafka (o Samsa) ahora se parece más a la criatura de Alien. Venancio intenta levantarse, pero fracasa.
—¿Te gusto? —rechina el ser. Y mediante un elaborado giro se desprende por completo del cuerpo de Venancio. Se ha convertido en un gigantesco protozoo y comienza a dividirse por mitosis.
—No. Y estoy seguro de que esto es una pesadilla —murmura mi pobre personaje.
—No lo es —replico yo—. Las posibilidades de la ficción son infinitas, y las de la realidad bastante limitadas.
—¡No quiero que esto suceda! —grita Venancio. No le contesto. La criatura se divide en cuatro, ocho, dieciséis partes autónomas, cada una de ellas provista de una doble hilera de filosos dientes.

Acerca de los autores:
Raquel Barbieri
Juan Manuel Montes
Sergio Gaut vel Hartman

De reyes y milongas - María Brandt, Claudia Isabel Lonfat & Patricio G Bazán


Egesipo Legrís era un tipo que sabía encantar con su destreza ecuestre, admirando a gente tan experta en caballos como los humildes paisanos. Buen decidor, presentaba al Gran Circo Criollo de los Hermanos Podestá, compañía en la que yo trabajaba por entonces. Los días de lluvia no había función, se jugaba a las cartas o a la taba, matando el tiempo y la pereza. Una noche de epifanía, sin luna, nuestro Capitán Legris, desde el medio del Picadero y junto al fogón, contó como siendo él apenas un mozo de trece años, había logrado comunicarse con un caballo. Algunos de los presentes se reían y Egesipo los acompañó.
—Rían ahora, porque después se van a poner serios. Era una noche igual a esta, sin luna; yo caminaba por el campo, algo desorientado, hasta que me cayó la oscuridad sin darme cuenta. No se veía nada. Olí bosta, escuché cascos, imaginé un jinete perdido. Pero llegó hasta mí una voz:
—Ayúdame, muchacho… —dijo. Al tacto, comprobé las cuatro patas del matungo, pero también que el hombre estaba pegado al animal—. Soy el último centauro, Señor del Pueblo Equino. Agonizo, mas no quiero que mi don se pierda. Acompáñame, y luego reinarás sobre mis hijos…
Asombrado pregunté: —¿Entonces, Capitán?
Sonrió, nostalgioso. —Tenía razón: los caballos aún me obedecen …
No le creímos. Años después, la noche en que murió Legris, el mundo se llenó de tristes relinchos.

Acerca de los autores:
María Brandt


Si no tiene flexible, no sirve - Héctor Ranea, Jorge Valentín Miño & José Luis Velarde


Flora, abanicándose con la puerta antes de aproximarse al mostrador, exclamó: —¡Qué calor! Hazme un mojito doble, Jessie.
—¿Todavía por aquí? ¿No te bastaron los que tomaste esta mañana?
—Dejaré cuando no vea más esos seres, te lo dije, prima.
—Ves los seres por el alcohol.
En eso entró un gris, sus pelos con dedos y los dientes parlantes asustaban.
—¡La gran flauta! —gritó—. ¡Jessie, llama a los guardias!
Jessie colocaba una rebanada de limón en el vaso cuando Flora se lo arrebató para lanzarlo contra los ojos táctiles del gris.
El gris enceguecido por el alcohol más que por la yerbabuena retrocedió hasta hundirse en la pared.
Flora reclamó dos mojitos. El solicitado y el absorbido por la humanidad del gris.
—Ya desperdicié uno rociándolo en el monstruo. Son persistentes como las moscas y aparecen a todas horas. ¿Me crees?
Jessie miró la pared húmeda sin descubrir huellas del gris mencionado por Flora.
—Dame dos mojitos, —terqueó Flora—. Me buscan, porque los científicos azules pronto despertarán al abuelo. Lo hibernaron antes de mi nacimiento, pero intentan curarlo en secreto. Mi familia es naranja, tanto como él es policromático. El último. El único líder capaz de colorear este mundo oscuro.
Jessie agitó la cabeza sin decir nada. Sonriente sirvió dos mojitos verdes. 
Flora los bebió iluminada por el sol filtrado entre las cortinas del bar.
La cantinera cerró los ojos encandilados.
La sombra se llenó de monstruos.

