lunes, 29 de febrero de 2016

El fantasma que tenía miedo de los vivos - Félix Díaz, Omar Chapi & Sergio Gaut vel Hartman


Kasp era un fantasma. Hacía miles de años que había muerto. Pero no era un fantasma que se dedicara a meter miedo a la gente. No podía hacerlo porque le temía a los vivos. Era un tema imposible para él. Bastaba con que se acercara una persona viva para que Kasp saliera gritando. Lo curioso del caso era que los gritos de Kasp, a su vez, asustaban a los vivos. 
El fantasma de marras vivía en un castillo con otros cientos de fantasmas. Algunos eran sus familiares, muertos durante una guerra (Kasp había olvidado los detalles). Sus hermanos, por ejemplo, se reían de él porque le tenía miedo a los vivos.
—Somos nosotros los que damos miedo a los vivos, no al revés, Kasp —le decían, entre risotadas tenebrosas. Risas de fantasma, claro está.
Pero Kasp no podía evitarlo. Se acercaba con sus hermanos a ver un visitante esporádico (el castillo llevaba siglos abandonado) y cuando se aparecían ante el visitante, Kasp no podía resistir la visión del vivo y salía gritando.
Claro está, ante los gritos de Kasp el humano se asustaba, y los hermanos de Kasp no podían hacer otra cosa que intervenir para ecentuar el miedo del extraño.
Por eso, lo más frecuente era que los familiares de Kasp no contaran con él para hacer sus perrerías. Ni ningún otro fantasma.
—Kasp nos estropea la sorpresa —solían decir.  
Pero Kasp estaba dispuesto a cambiar esa realidad. Según él, “fantasma no era sinónimo de miedo”; podía ser un fantasma amigable, solo debía vencer ese terrible miedo a los vivos, y tenía un plan. 
Aquel día, empezó su jornada temprano; cuando los demás se levantaron de sus ataúdes, él ya se había lavado los dientes, lo que hacía que su sonrisa se viera más reluciente. Flotó por el castillo, tarareando una canción de “The Rolling Stones”, que no pasaba de moda. Todos los fantasmas del castillo que lo escucharon se escabullían aturdidos por aquel ritmo. Kasp, se quedó solo; pero había deseado tanto la soledad que ahora, que por fin todos se habían ido, no sabía qué hacer. Empezó a sentirse aburrido, incluso extrañaba a aquellos que lo humillaban por su fobia a los vivos. Puede parecer paradójico, pero sin ellos el castillo le parecía tétrico, por demás vacío. 
Cerca del mediodía llegó al lugar una familia de turistas norteamericanos. Embelesados por los cientos o quizá, miles de historias de fantasmas que habían escuchado, se internaron en los pasillos tomando fotos de todo lo que les parecía curioso. Era evidente que, al igual que los demás visitantes del castillo, buscaban una historia tétrica que contar a sus conocidos en sus aburridas reuniones de amigos. 
Kasp dejó de tararear a los Stones en busca de la normalidad a la que estaba acostumbrado. Uno a uno, los cientos de fantasmas empezaron a volver al castillo profiriendo esos insultos a los que Kasp ya estaba acostumbrado. 
En ese mismo momento, una niña que parecía haber escuchado su tararear se dirigió inesperadamente hacia la torre en la que los guerreros lo habían asesinado a Kasp y a toda su familia.
—¡Niña! —exclamó el fantasma—. ¡No subas a esa torre!
Sorprendiendo a Kasp, la niña giró sobre sí misma y lo encaró.
—Puedo verte —dijo—; y oírte. Sé que le temes a los humanos y puedo ayudarte a perder el miedo.
—¡Imposible! —murmuró Kasp—; llevo siglos, milenios arrastrando esta condena. —Un coro de voces fantasmales y burlonas coreó la afirmación. Pero la niña, lejos de inmutarse, abarcó con la mirada a la banda que rodeaba a Kasp, y con voz firme aseguró:
—Ustedes, en vez de burlarse de él deberían ayudarlo para que pueda superar el trauma que le produjo la masacre. Teme a los humanos por lo que le hicieron, por lo que le hicieron a todos ustedes, aunque no es nada que no pueda solucionarse con una buena terapia. —Luego, dirigiéndose a Kasp, le prometió—: estudiaré psicología humana y espectral, y cuando sea una buena terapeuta, regresaré para ayudarte.

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El incidente — Patricio Bazan, Ada Inés Lerner & Luciano Doti


Ya se advertían las primeras luces de las lunas del planeta al que arribamos. Descendimos de las naves y nos fuimos instalando, cada familia en una carpa. Hombres y mujeres solos en otras, y los coordinadores de a dos. Cristina y yo estábamos muy cansadas y nos dormimos enseguida. A la mañana me enteré que Julio entró en nuestra carpa.
—Chicas, somos cuatro, ¿hacemos una partuza?
—Le tiré una bota tuya en la cara, ya lo vas a ver —me contó Cristina.
Salimos de la carpa y todo lucía en orden. Algunos miembros del grupo ya estaban levantados. No así Julio, que no aparecía en esa primera inspección ocular que realizábamos. Eso del turismo interplanetario tiene cierto tono bizarro. Por un lado hay gente que hace el viaje para conocer planetas exóticos, maravillarse con los paisajes, con una noche de dos lunas; por otro están los turistas clásicos, que buscan beber tragos y divertirse como si estuvieran en la Tierra.
Los coordinadores buscaron a Julio sin éxito: terminaron avisando a las autoridades locales. Nosotras, en cambio, disfrutamos bastante de su ausencia.
Corrían rumores acerca de los peligros de mezclarse con la fauna local, en especial durante la noche, pero eran sólo eso: rumores. Nos reímos de ellos hasta que una noche volvió Julio.
Asomó una cabeza por la carpa. Luego otra, y otras dos más. Entonces, aquella cosa multiforme comenzó a gritar:
—Chicas, somos cuatro: ¡hagamos una partuza!