Acerca de los autores:
Héctor Ranea
José Luis Velarde
Jorge Valentín Miño

martes, 22 de septiembre de 2015

En la pradera - Laura Olivera Saurio & Köller


Descalza, de ojos grandes y mejillas siempre rozagantes, la niña atravesó la pradera. A su paso recogía florcitas de colores que depositaba en una canasta pequeña; en el azul limpio del cielo vio recortado el techo a dos aguas de la casa del abuelo. Decidió volver temprano y mostrarle al abuelito la cosecha del día. Apretó el paso. Para su sorpresa, una mujer la abordó en la puerta. 
—¿Heidi? —preguntó. 
—Sí —respondió la niña. 
—Soy Helga, la amante del abuelito. ?Paralizada por la sorpresa, Heidi observó con cuidado a Helga, mientras un calor insoportable le enrojecía las mejillas más de lo normal. Apenas unos segundos después, estalló de ira. 
—¡Mentira! Mi abuelito no tiene amantes ¿Qué hace usted acá? ¿Qué quiere? Dígame la verdad. 
—Sí, nena. Soy la amante de tu abuelo. 
—¿Y mi abuelo dónde está? 
—Salió, no importa ahora. Yo necesitaba que supieras la verdad. 
—Viejo de mierda, lo voy a matar —pensó la niña. Fue hasta el arroyuelo, donde encontró a Pedro sodomizando a una cabra?. Necesito que me consigas algo —le dijo. 
—¿Qué calibre? 
—Nueve milímetros. 
—Tengo un Colt Python. Seis tiros, cañón de 15 centímetros, imposible de rastrear. 
—¿Precio? 
—Diez grandes... pero podría hacerte una rebaja si... 
—Ya te dije que Clara y yo somos pareja. No insistas. 
Al amanecer el Viejo de los Alpes yacía tirado en su choza. Con su sangre alguien había escrito en la pared: “Abuelito, dime tú... ¿por qué siempre te han gustado los trabas?”.

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Extraño guía - Alejandro Bentivoglio, Carlos Enrique Saldivar & Diego Alejandro Majluff


En la calle un hombre me pide que lo siga. No sé por qué, pero acepto. Me conduce a un edificio al que entramos sin usar ninguna llave. La puerta permanece abierta y el botones no nos presta atención. Caminamos por pasillos y escaleras y de vez en cuando nos cruzamos con alguien que nos observa con desconfianza pero que no nos dice nada. Yo tampoco estoy seguro de qué hacemos acá y sospecho que mi guía solo está deambulando. No obstante, mis dudas se disipan cuando el hombre comienza a avanzar con seguridad por las escaleras. Pronto llegamos a la terraza y nos dirigimos al borde. Ambos miramos a la calle, son muchos pisos y una caída sería irremisiblemente fatal. Empiezo a llenarme de miedo, pero el sujeto me dice que yo he aceptado seguirlo, y enseguida se lanza al vacío. Observo el cuerpo destrozado en la vereda, el tumulto de gente. Me subo al borde de la azotea y un impulso me obliga a arrojarme también al precipicio. No existe la razón, solo la acción. Como parte de un plan sistemático, mi espionaje literario ha finalizado. “Nada hemos traído a este mundo, y sin duda nada podremos sacar”, recorre mi memoria. Toda la literatura universal ha sido absorbida por nosotros. El realismo mágico fue mi última captura, y con “El drama del desencantado” doy fin a mi transmisión a los aliados antes de estallar en el suelo.

Acerca de los autores:

Cartas privadas - Luciano Doti, Graciela Yaracci & Ada Inés Lerner


Tonio frena el auto por un semáforo. Junto a la ventana de un pequeño bar está sentado un compañero de trabajo del que ignora hasta su nombre. Está con otro hombre, al que le aferra las manos apasionadamente. Este hecho le hace caer en la cuenta acerca de que todos los seres humanos, incluido él, tienen un mundo privadísimo que solo pertenece a cada quien; a partir de ahí recuerda que guarda secretamente unas cartas, algo que nadie más que él conoce. El semáforo da luz verde. Prosigue la marcha y enciende la radio. La música lo lleva a la cabaña que semana tras semana lo espera junto al lago. De un salto se baja del auto, corre hacia la puerta, gira la llave y se sumerge en sus recuerdos. Sube la escalera de soga colgante hacia el altillo. Allí, parado frente a ese depósito de trastos sin uso, se queda quieto frente a la caja donde guarda las cartas secretas. Esas cartas fueron escritas hace mucho por una chica que ya debe ser una señora. En el estado en que él la abandonó, no resulta difícil imaginar que habrá encontrado otro con quien continuar la vida. Tonio a veces se arrepiente. Piensa que tal vez debería haber tenido el coraje de quedarse con ella, criando ese hijo que jamás conoció, pero al que hoy, sin saber quién era, pudo ver tomando las manos de su compañero de trabajo.

Acerca de los autores:
Luciano Doti


viernes, 18 de septiembre de 2015

Winterhouse Land - Héctor Ranea, Sergio Gaut vel Hartman & Raquel Sequeiro


Era una casa perdida, lejana, de esas que ves en las pelis de terror y crees que no existirían ni en tus peores pesadillas. En la parte trasera había una furgoneta de helados (la furgoneta que usaba para vender helados la reencarnación de Jack, el Destripador, y que, con el tiempo, se hundió junto con la casa al romperse las paredes rocosas del acantilado). Pero en septiembre de 1972 aún no había sucedido nada reseñable con la furgoneta ni con el caserón. No obstante, llegó octubre. El heladero Honest Jack había arreglado el refrigerador, la furgoneta y tomado sus petates. El primero del décimo mes afiló sus cuchillos más preciados, peló las frutas, batió las cremas, heló las mezclas y salió a vender, como casi todos los días, sus productos. Lo diferente fue que esta vez los cuchillos fueron con él. Para el crepúsculo, con todos los helados vendidos, quiso llenar la heladera con otro tipo de artículos. Solo pensarlo bastó para que los aceros rechinaran espontáneamente. Pero no creas, amable lector, que en las próximas líneas encontrarás a un asesino brutal y sanguinario; nada de eso. Consecuente con su profesión, Honest Jack solo asesinaba a las personas más frías.
—¿Trajiste mi golosina? —dijo el conde cuando se encontraron, mientras la torre de Slaughterhouse Bridge vibraba al compás de las doce campanadas.
—¡Por supuesto! —respondió Honest Jack—. Toma, un corazón más frío que el iceberg que hundió al Titanic.

Acerca de los autores.

La caída - Alejandro Sosa Briceño, Patricio G. Bazán & María Elena Lorenzin


Y aquí estoy, aleteando en vano en busca de equilibrio, girando en el aire para no caer de espaldas. No encuentro apoyo y me asusto, toca usar la izquierda si no quiero irme de boca y joder la corbata. Mi izquierda pasa de largo y el golpe en la cara es inminente, piso mojado, grasa y barro. Pérdida total y no hay seguro para trajes, pero no se da el golpe, mi cuerpo atraviesa el suelo y sigo bajando.
La materia que voy atravesando es blanda y, a pesar de lo insólito de mi situación, pienso automáticamente en bizcochuelo. Pasan por mi memoria todas las tortas de mi vida: la del primer cumpleaños que recuerdo, la de mis cuarenta, la torta de casamiento: los capítulos de mi historia ordenados por eventos sociales. Sigo bajando, y en lugar de duraznos o dulce de leche, este bizcochuelo sobrenatural parece estar relleno de recuerdos personales, algunos dulcísimos, otros con sabor a hiel. Siento frío. Alguien parte el bizcochuelo, mi madre, quizás. No esperes a tu padre, dice alargándome un trozo de torta que sabe a amargo. Vuelvo a sentir frío. El bizcochuelo se desmorona en mi boca. Él no ha llegado, ni llegará nunca. Ella tampoco. Los niños, la última vez que los vi jugaban en el jardín. Yo salía para la oficina. Corrieron a abrazarme. ¡Adiós papá! Sigo bajando y ya no me importa ni el traje ni la maldita corbata.

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Apolonio y el rayo - Marcelo Sosa, Coralito Calvi & Diana Bracamonte


Aquella tarde de verano, el cielo se desplomó en un abrir y cerrar de ojos. Las jaulas y los tramperos pesaban demasiado bajo la lluvia y caminar por el barro se había tornado una misión casi imposible. Tambaleándose como un borracho, Apolonio mascullaba sus anatemas de hombre telúrico y simplón. De repente, un ruido espantoso le paralizó el cuerpo, una luz enceguecedora se expandió por el lugar y un fuego infernal impactó en su espalda quemándole hasta el alma. No se dio cuenta en qué momento el dolor cesó, y girando su cabeza cual búho, visualizó el resultado: pasto negro, humeando, un árbol mutilado y… ¡él! Su propio cuerpo malherido yacía con los pertrechos alrededor, castigados por el aguacero. Como ráfaga se aferró a su cadáver y se infiltró en él sin esfuerzo alguno. Recogió sus cosas y se desplazó hacia el rancho, como Jesús sobre las aguas. A resguardo, mientras tomaba unos mates, se percató de lo sucedido pero solo pudo recordar al hijo que se había ido hacía ya cinco años y del que nada sabía… Se acordó de su finadita hija, que se fue con el angelito en la panza, después de que los cuatreros la dejaron maltrecha y hubiera deseado en ese momento que Cata, su mujer, le alcanzara una caricia, pero la helada no solo se llevó la cosecha… Entonces se levantó y retornó por el camino, se tiró en el pasto que aún humeaba y se volvió carbón.

Acerca de los autores:

lunes, 14 de septiembre de 2015

El hombre de arena - Claudia Isabel Lonfat, Laura Olivera & Köller


Teo se llamaba mi abuelo, pero prefiero recordarlo como el hombre de arena; tenía un bar en Necochea. Yo era chico cuando desapareció; mi abuelo y el bar, ambos desaparecieron un día de septiembre del 76. Y mientras camino por la playa, casi desierta en esta época del año, recuerdo esa porción de arena que, según Teo, le pertenecía por “derecho propio” ya que su padre y su abuelo vendieron pescado durante toda su vida en ese mismo lugar. Me quedo pensando en él, en Teo, que era un buen hombre. Una ráfaga de brisa marina me hace una caricia leve y aprovecho para cerrar los ojos: allí está Teo, con esa gorra verde y la cicatriz en la frente, según él una vieja herida de las épocas de mar; más tarde supe que un matón de Osinde le había partido la cabeza en los bosques de Ezeiza, cuando volvió Perón. A pesar de todo, Teo siempre sonreía, incluso en el 76. Los rumores acerca de lo que ocurrió con él son muchos; dicen que se puso una pastillita en la boca y apretó los dientes, Que miró a los milicos con una sonrisa irónica y se desvaneció sobre la arena. Parece que se lo llevaron porque les avergonzaba no haberlo atrapado. Otros aseguran que se ocultó en la arena, que se hizo parte de ella y que sigue ahí, habitando esa porción de playa que le pertenece por “derecho propio”.