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El Cuasieco de la ventana de Oriente - Daniel Alcoba, Sebastián Fontanarrosa & Claudia Isabel Lonfat


En diciembre de 2055 llegó al aeropuerto de Barcelona un zepelín fotónico del ejército sirio del aire. Por la puerta de honor descendieron el jeque Qobb al-Din y su cuasieco bioingenieril, mezcla de dromedario, caballo y jirafa. El heredero del incalifato de Tahuantinsuniyya lo llevaba de la rienda como fuese un caniche. En la segunda mitad del siglo XXI la ciudad de Barcelona se había convertido en sociedad anónima comercial industrial cuyo capital accionario estaba en manos de la Federación de Mandarinatos Chinos y Cochinchinos.
Abriéndose paso entre la marabunta de sulkis y bicicletas del Passeig de Gracia, la extravagancia de ambos atraía las miradas. Inmerso en una atmósfera que olía a opio y sonaba a jerga crispante catalán-china de los mercaderes, jeque y cuasieco llegaron a la mezquita caminando. Le entregaron la fórmula secreta que iba a terminar con la hegemonía económica oriental: los codex genéticos de la semilla transgénica original de la amapola marciana.

Guardias civiles de Terracota lo cercaron. Al jeque le quedaban pocas opciones ante el riesgo de ser atrapado: debía destruir las pruebas. Él se tragó los codex, el cuasieco se comió con deleite la amapola marciana. Justo entonces los chupó el teletren del zepelín fotónico. Al comenzar la requisa de códex, y ante la sorpresa general, el cuasieco se conectó con la computadora central, y en segundos, todos los medios de transporte se convirtieron en cuasiecos virtuales, devoradores de chinos.

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jueves, 25 de febrero de 2016

Birreal – Javier López, Sergio Gaut vel Hartman & Raquel Sequeiro


Mientras contemplaba a la nuliana, Xictter advirtió que la alienígena iniciaba la serie de movimientos que culminarían con el asesinato del hombre del puesto de comidas rápidas de plaza Burmeister. Y él, como profesional, no podía aceptar que aficionados que ni siquiera eran humanos, usurparan su lugar en el mundo. Por fortuna recordó a tiempo que no es posible matar a una nuliana con un arma convencional, ya que son seres que viven en dos universos al mismo tiempo, con una diferencia de una microcentésima, y solo buenos tiradores podían alcanzar el cuerpo de la alienígena en el precioso instante de la eclosión en paralelo, cuando adquiere su forma real de nuliano perfecto. Los nulianos solo podían quedar en ese plano interdimensional unos instantes que, para ellos, eran vitales. Xictter rebuscó en los bolsillos. Entonces se produjo el primer parpadeo, la cara del tipo estalló sobre el mostrador y la gente comenzó a gritar y a desbandarse. La alienígena demostró que iba en serio y Xictter ensayó un plan alternativo.
—Hagámonos un selfie —propuso.
Telepáticamente ella preguntó algo traducible como ¿qué ser selfie?
Xictter sincronizó todo, de forma que la fulminó con el disparo de la cámara, que no solo sacaba fotos. Inmediatamente la doble recibió la instantánea mediante la app de comunicación con universos paralelos. Tal como Xictter había planificado, murió de envidia. Su proyección, maquillada y vestida como las chicas de la Tierra, mejoraba mucho su asquerosa apariencia.

Carnaval sangriento – Ana Lía Serrano, Köller & Patricio G. Bazán



“La fiesta carnestolenda”, dice la locutora, y siento que me atraviesan puñales por todo el cuerpo. Debo enfocarme, no estoy acá para convertirme en purista del idioma. El sonido está demasiado fuerte, casi no me permite concentrarme; además, mis ojos están cansados de mirar las máscaras del carnaval. Los rostros de la muchedumbre no me dicen nada, aunque los miro también; tengo que resolver este problema agobiante y absurdo, no puedo permitir que muera otra persona más durante el corso.
Pero ¿cómo evitarlo? Imposible saber quién de todos ellos es el asesino y cuál será su víctima. ¡Todos tienen el mismo rostro! Tengo que elegir a uno, o a lo sumo dos sospechosos y concentrarme en sus movimientos. Más no puedo hacer. Subo a la tribuna y me ubico en el escalón más alto para observar a la multitud; no sería lógico que el asesino esté muy cerca. Hay un sospechoso a unos cincuenta metros: su disfraz de dominó, en lugar de ocultarlo, lo revela.
Blanco y negro. Detrás del antifaz, ojos de daga filosa. Lo tomo de la capucha con una mano, con la otra golpeo secamente su laringe. En el forcejeo caemos bajo la tribuna; todos están demasiado ocupados en divertirse para presenciar mi silente ejecución. Blanco, negro y rojo.
Lavo cuidadosamente mis ropas, elimino todo rastro de sangre de mi navaja antes de guardarla, pero no puedo lavar mi alma criminal.
El carnaval saca lo peor de mí.