Acerca de los autores:

San Oportunio - Ada Inés Lerner, Evelyn Cano & Juan Manuel Montes


En mi pueblo había muchos prejuicios. Estoy contando hoy el más injusto y discriminatorio que he escuchado. “La manzana de los elegidos”, aquella que estaba frente a la plaza principal y a la Capilla de San Oportunio. Y así la terminó llamando todo el pueblo. El párroco solía decir que el don de la oportunidad era casi desconocido allí y que sería bueno que las gentes tuvieran más fe en él. Un domingo, desde el púlpito, contó algunas anécdotas al respecto, como la de los apóstoles que observando a Jesús se le ofreció la oportunidad de seguirlo y con ello lograr la vida eterna. Esto, mencionó a sus feligreses, es lo que todos y cada uno debe hacer; sentirse elegidos por las oportunidades y saber tomarlas a tiempo.
Esa mañana de domingo, Lucía salió sonriendo de la iglesia, dispuesta a abandonar su condición de eterna soltera y aprovechar la primera oportunidad que se le presentase. Cuando atravesó la plaza pensó que debería ofrecer algún pequeño sacrificio para demostrar su fe y decidió caminar de espaldas a su destino, sin quitar la mirada de la capilla. Fue por eso que los vio: el intendente y el párroco se besaban, creyéndose escondidos, detrás de la cruz. Sacar la foto fue casi un acto inconsciente. Ahora tiene la mejor casa de “La manzana de los elegidos”. Y va por el tercer marido.

Acerca de los autores:
Ada Inés Lerner
Evelyn Cano
Juan Manuel Montes

Rescate en Ophiuchus – Omar Chapi, Abraham David Zaracho & Néstor Darío Figueiras


El Canis abrió las compuertas y el Blue entró en el hangar, se adhirió al piso y quedó listo. En la cabina la sargento Durán ultimaba detalles; hasta entonces, nadie había entrado en Ophiuchus. Sin embargo, el fracaso del Nautilus en su misión exploratoria les obligaba a realizar aquel riesgoso viaje cuyo fin era rescatar a la invaluable tripulación de simios inteligentes y remolcar la nave nodriza para ser reparada en tierra.
Las cámaras de los drones mostraron que los faros internos de la nave estaban cubiertos por una capa viscosa que sumergía el lugar en penumbras, por lo cual el Blue encendió sus potentes luces. A través de las pantallas del Canis, Durán vio que el techo estaba invadido por una corteza leñosa, algunas enredaderas y una maraña de raíces que al principio le parecieron cabellos. El Canis trabó las compuertas y extendió sus garras hacia la frondosidad, pero el amarre fracasó.
A pesar de que creía que lo lamentaría, Durán, enfundada en su traje, flotó hacia la maleza. Pero al llegar a ella, las caricias de los zarcillos verdosos no le parecieron hostiles. Por el contrario, una sensualidad única la invitó a desvestirse. Seducida por los sarmientos que se enrulaban en torno de su cuerpo desnudo para masajearlo, vislumbró, en medio de la creciente excitación, cómo habían perecido los simios. El Canis y sus garras nada pudieron hacer cuando el follaje la fagocitó suavemente, ahogándola en un intenso placer. 