Acerca de los autores:
Köller
Patricio G. Bazán
Ana Lía Serrano


Barbie no es feliz - Fernando Andrés Puga, Ada Inés Lerner & Cristina Chiesa


No la golpea. No la empuja, ni la pellizca, ni la muerde, ni le escupe en la cara insultos desmedidos. No se pone celoso cuando quiere salir con amigas. No la descuida. El vestidor de ella es la envidia de todas, así como la cupé rosa que él le regaló el último aniversario. Sin embargo, cuando llega el momento de entrar al dormitorio, le aparece en los ojos una sombra que tiñe su sonrisa perpetua. 
—¿Qué sucede, querida? —pregunta Ken. Ella no contesta. Se acuestan, se dan vuelta cada uno para su lado y en las sombras, el frío los separa. 
Ken consulta con una sexóloga por la frialdad de su esposa, a la que ama sinceramente. La profesional, con cuidado, la va llevando a hablar de su vida sexual y comprueba que Ken con todo su amor no ha sabido cultivar el placer en el cuerpo de su esposa. Los cita a los dos para una próxima sesión. 
—¿Por qué volver allí? —pregunta ella apáticamente. 
—Porque se supone que no sos feliz sexualmente conmigo —señala él. 
Barbie no parpadea; se acerca a Ken con pasitos leves. 
—Querido, sabés bien de qué se trata todo esto. 
Fingir solo hará más difícil lo que sigue. Ken agacha la cabeza. Siempre tan cortés, tan amable que el corazón de plástico de Barbie late, solo una vez. Luego, la mano de la niña se retira. Una puerta se cierra. Ha terminado la función.

Acerca de los autores:

domingo, 21 de febrero de 2016

Ajuste de cuentas - Maritza Álvarez, Helga Roberts & Sergio Gaut vel Hartman


Aquellos siete hombres, que habían crecido juntos y en todas sus vacaciones se dedicaban a conocer diferentes lugares del mundo, no sabían lo que iban a encontrar en ese lugar enclavado en medio de la selva amazónica, pero ninguno de ellos quería demostrar temor o aprensiones. Por eso, cuando al escalar una colina de matorrales enmarañados Alonso Ríos sintió algo extraño, como una energía indetectable o como si lo estuviesen vigilando, no dijo nada porque no quería alarmar a los demás. A medida que subía comprobó que la intensidad de la fuerza era mayor, tanta que tuvo que detenerse a descansar un instante. El guía lo observó y sonrió, aunque Alonso creyó detectar en su rostro una sombra siniestra. Ese hombre, pensó, sabe algo de este lugar y aquí pasa algo raro. Hubiera querido acompañar su reflexión con un grito, pero no pudo; su voz se había apagado y sentía las manos adormecidas. De pronto, fue como si estuviera sumergido en una pesadilla de la que no lograba despertar. Sin embargo, sus compañeros no se daban cuenta de que le estaba sucediendo algo y no podían o no querían atenderlo. Se dejó caer y en ese momento el pasaje se oscureció y acto seguido todo lo que lo rodeaba se desvaneció. Perdió el sentido.
Le fue imposible determinar por cuánto tiempo permaneció inconsciente. Y al despertar se vio rodeado por desconocidos. 
¿Dónde están mis compañeros? preguntó, pero los otros lo miraron como que si estuviera desquiciado y no le contestaron. Alonso seguía sintiendo aquella energía, aunque estaba seguro de que se trataba de una pesadilla que había empezado a rodar... ¿o realmente lo habían secuestrado tras suministrarle escopolamina o algún otro alcaloide similar? Tanto fuera una pesadilla como si no, Alonso se sintió muy perturbado; no entendía qué estaba pasando, tampoco alcanzaba a imaginar lo que le esperaba. Pero sus captores sí sabían. Lo encerraron en una choza húmeda, viciada de una hediondez imposible de soportar. Empezó a gritar y su desesperación pudo escucharse por toda la selva, pero nadie acudió a sus demandas. De pronto, un silencio espeso plagó la zona y Alonso se durmió, tal vez agotado de tanto miedo y el terror. Se sumergió en un profundo sueño, que quizás, a su turno, fuera algo soñado, y percibió que una brisa cálida del incipiente verano chocaba contra su rostro feliz y paciente. La sal del mar le acariciaba los pies, parecía que nada lo podría sacar de ese hermoso momento... Pero la sensación placentera no se prologó. Un empujón, una sacudida, y el dolor le estremeció el cuerpo, helado y mojado. Había despertado o caía de nuevo en la pesadilla original. Tenía cortes profundos en la piel y la sangre no coagulaba... corría por sus extremidades ante el frenesí de unos bichos asquerosos que chupaban y chupaban. Alonso solo quería morir, jamás pensó que su propia maldad le jugaría semejante venganza. Recordó a las personas que había asesinado y suplicó compasión. Pensó en sus amigos y en la elección de ese destino... Se estaba encontrando con su propio fin en ese espacio reducido, lo que confería un claro sentido a la tortura que experimentaba... aunque eso no impedía que su cuerpo siguiera desdoblado de la mente.
¿Estás listo? La voz parecía salir del pozo negro que estaba destinado a las necesidades fisiológicas. Alonso advirtió que ese simple detalle le devolvía el sentido a los hechos de las últimas ¿horas? ¿O habían sido días, minutos?
Listo, ¿para qué? logró musitar.
¿Compañeros de aventuras? insistió la voz. ¿Qué te impide pensar que somos los allegados a las personas que mataste?
¿Qué soy? Alonso volvió a sentir que fuerzas incontrolables se apoderaban de su voluntad.
Un repugnante sicario dijo otra voz.
¿Y todos estos años? ¿Nuestros viajes juntos? ¿No somos un grupo de amigos, acaso?
Por toda respuesta, sobre una mesa que Alonso nunca había visto, apareció un arma de fuego, la misma Glock que él había usado para asesinar a tantas personas.
Es un presente de nuestra parte dijo la primera voz. Puedes tomarla y usarla con entera confianza... O seguir en esa jaula hasta que te pudras.
Alonso Ríos gritó durante varias horas más, y solo los pájaros de la selva le respondieron, a su modo. Y también, a su modo, con un frenético batir de alas, saludaron el disparo del final.