jueves, 10 de septiembre de 2015

Controversia sinológica – Héctor Ranea, Sergio Gaut vel Hartman & Daniel Frini


La madrugada entraba por la ventana sud-sud-oeste de la pulpería del ruso McKerring, la que no tenía vidrio y dejaba pasar un chiflete más educado que bárbaro. Don Incoloro Ñandufuz  miraba un montón de fotos ajadas que alguien había dejado sobre la mesa, mientras don Ekinoxio Thorsiros, paisano de San Nicolás, sacaba, de a uno, manises de un platito, los pelaba, los tiraba al aire y los cabeceaba tratando de embocarle a la escupidera que estaba en el rincón, al lado del paragüero. En tres horas, solo había acertado uno que se hundió con un «¡plop!» en el líquido verde grisáceo y espeso; con el agravante de que fue de carambola, debido a que le pegó con la coronilla (y no con la sien), y el maní entró al recipiente luego de rebotar en el cartel de la pared que rezaba «No sea sucio y salive adentro».
Don Incoloro se rascó la nariz y señaló a un mocetón rollizo y de tupida barba blanca que aparecía en una de las fotos de la cena celebrada en el restó «Q’etonto» de la Capital, para agasajar al gran centroforguar Crespo Villa, el famoso «Tornado de Base Marambio»; en oportunidad de su retiro final-final del fútbol, a los ochenta y tres años (la práctica profesional la había dejado cinco décadas antes).
—¿Y quién es ese chino? —preguntó Ñandufuz, con desdén.
—¿Ese? —contestó don Ekinoxio Thorsiros, mirando a la persona de la imagen que mostraba el otro—. No es chino. Los chinos son lampiños. 
Así como lo ven, Don Ekinoxio era sinólogo.
—Se equivoca, mi amigo —insistió don Incoloro—. ¿Los chinos lampiños? ¡No me haga reír! Mire. El profesor Yantze Huang-Ho, que fue compañero mío en la Universidad Shintoísta de Venado Tuerto, descubrió que los chinos de la Manchuria superior, también llamados manchegos amarillos o borgeanos, cuyo nombre científico es chinnennsis todosigualorum sp, poseían luengas barbas, tan extensas como sus uñas de usted, con las que solían tañir complicados instrumentos musicales como el Taa-hir-sin-chua-ho; ese, de seis cuerdas y media enroscadas alrededor de dodecágonos alabeados, que acá supimos conocer como “El coso ese”. Bien, decía, para lograr el sonido soñado ataban la barba al bastidor y, debido a su longitud, torsión y contorsiones, lograban un bellísimo acorde al tocar dos cuerdas por vez, sacando sonidos parecidos a los que hace el caftán de un rabino de Odessa cuando se quema en alcohol destilado de la pasta de unos frijoles saltarines manchados que los jasidim importan de México desde el siglo VIII a. C., en la época de la dispersión de las tribus israelitas. Válgame la dispersión, esto ha llevado a plantear la novísima teoría de que el pueblo chino todo desciende de una de las Tribus Perdidas, más precisamente la de Zabulón, que las crónicas del pueblo Bene-Menashe, en el noreste de la India, describen como —y sepa disculparme la pronunciación? ?übh?li n?z?rd?n Zebulun simic t?r?find?n. Y que, muy libremente, ha sido traducido como «Zabulón, el que miraba como sospechando».
—De un modo u otro —se exasperó Ekinoxio—; no me va a venir a enseñar nada sobre los chinos que yo no sepa. A más, estoy casado con una china; y puedo asegurarle que lo más que le he visto han sido bigotes. Cuando encuentre un chino con barba, tráigamelo.
—¿Así nomás?
—Tráigamelo así nomás le digo, que se lo compro al peso.
—¿Cuánto paga?
—Chinos a futuro no sé a cuánto está el kilo en el Mercado Acopiador de Rosario; pero chinos con dentadura completa, pago seis con doce el kilo vivo. Chinos sin dientes, siete con ochenta y dos.
—¿Por qué son más caros los sin dientes?
—Porque les tengo que masticar la comida.
—Pero se ahorra en dentífrico…
—Ya lo sé. Pero la Convención de Ginebra ha declarado ilegal el tráfico de chinos con dientes lavados. Creo que es por la escasez de flúor. Así que el tema del dentífrico no es problema.
—Ta bien —dijo Incoloro. Se rascó otra vez la nariz y volvió a mirar la foto. 
—Y no me quiera engañar —agregó Don Eki—. Conozco perfectamente la diferencia entre un chino y un coreano. Ya lo sabe usté: se requieren años de perfeccionamiento y estudio sesudo para distinguirlos. Y yo ya pasé esa etapa. Es más, le puedo decir de qué barrio de Beijing es un individuo solo por la tonada. Y no hay chinos con barba.
—No sea cabeza dura —dijo Incoloro—. Usted me está hablando de los chinos de la capital y yo le hablo de los del interior, los cabecitas negras, bah; que también son chinos, Qué joder.
—No ponga en mi boca palabras que no he dicho. Ponga una aceituna, o una rodaja de ese salame picado grueso que está mortal. Le decía: nunca dije que hablase solo de los de Beijing. Mentiría si dijera que he recorrido toda la China, pero debo haber cruzado unas mil doscientas treinta y ocho veces la Muralla. Setecientas veintisiete de norte a sur y seicientas cincuenta y nueve de sur a norte, treinta y cuatro de ellas a caballo. Conozco por el nombre cada uno de sus baches.
—No me da la suma.
—Porque le estoy sumando según el rito budista tibetano de Qhingai, cuyos monjes, ya en el siglo tres antes de Cristo, habían resuelto el tema de la cuadratura del cero, mire.
—Ah.
—No me haga perder que después no me encuentro. Ahora, el gobierno central larga a los chinos recién nacidos con la correspondiente marca de agua, hilo de seguridad y tinta de variabilidad óptica; y yo le distingo un chino falso a una legua.
—¿Castellana o imperial?
—China. Y no se haga el vivo. Me recuerdo al Chino Garcés —dijo Ekinoxio levantando la vista como para mirar un punto a la distancia— que fuera cartero en Merlo, allá por el año sesenta. Qué gran tipo. Todos los días que tenía franco salía a caminar una o dos leguas.
—¿Lo conoció?
—Solo de mentas. El ucaliptus todavía no había llegado.
—Ahora es usté el que quiere irse por la tangente, como le pasó al chino Euclides.
—¿Cuál Euclides? ¿El de Megara?
—Satamente.
—¡Pero ese no era chino! ¡Era griego!
—De madre china.
—No me haga calentar, don Incoloro, que después la fiebre no me baja ni con mertheolate. Usté consígame un chino con barba, después hablamos.
Don Ñandufuz estaba pensando de dónde iba a sacar un chino, cuando Ekinoxio dijo:
—Bueno, mire; voy a necesitar dos, pero que juntos no pesen más de cien kilos.
—¡Marco Polo! —dijo el otro.
—¿Qué tiene que ver?
—El habla de chinos barbudos. 
—¡No me venga ahora con la tumba de Yu-Hong y el ADN mitocondrial! ¡Ese era europeo, no chino!
—¡Marco Polo, en su Libro de las Maravillas!
—A él no le crea.
—¿Por?
—Todo lo que dice Marco Polo son cuentos chinos.

Acerca de los autores.

Huelga salvaje – Félix Díaz, Patricio G. Bazán & Ana María Caillet Bois



Santa Claus estaba que trinaba de puro rabioso. Era el 24 de diciembre, ¡y sus renos se habían declarado en huelga! Querían un aumento de sueldo al triple, por trabajar en festivo, decían. Claus estaba decidido. Los despediría a todos, por imbéciles. Siempre que pudiera hallar sustitutos, claro está. No era nada fácil hallar animales mágicos dispuestos a tirar del trineo. Los dragones pedían tarifas escandalosas, y estaban muy mal vistos. Pegasos, no había ni uno dispuesto. Era un lío.
La solución apareció ante sus ojos: una propaganda de servicio de mensajería express que estuvo a punto de tirar a la chimenea. Los precios estaban muy por debajo de lo que exigía el sindicato, y aseguraban entrega inmediata. ¡Problema resuelto! Ni tendría que abandonar la comodidad de su hogar. Le pareció demasiado bueno, así que llamó para averiguar. Cuando colgó, supo por qué era demasiado bueno: a cambio del servicio, solo debía sacrificar ocho animales en honor a Belcebú. ¡Demonios! Pensó Claus... Menos mal que hablé por teléfono si no a esta hora el Rey de las Tinieblas se estaría adueñando de la Navidad. Mientras tanto el delegado gremial de los renos convocaba a una reunión urgente, el secretario de Santa, como buen político, comenzó a prometer regalías, cuando llegó Santa acompañado de Peter Pan. El secretario escapó, el delegado se hizo humo y... los niños festejaron la Navidad.

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La invitación - Coralito Calvi, Luciano Doti & Claudia Isabel Lonfat



El sobre amarillo apenas asomaba por debajo de la puerta. Alguien lo había dejado ahí prolijamente, para que pudiera verlo antes de girar el picaporte, y fuera tentado a extraer su contenido, pensó Gerardo, un hombre que no podía evitar sacar conclusiones cada vez que se enfrentaba a un hecho de ese carácter. Se trataba de una invitación, con una caligrafía que imitaba una escritura manual en letras antiguas que decía: “Swuan le invita a conocer su futuro. No piense que usted es un elegido al azar. Usted es el elegido”.
Gerardo, hombre racional y poco impresionable, pensó inmediatamente en hacer un bollo y botarlo a la basura, pero algo se lo impidió: el papel era extraño, hasta subía un aroma reminiscente de él. Optó por cerrarlo y, dejándolo sobre la mesita del teléfono, partió hacia su trabajo, sin lograr retomar su habitual y sosegado ritmo mental. Jamás le había preocupado conocer de antemano lo que venía, pero ahora no podía pensar en otra cosa. Tal vez valía la pena dejarse tentar. Así que fue al consultorio de Swuan.
Allí, se encontró con un ambiente digno de las Mil y Una Noches; alfombras y tapices, una mesa redonda con bola de cristal sobre ella.
¿Cómo sabe que soy el elegido? preguntó.
Nada es casual. Mandamos las invitaciones, y cada uno que se molesta en venir hasta acá, y paga el arancel, es un elegido.
Quiere decir que si yo no hubiera venido... hizo una pausa. ¿Puedo pedir que se me reintegre el dinero?
No.

Acerca de los autores:
Luciano Doti


domingo, 6 de septiembre de 2015

Prostituta - Omar Chapi, Ada Inés Lerner & Fabián Eduardo Rafael


Ana subió las escaleras, entró a la habitación, se quitó la ropa, se duchó y salió vistiendo un conjunto de lencería fina. La aguardaba un hombre de mediana edad para el que hizo “pole dance”, mientras él seguía cada uno de sus movimientos recostado sobre la cama. Era esbelta, hermosa. La multinacional Orient Industry la había hecho perfecta, con una piel sintética tan suave que no se notaba la diferencia con una mujer humana. ¡Y parecía tan joven! De hecho lo era; solo hacía seis meses que la empresa la despachara desde la planta de Seongnam, cerca de Seul, junto con otras siete, para satisfacer el pedido de Demetrio Fortacci, el más reputado gigoló de Guayaquil. La belleza y dulzura de Ana impedían que los clientes sospecharan de su condición cibernética; además, la sensualidad con la que ofrecía sus servicios terminaron por convencer al usuario de que, si bien el costo del encuentro era muy elevado, su voluptuosidad, dedicación y entrega sin retaceos hacían que valiera la pena. 
—Vení, me estás enloqueciendo. —El sujeto la tumbó sobre la cama, y sin más trámite la penetró con fuerza, en busca de ese deleite que retribuyera lo pagado. Ana lo cubrió con su cuerpo y él se apoderó de los pechos... pero algo terrible estaba por suceder. 
—Esperá, no me siento bien —dijo Ana, pero él la penetró con mayor fuerza—. No, por favor, me hizo mal la bebida que tomé en el bar. 
—Nada de excusas. —El hombre no quería comprender razones—. Pagué para recibir el máximo placer posible. 
Enceguecido, ni siquiera escuchó las palabras de Ana. Ella había bebido ajenjo, una bebida que no puede ser neutralizada por el cyber organismo de una femoide, y como consecuencia de ello, en lugar del primer orgasmo de la serie programada, se produjo un cortocircuito que la dejó inmóvil. 
—¡Qué hiciste, perra! ¡No puedo moverlo! ¡Mi miembro quedó atorado entre tus piernas inertes! ¡Quiero que me sueltes! ¡Quiero mi dinero de vuelta!
Ana, perdido todo control sobre su cuerpo, no pudo contestarle. Y en medio del forcejeo, hubo un chispazo que terminó de enloquecer al hombre.
Como respuesta a la emergencia, saltaron las alarmas en la sala de monitoreo del prostíbulo de  Demetrio Fortacci. Los técnicos cibernéticos y los médicos corrieron al rescate. Pero ya era tarde. 
El cliente, tras el shock nervioso sufrido, estaba en medio de un colapso cardíaco por la obstrucción circulatoria genital. Los especialistas comprobaron los signos vitales.
—La prioridad es separarlo de la femoide —dijo Demetrio; todos estuvieron de acuerdo.  
—Para evitar mayores contratiempos —dijo el cibernético jefe— quitaremos las baterías de la femoide, así los médicos podrán trabajar tranquilos.  
—Debemos actuar. —El anestesista lanzó una carga monstruo de Pentotal Plus en el sistema circulatorio del cliente y el cirujano cortó el miembro mientras los cardiólogos se ocupaban del corazón. Las cirugías exigidas por la compañía de seguros fueron exitosas, pero el frustrado cliente no sobrevivió. 
—Este ya no volverá a las andadas —dijo el cirujano.
—Perdí a uno de mis mejores clientes —se quejó Demetrio— y una mina diez puntos. 
Ana, espera la reparación, desguazada en un estante del taller, pero todo el mundo sabe que no vale la pena perder el tiempo con una unidad averiada. Y en resumidas cuentas, ¿a quién le importa una femoide más o menos? La garantía estaba vigente y el gigoló no solo obtuvo una nueva femoide sino que, además, Orient Industry, lo resarció con una suculenta indemnización.