Acerca de los autores:
Helga Roberts
Maritza Álvarez
Sergio Gaut vel Hartman


En la mira – Luciano Doti, Daniel Alcoba & Ada Inés Lerner


Hacía tiempo que cada cuadra de la ciudad era monitoreada desde la central de seguridad. Al principio había sido una herramienta necesaria: los vigilantes podían advertir en pantalla a todo ciudadano en actitud sospechosa, para dar aviso al móvil policial más próximo y enviarlo al lugar en cuestión.
Durante el año 2025, esa herramienta ya era utilizada para vigilar las actividades de cualquiera que pretendiera desafiar a los comandantes, también para chantajear a quienes tuvieran bajos instintos y altos ingresos e incluso para recomendar la captura de los instintos sublimes desprovistos de rentas, puesto que no podían ser otra cosa que profetas revoltosos que tarde o pronto acababan sublevando al vulgo, haciendo la revolución. Eso empezó después del Concilio Vaticano XV que instituyó el pleno sacerdocio femenino. Desde entonces las mujeres, además de madres de familia, podían ser párrocas, obispas, cardenales, papas...
En el presente, 2027, las cámaras vigilan sólo a curas y monjas que conspiran sin descanso y con sañuda reciprocidad contra los vigilantes, comandantes y en especial contra aquellos hombres casados que concurren con sus esposas a lugares sospechosos como la Feria de la Verdura, la Exposición de los Frutos Multicolores, las granjas de pollos y pollitos, y religiosos reaccionarios que osan visitar teatros, casas de citas, casinos… Las cámaras ya no vigilan a swingers o a grupos de más de dos personas en hoteles de alta tolerancia. Ahora la principal amenaza es el clero revolucionario y su papisa.

Acerca de los autores:
Ada Inés Lerner

Los coleccionistas del recuerdo inexistente - Omar Chapi, Julia Pateiro & Martin Renard


Es cuando la ciudad se pone gris y melancólica, cuando aparecen. Parte de la Fauna Fantástica que vive escondida en los zaguanes a medio ver, en las esquinas sin sol, debajo de la piel de cemento. Están “Los caballeros del amor cantado” que buscan parejas recién separadas para guardarlas en una canción, las “Damas del vestido apolillado” buscando al hombre que las engañó años atrás y muchos otros...
Pero tú los buscas a ellos. “Los coleccionistas del recuerdo inexistente”. Pensarás, no se puede coleccionar un recuerdo inexistente, pero te equivocas; ellos encontraron la forma de hacerlo y desde entonces, todos los recuerdos inexistentes están en sus manos; tú estás aquí, para hacer que los recuerdos existan. Esperamos por ti, si no encuentras a los “Los coleccionistas del recuerdo inexistente”, y logras que se deshagan de su tesoro, nada existirá, nada cruzará el zaguán del presente rumbo al ayer.
Debes darte prisa, es la hora en que todos rememoran con la almohada. En que los coleccionistas tienen más éxito en la recolección. Cuando susurran al oído de los recién separados: “olvídense”, y al de las damas engañadas: “olvídalo”. E insisten…, hasta que consiguen quedarse con lo más valioso, lo mejor que esas personas podrían conservar del pasado: el pasaporte de ida y vuelta entre el presente y el ayer.
Date prisa, de ti depende que toda esa gente no entristezca, que no se consuma vacía de recuerdos. Que conserve la alegría.

Acerca de los autores:
Omar Chapi

miércoles, 17 de febrero de 2016

Impresiones indelebles - Laura Olivera, Begoña Borgoña & Sergio Gaut vel Hartman


Lidia lloraba desde la mañana, cada vez con mayor intensidad. Al final, la madre no tuvo más remedio que llamar al médico.
—Esta niña ve muertos —dijo el doctor Fulcanelli—, como en la película Sexto sentido.
—Doctor —protestó la madre—; no me diga que cree en esas estupideces.
—Ese no es el asunto; no solo los ve: quedan grabados en la retina de la niña. Cuando acerqué la linterna a la pupila vi a Marilyn Monroe y a Lenin, y también al general Aecio, el que derrotó a Attila.
—No puede ser cierto —se horrorizó la madre.
El doctor encandiló nuevamente a la pequeña Lidia, que se alejó, reticente. La madre le cubrió los ojos.
—Deje en paz a mi hija —ordenó—. Usted es un degenerado.
La niña emitió un gemido, pataleó de repente. Sus ojos se abrieron enormes.
—Hay un hombre —dijo temblando—. Es alto, altísimo, con barba larga y dientes amarillos. —Se estremeció y en su carita se dibujó una mueca de espanto? Viene hacia mí.
La luz de la lamparita comenzó a titilar descontroladamente. El médico soltó el utensilio y quedó como hipnotizado. Cuando comenzó a convulsionar, la madre de Lidia intervino empujándolo al suelo, donde se retorció con estertores horribles.
Abrazó a su hija y la curiosidad la impulsó a mirar sus ojos opacos; en cuyo fondo vio el rostro aterrorizado de Fulcanelli, moviendo los labios mientras trataba de transmitirle un mensaje ininteligible.