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Héroe de la guitarra – Alejandro Bentivoglio, Félix Díaz & Sergio Gaut vel Hartman


Comienza el solo de guitarra que es habitual en la canción que casi todas las noches toca con su banda “Los Tunantes” y todo va según el ensayo pautado. La verdad es que no les gusta dejar nada a la improvisación y su público valora eso que ellos creen que son imperfecciones, pero que han sido perfectamente calculadas por el grupo. Son arquitectos de cada una de sus disonancias. Pero esta vez, José Tunante comprende que quiere salirse del pentagrama. Ha tensado tanto las cuerdas que no se extraña cuando la tercera hace “¡Ping!” y se rompe.
El público aplaude, pues cree que es un efecto más. Y vuelve a aplaudir cuando otras dos cuerdas, la primera y la sexta, saltan en simultáneo con un “¡Plong!”.
Le sigue la quinta, “¡Piung!”. Y la cuarta, “¡Pong!”
Más aplausos. José solo tiene una cuerda en su guitarra. Y sigue tocando. Golpea el instrumento cual tambor. Se adentra en el submundo oscuro de los sonidos prohibidos. Percute y logra que la disonancia penetre la coraza de la trivialidad y perfore el campo de fuerza que rodea el auditorio. Los adalab, llegados de un lóbrego mundo que gira en torno a un sol no catalogado, unos seres repugnantes que han elegido el recital de “Los Tunantes” como prueba de campo de su futura  invasión en gran escala, sufren dolores insoportables y sienten que los tejidos de sus cuerpos comienzan a derretirse. No contaban con que los terranos tuvieran armas tan efectivas. Ellos estaban preparados para contrarrestrar misiles nucleares y rayos zeta, cada vez que invaden un planeta imponen su poder mental y doblegan las defensas sin mayores dificultades. Pero esta vez no. José alcanza el paroxismo. El público delira. Los adalab logran enviar un mensaje para que se aborte la invasión. Lo sepa o no, José Tunante ha salvado a la humanidad de un destino nefasto.

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El terapeuta - Graciela Yaracci, Luciano Doti & Ada Inés Lerner


Está recostada en el diván. La miro. Una de las piernas cae sobre la otra que permanece doblada y quieta. Habla mirando al techo. Tal vez lo está perforando y la mirada se escapa al infinito. A veces pienso que no recuerda que estoy sentado en el sillón de enfrente, que le grita a la vida desde los ojos. 
—Yo lo maté. Ésa es la verdad, doctor. Yo lo maté. 
—Lucía, ¿qué te lleva a sentir que eres culpable? —No me contesta y juega con la cadenita que tiene en el tobillo, cruza y descruza las piernas, lleva minifalda. Aún no comencé a trabajar la transferencia y la dejo seguir con el juego—. Lucía, no me contestaste. 
—No, no lo tengo claro, es lo que siento —ahora sí se da vuelta y me mira. 
—Sería importante que dijeras algo, de modo de poder abordar el tema desde algún lugar —hago una pausa—. ¿Qué estás pensando ahora? 
—Yo lo abandoné y él… 
—Según me contaste los dos decidieron separarse.
—Debí suponer que en la separación el que más perdía era él. 
“Pavada de ego”, pienso; pero en esta etapa tengo que dejar que la paciente exprese lo que ella cree, no es conveniente que haga ninguna intervención que pudiera reprimirla.
Ahora se queda en silencio, sin mirarme. Aprovecho para mirarla yo, y me doy cuenta de algo: si esta mujer abandonara la terapia, también podría matarme a mí.

Acerca de los autores:
Luciano Doti

miércoles, 2 de septiembre de 2015

Simetría - Melisa Cancio, Maritza Álvarez & Sergio Gaut vel Hartman


El guía suspiró... Luego de cuarenta y tres ciclos de profesión ya no le resultaba tan graciosa la perplejidad e ignorancia de los extranjeros, su falta de lógica para seguir las sencillas reglas mandelbrotianas del subsistema, la mal disimulada excitación de los ejecutivos al describirle los naturales códigos sexuales que debían respetar, la observancia de la etiqueta en la forma y disposición de la comida... ¿Tan difícil es aplicar la sagrada ecuación a un cocido? Ensayó la acotada fórmula de saludo fractal, que se había repetido tantas veces y que los visitantes aún no dominaban; era realmente un caos, pero debía ensayarse tantas veces como fuese necesario. ¿Aprenderían por fin? Nada le importaba más que imponer las reglas y fijar su teoría para que quedara consignada en los escritos que legarían a las civilizaciones posteriores. Sin embargo, no podía ignorar que su impaciencia crecía, y algunas veces se terminaba comportando como los seres a los que hacía blanco de sus críticas. No veía la hora de poder dejar ese trabajo.
En el otro extremo de la mesa, el gureliano verde de seis ojos contemplaba al anfitrión humano con temor y aprensión. La necesidad de emigrar a la Tierra no estaba dictada por el deseo sino por la degradación ambiental de su mundo, devastado por las guerras y el cambio climático. Le resultaba aterrador el modo en que los terranos expresaban su perplejidad e ignorancia de las costumbres de los recién llegados, su incapacidad para comprender las características de su especie y las de todos los extranjeros. Se suponía que existían reglas para todo, pero no era tan sencillo comprender la lógica interna que regía en esos sistemas, en muchos casos absurdos, en especial en temas como la sexualidad y la alimentación. Saludos, códigos de convivencia, estados de vigilia y sueño, capacidades especiales para visualizar lo abstracto... De acuerdo, se dijo el gureliano; lo ensayaré todas las veces que sea necesario, dominaré mi impaciencia y evitaré comportarme como estos burdos y atrasados terranos. No veía la hora de terminar con las entrevistas preliminares y salir a caminar libremente en busca de una presa adecuada.

Acerca de los autores:
Melisa Cancio
Maritza Álvarez
Sergio Gaut vel Hartman

Capturado - Paloma Guzmán, Alejandro Bentivoglio & Begoña Borgoña


Mi condena es invadir el cuerpo de algún desgraciado. No salgo de él hasta que arreglo su vida. Pero entonces entro a otro individuo y debo hacer lo mismo. Hoy me topé con un hombre cuyo castigo es ver los secretos de la gente, por eso supo lo que soy. Me llevó a su casa para revelarme la razón de mi condena. Nadie sabe eso, solo paga; no hay manera de negarse. Cuán horrible fue mi crimen o pecado no es de la incumbencia de nadie. El tipo aquel me dice de qué va todo; sabe exactamente qué hice, qué estoy pensando, incluso qué voy a hacer. Miro hacia los costados tratando de encontrar una salida, alguna escapatoria que me permita evadirme de esta situación en la que no quiero estar. Mas todo parece cerrado a cualquier posibilidad de huida. Me siento ojo contra ojo de mi captor y empiezo a tartamudear sobre mis errores, a sudar copiosamente. El hombre ríe hasta ahogarse, comienza a toser y es cuando aprovecho lo que parece un resquicio en su concentración, para intentar salir de ahí, pero él intercepta mis pensamientos; sus ojos se mueven rápidamente como dibujando el diagrama de mi posible escape, y me doy cuenta de que no hay remedio. Por fin lo reconozco, y ya no sé si felicitarme, como lo hago cada vez, por haber ayudado a su esposa a resolver su lamentable vida.

Acerca de los autores:
Paloma Guzmán

Elegir - Ada Inés Lerner, Ana María Caillet Bois & Rolando José di Lorenzo


Gabriel Leirbag es un actor que quiere dejar su papel en una pieza exitosa que ya lo aburre, pero no lo hace porque es adicto a una de las miserias humanas más corrientes: el narcisismo. Se siente el mejor actor del mundo, no hay otro que lo iguale o que haga mejor el rol que interpreta, así que prefiere seguir llevando esa carga sobre sus espaldas antes de permitir que otro tome su lugar. No obstante, el director de la obra, Rodolfo Arte, termina decidiendo por Gabriel y lo despide, por lo que el actor lo enfrenta, en un rapto de locura lo acuchilla y sale corriendo del teatro.
Mientras Rodolfo se desangra, el utilero ha llamado a la ambulancia y a la policía, Cuando Gabriel llega a su casa toma conciencia de lo que ha hecho, prepara un bolso con algo de ropa, cremas para cuidarse la piel, implementos de gimnasia y suplementos dietarios. Nada le importa más que su apariencia. Va a huir, urge hacerlo, pero como siempre que pasa frente a un espejo no puede dejar de admirar su belleza. Se hace sonrisas, miradas sensuales, graciosas, mientras los minutos van pasando. En algún momento el actor advierte que se le escapan las posibilidades de darse a la fuga, pero es incapaz de modificar su conducta y sigue aferrado al mueble que sostiene el espejo. Una parte de su mente trata de despegarse, pero es imposible; sus ojos se sumergen más y más en el reflejo de sí mismo. Por fin escucha golpes a la puerta y gritos destemplados.
¡Abran! ¡Policía!

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