Acerca de los autores:
Begoña Borgoña
Laura Olivera
Sergio Gaut vel Hartman

Avenida solitaria - Sergio Varela, Ada Inés Lerner & Carlos Enrique Saldívar


Las pisadas de los tacos reverberaban en el silencio de la medianoche con un eco insinuante. Él permaneció en el cordón para verla desfilar desde el palier. Ella lucía sus pies desnudos enlazados en el cuero de las sandalias, sus piernas bronceadas y morenas, su boca amplia, carnosa. Se dieron un beso húmedo con las lenguas exorbitadas de las bocas. Él rozó el pecho derecho de ella, libre de soutien. No tengo bombacha, le dijo ella al oído. Él comenzó a bajarse el cierre con una mano, con la otra excitaba a su compañera, besaba los pechos mientras luchaba con el pantalón que se negaba a bajar, la posición de su cabeza abajo, la mano libre recorriendo… quedó rígido sin poder enderezarse porque el ciático le jugó una mala pasada, el cierre se enganchó en la piel de su miembro. Quiso gritar de dolor, tenía la boca ocupada, ella no percibió el momento, se apartó frustrada: —Y por qué no vamos a mi casa. —¿Dónde vives? —Cerca, en la avenida. Caminaron abrazados, él cojeaba un poco, aunque no se había hecho gran daño. Llegaron a la avenida, lucía tétrica, no había más gente que ellos dos. Entraron por un callejón que parecía no tener fin. Adelante, en una pared, había un enorme agujero. Él, asustado, no quiso continuar. Su acompañante le clavó las uñas, lo arrastró y lo introdujo al hoyo. Las crías de ella despertaron y cenaron al desdichado.

Acerca de los autores:

La llave - Evelyn Cano, Carmen Rosa Signes Urrea & Sebastián Ariel Fontanarrosa


Dos vueltas en la llave y saldría disparada, huiría dejando atrás su pasado. La cerradura parecía resistirse así como sus pensamientos. Tras el primer giro los interrogantes de siempre: ¿habría desconectado la luz, el gas, el agua…? ¿Vaciado todos los cajones y limpiado hasta el último rincón? Ya casi estaba, giró de nuevo por última vez: ¿habría logrado disimular la mancha de sangre del colchón? ¿Ocultar perfectamente los miembros descuartizados de su cónyuge? ¿Borrar la sonrisa irónica de su torturador? Paso a paso, descarta impedimentos. Recorre en su memoria la preparación de la última cena. La puerta cerrada da al café que le estaba prohibido, junto al resto del mundo. Salir, servir los platos, hablar con un par de clientes. Cobrar (siempre hay que cobrar). ¿Qué más? Disimular. Esperar. Una noche más para borrar las huellas estrenando precaria libertad. Y la llave da el segundo giro. Don Tiburcio, en cuanto abandona la pieza travestido con esmero, (ocultando un fusil FAL) tras la barra como gesto de bienvenida esboza una enorme sonrisa cautivadora, carnosa carmesí de dientes albos y perfectos. Tiburcio Garayteche categóricamente podría haber sido el hermano gemelo de Marylin Monroe. El ex sargento ahora cocinero, y viudo flamante esperaba aceptación. Contrariamente, si la clientela allí presente se lo tomaba a gracia… correría sangre.
El milagro fue breve, cuando apenas pasado el mediodía la bruta carcajada del comisario fue la llave que abrió la puerta de la tremenda masacre. 

Acerca de los autores:
Evelyn Cano

sábado, 13 de febrero de 2016

El bar de Marcos - Martín Renard, Omar Chapi & María Brandt


Marcos tarde se dio cuenta de que la tienda de vinilos no era el mejor negocio en estos tiempos. La acelerada evolución electrónica lo arruinaba todo; en fin, ya nadie compraba vinilos, resultaba más cómodo y barato bajar música al IPod y escucharla sin mayor problema. Encima tenía que pagar el elevado costo del arriendo del local; así que decidió convertir la tienda en un bar para gente de paso. Conservaría la vitrola y la decoración. Difícil que Marcos se desprendiese de su amada colección, de la gata amarilla y del placer de oír discos de jazz mientras se toma un Martini en la vereda. El rústico público de estibadores y obreros de la construcción, que en medio del bullicio consumía cerveza tras cerveza, no apreciaba los conciertos de Bill Evans. Empezaron a pedirle que instalara una televisión para seguir los partidos de la Liga, pero Marcos resistía, porque su bar, como todo lo que emprendía, debía ser único. Única resultó entonces aquella pantalla gigante que concedió poner al fondo del Bar. Debió ser un éxito su estreno. Se jugaba el partido Argentina-Inglaterra pero los clientes no tardaron en darse cuenta de los poderes del artilugio; al parecer, bastaba con gritar las órdenes al aparato para que se cumpliera lo pedido. Cambios sin sentido, marcas que se detenían, jugadores que mutaban en otros. Argentina perdió por doce goles. Marcos cambió la pantalla por un toro mecánico. Nadie volvió al bar. 


Acerca de los autores:
María Brandt
Martín Renard

La última cita - María Elena Lorenzin, Alejandro Sosa Briceño & Esteban Dilo.


Se vistió sin descuidar detalle. La corbata amarilla que ella tanto odiaba lucía sin remordimientos alrededor de un cuello que comenzaba a desbordarse. Los años no habían pasado en vano, es más, habían destilado una rancia ponzoña difícil de borrar. Mientras se daba los últimos retoques, se preguntaba si la muy zorra recordaría la corbata que ahora finalmente se había decidido a usar. Nada de prisas, se dijo, devolviéndole al espejo una sonrisa cómplice. Salió de casa como de costumbre, sin despedidas. No iría a la tienda, atender clientela y vigilar la caja le tomaría el día. Así pasaba los años y él quería cambiar aunque solo fuese por un día, caminar con calma hasta el café de la esquina, sentarse a leer la prensa amarillista y entre sorbo y sorbo de una humeante taza contar corbatas desfilando frente a su casa. Una corbata azul a rayas le hizo suspirar, pensar en vacaciones y viajar, mañana mismo si era posible. Luego del café se dedicó a caminar, pensando en la soledad que le esperaba. Llegó a su casa, cansado pero con la cabeza fresca. Subió en silencio a la habitación. Su mujer dormía. Se descambió, observando cómo respiraba. Tomó la corbata anudada y se acomodó al lado de ella pasando la tela por su cuello perfumado. Fue apretando de a poco. Ella se despertó asustada y lo atravesó con su mirada. La última imagen fue la corbata amarilla. La recordaba.

Acerca de los autores:
Esteban Dilo
María Elena Lorenzin

El contrabando - Luciano Doti, Rolando José di Lorenzo & Ada Inés Lerner



Anclaron en la bahía para dejar mercadería en tubos de vidrio opaco que había comprado un importador. La carga iba en un gran refrigerador que tenía el barco de bandera sují, capitán ruso y navegantes de diversas procedencias. Los tripulantes no supieron de qué se trataba hasta el momento de descargar, pero esa ignorancia no los salvaba de ser cómplices según la policía local. Al saberlo algunos se refugiaron en la selva. El capitán no aceptó responsabilidad alguna y el seguro negó el pago.
Ese no era el mejor país para quebrantar la ley de contrabando. El gobierno, a cargo de un autócrata, trataba esos asuntos con mano de hierro. Inmediatamente se ordenó que un grupo de tareas de la policía saliera en busca de los fugitivos. La selva se convirtió en el teatro de operaciones de una persecución de características cinematográficas. Mientras, en el puerto, tanto la nave como la controvertida carga eran custodiadas por otro grupo de la misma policía.
Dentro de los tubo, se encendió una luz azulada y los vidrios comenzaron a estallar saliendo de ellos unas larvas azules que se retorcían por la bodega. Crecieron hasta ser del tamaño de los policías, convirtiéndose en seres voladores; estos, al verlas corrieron desesperados pero igualmente fueron devorados. Las criaturas volaron hasta el bosque arrasando con todo ser vivo. Se trataba de una manga de langostas gigantes experimental, adquiridas al estado líder del mundo por un estúpido importador que creyó que se haría rico con una nueva droga.


Acerca de los autores:

martes, 9 de febrero de 2016

Viajeros arrepentidos – Sergio Gaut vel Hartman, Ada Inés Lerner & Rolando José di Lorenzo


—Discúlpeme, señor —dijo el conductor del colectivo—, se lo digo con el mayor respeto: una vez que usted asciende al vehículo y ha pagado el pasaje, el mismo no se reintegra.
—Pero me arrepentí. Iba a la casa de Julia para pedirle perdón, pero descubrí que no es una buena idea.
—Sus problemas personales no son de mi incumbencia. Si se quiere bajar, hágalo, pero el dinero no se devuelve. Hemos recorrido diez cuadras desde que usted subió y esto podría ser solo una estrategia de su parte para viajar gratis.
—¿Usted me cree capaz de hacer algo así?
—He visto cosas peores, señor.
—¿Peor que haberme peleado con Julia? Imposible, nada puede ser peor —dijo el pasajero ofendido
—A mí me pasa algo parecido señor—dijo amablemente una señora del primer asiento, apoyando la mano en su brazo—; hace años que hago este trayecto, al principio me bajaba pero nunca me animé a tocar el timbre de la casa de mi amado. Me he arrepentido mil veces de subir al colectivo, como de no haberle pedido perdón. 
El pasajero la miró sin entenderla y se animó a preguntar: —¿Y nunca pidió devolución del pasaje?

Acerca de los autores:

Preocupación - Ana María Caillet Bois, Omar Chapi & Helga Roberts


Heriberto salió camino al trabajo con la cara contracturada por la preocupación: su mujer, Clotilde, estaba distinta, floreciente, bella. Siempre había sido tan casera, tan servil, que le sorprendía que de la noche a la mañana no parara en casa. ¿Estará enferma y no quiere que me entere?, se preguntó. Pero no, no estaría tan contenta. Iba pensando en los cambios de Clotilde, cuando de pronto, se detuvo en un semáforo y los ojos se le salieron de las órbitas y cayeron en medio de la avenida, justo en el momento en que captaron la imagen de su esposa del brazo de un hombre joven, caminando por la calle despreocupadamente, con una sonrisa dibujada en el rostro. Se quedó ciego por un momento, pero pudo escuchar el rechinar de los neumáticos, luego dos o tres golpes secos. Se había producido un accidente de tránsito. Las explicaciones posteriores no se entendieron y tal vez, nunca se entiendan, porque el conductor del Mercedes Benz que fue el que hizo la maniobra peligrosa, repetía aquella frase como una letanía.
—Frené para no atropellar a un par de ojos.
—Un par de ojos —rió el agente de tránsito—, todos nos accidentamos por lo mismo. Los medios de comunicación se volcaron a las calles, el debate sobre el accidente estaba a la orden del día.
—Un par de ojos arrojados a la calzada serían los causantes de una colisión múltiple en la avenida Simón Bolívar —informaron los noticieros aquella misma tarde. Los espectadores se rieron, creyendo que se trataba de una broma, puesto que no habían escuchado nunca antes que a alguien se le cayeran los ojos, y mucho menos en la calle. Lo cierto es que las primeras imágenes presentadas por los medios mostraban a Heriberto buscando a tientas sus órganos visuales en la acera y la calzada. El mismo Heriberto se reía viendo por el alboroto que se había formado en torno al desdichado incidente, ya que jamás imaginó que ver a Clotilde en tal situación iba a causar semejante descontrol.
—Esos ojos eran los míos —le contó a un amigo mientras miraban las noticias tomando un café.
—Estás de buen humor —rió este. De pronto, Heriberto sintió una energía muy fuerte que emanaba de sus entrañas; descubrió que sus ojos tenían una potencia que los hacía pujar hacia fuera y la presión ocular fue tan formidable que los ojos cayeron al suelo... No podía entender semejante fenómeno, por lo que tardó un buen rato en recuperarse del asombro. Con el tiempo empezó a darse cuenta que cada vez que surgía esa furia del interior de sus órganos, se producía la expulsión de los ojos. De modo que armó un plan para cambiar su vida. Clotilde dejó de importarle, también su empresa y su status social. Por primera vez en su vida se sentía diferente y libre de escollos sostenidos por la rutina. Se divorció de su mujer, donó sus acciones a la Iglesia y partió. Su búsqueda terminó al unirse a un circo que aceptaba todo tipo de fenómenos, cualquier cosa que fuera extraña y ajena a lo posible. Heriberto recorrió el mundo y cada vez que provocaba el salto de los ojos, recordaba su antigua vida y el público estallaba. La preocupación paso a ser un divertido espectáculo.


Acerca de los autores:

Triscaidecafobia - Patricio Bazán, María Elena Lorenzin & Alejandro Sosa Briceño


Lucas Costa había consultado el tarot y la carta número trece, La Muerte, se empeñaba en salir una y otra vez. Para colmo, era martes trece, nada era peor que ese número para un triscadeifóbico. Intentó llamar a su novia, pero su dedo se paralizó en el aire al ver que el número telefónico contenía la funesta cifra. ¿Cómo no lo había notado antes? Probó enviar un correo electrónico, pero advirtió alarmado que tenía trece mensajes sin leer. ¡Ese maldito Tarot! No tendría que haberlo consultado. Estaba dispuesto a quedarse en casa todo el santo día cuando sonó el teléfono. Lo levantó con temor. Era de la oficina de correos. Había un paquete a su nombre y le pedían que fuera a retirarlo. La voz que le daba el recado le aseguró que era urgente que lo retirara hoy. Lo pensó muy bien. No esperaba ningún paquete y nada ni nadie lo iban a sacar a él de casa, su refugio seguro.
—¿Cuánto me costaría si lo envían a mi domicilio? —preguntó.
—Déjeme ver... Trece libras... Trece con trece.
Le tembló un párpado.
—¿Cuánto? —dijo sin resuello 
—13.13.13.13.13...
Vomitó. La arcada lo dejó de rodillas. El teléfono en el suelo repetía el número sin parar.
En un balcón verde lima dos enfermeros fumaban. Al terminar su cigarrillo, el alto preguntó:
—¿Sabes qué le pasó al catatónico de la trece?
—No sé, ya estaba así cuando lo trajeron esta mañana.

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viernes, 5 de febrero de 2016

Arzobispado de Maguncia – Daniel Alcoba, Héctor Ranea & Sergio Gaut vel Hartman



—Habida cuenta de que tus relaciones con el nuevo papa son tan fluidas y sedosas —dijo Abocal apurando un nuevo trago de ajenjo— ¿por qué no me conseguís el arzobispado de Maguncia que es lo que siempre soñé?
—Está difícil —respondí—, todo el mundo aspira a ese arzobispado.
—Usaría la pilcha y las gemas que manda Aarón el hermano de Moishe, en el Levítico —insistió Abocal—. Tienen doble propósito, además del ritual sirven para hacer musculación de cintura, pecho, hombros, brazos y espalda.
—De acuerdo —bufé—. Contá con ese arzobispado. Me imagino que te tienta el rojiblanco, los colores de la casa.
—Este pide fuerte porque tiene la certeza de que la hechicería no joderá la paciencia —terció el profesor Sandoval hincando el diente en una empanada salteña.
—Gracias a tu amistad con la Bruja Vieja y la Bruja Joven —completé.
—Exacto —reforzó Abocal—. Y también porque los magos de Salmansar —los que son amamantados hasta los cuarenta y nueve años por noventa y ocho brujas nodrizas— están en vías de extinción.
—¿Y eso qué tiene que ver? —protesté—. Con esa acotación te estás saliendo del carril.
—Quiero ser arzobispo, che. No tengo intenciones de ser tren. Tren es este Sandoval, que salió de ningún lado. ¡La Vieja y la Joven! —agregó con sarcasmo Abocal—. ¡Le ponen cada eufemismo a las cosas, acá!
—¡Callate Abocal, que se me atora la empanada! —tosió Sandoval, doblado de la risa—. En Maguncia vas a tener trabajo con las Brujas. Pero en el santuario de Beodus, el vino carmín te va a teñir esa peluca de añil —dijo conteniendo una segunda carcajada.
—¡No metan a Beodus en esto! —protesté con tanta energía que se recalentó la empanada de Sandoval—. Si tengo que darle seda al papa, me pongo a tejer junto a los gusanos, ¿me entienden? —Pero Abocal ya se estaba probando imaginariamente los ornamentos de Aarón y casi no oyó el ruido de la empanada que, caliente como estaba, había sido arrojada por Sandoval y fue a parar donde la mitra encuentra al paramento, metiéndosele por la espalda hasta donde ésta cambia de nombre. Y eso que el traje era imaginario. Siguió una escena apoteótica, digna de Schönberg.
Como ha escrito y apostrofado el jesuita Jacques Lacan, "lo imaginario también existe". El rabí Apelbaum, también francés, lo confirma: "lo imaginario existe igualmente". Y es hora de que agnósticos y ateos comprendan que es por ese fuste por el que hay que coger los cálices eucarísticos, y todos los otros. Con esto quiero decir que aunque las vestiduras aaronianas de Abocal eran del todo imaginarias, el efod de oro, lino debute que ni en el Once, y otras fibras vegetales tintadas de púrpura, violeta, escarlata, carmesí, retuvo la empanada caliente contra la cresta de la nalga izquierda del flamante candidato a la arquidiócesis de Maguncia, Mainz para los alemanes que la tienen en su territorio. Abocal supo en carne propia que el oro puro del que estaba hecho el efod era un excelente conductor del calor porque la cenefa tejida con hilo de oro que seguía el contorno de la túnica sacerdotal, estaba por la espalda y la cintura cortocircuitada por un cíngulo también de oro laminado. La empanada envió el chute de energía calórica a través del cíngulo que calentó la cenefa del efod y Abocal se quemó entero. ¡Pero no blasfemó!
La empanada solo en apariencia era trivial. En ella radicó la eficacia litúrgica… Que digo la eficacia, la taumaturgia, la trascendencia de la ceremonia. Ahora no era una zarza lo que ardía sino un efod. La empanada salteña valía por “una pieza de pan, una torta amasada con aceite y un pastelillo de la canastilla de los ázimos que está delante de Yahveh”. Aunque en verdad quien estaba delante de Sandoval, que ofició la consagración de Abocal a la Sede Arquidiocesana de Maguncia no fue Yahveh sino el Holandés Errante, que ya se salía de la vaina por acabar la historia, regresar al barco y hacerse a la Mar Dulce.
—¿Saben qué? —había exclamado el Holandés Errante entrando como un torbellino a la taberna “Solo Ajenjo” de Oktyabrskiy, cerca de Yakutsk, en Sajá, Siberia Oriental—. Me salgo de la vaina para terminar con esta historia; ustedes me tienen podrido.
—Hey, ¡qué humor de mil demonios mongoles! —protestó Sandoval a quien todo el asunto de la empanada lo había perturbado más allá de lo admisible—. Justo cuando íbamos a proponerlo como oficiante de la consagración de Abocal a la Sede Arquidiocesana de Maguncia.
—¿A mí? —espetó el marino estupefacto—. Soy más ateo que Bakunin en el baño.
—Es que usted —agregué—, es la persona más imparcial y honesta que conocemos, aunque su intemperanta arrogancia induzcan a pensar lo contrario.
—Sepa —concluyó Abocal reteniendo las lágrimas— que aunque la empanada envió un chute de energía calórica a través del cíngulo que calentó la cenefa del efod y me quemé entero, no blasfemé.
—No blasfemó. —El Holandés Errante me miró fijo a los ojos, convencido de que mi relación con el papa, con el gran rabino de Jerusalem y con el imán Abdul Abdullah Abducidul era parte de la conspiración internacional de los anarquistas ortodoxos. Y solo repitió la misma sentencia hasta que se terminó el ajenjo—. No blasfemó. —La mirada santa del errabundo neerlandés se posó en las asentaderas del recién quemado. Fue apenas un parpadeo, una nada. Sandoval me aseguró treinta años seguidos de que lo que vio desafió las leyes de la física comprendidas en el cuarto tomo orgiástico de las partículas y los partículos, al menos. En síntesis, el santo varón de las tierras bajas parece que lanzó a las asentaderas santas del recientemente nominado Arzobispo de Maguncia una chispa de luz, una centella de ectoplasma o una semilla de chile serrano (o chile habanero, vaya uno a saber, ¡hay tantos!) el asunto es que el paramento santo se convirtió en una tea que ardía sin quemar, una gran tela que mutó del blanco y rojo al azul y grana, con lo cual el Arzobispo fue, por unos instantes, un granadero, una pila de granadas, y de ellas salió un zumo dulce como la saliva de una mujer en medio de un orgasmo, lo que nos sobresaltó al Holandés Errante, al profesor y a mí, en ese orden, pero por sobre todas las cosas le hizo gritar al pobre Abocal.
—¡La pucha que está jodido comer empanadas!

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Héctor Ranea
Daniel Alcoba
Sergio Gaut vel Hartman

Solo de papel - María Brandt, Soledad Cruella & Köller



De ahora en más, una por semana. Es lo único que te pido. Ya viste que la convivencia nos está matando. Soy detallista. Y hace mucho, mucho que vivo sola. Me gusta, para qué negarlo. Te dejo todo, hasta la tele que compramos juntas. ¡Pero escríbeme, capullito! Por correo, como antes, como cuando empezamos a conocernos. Una por semana: una carilla. Con tinta verde, como le gustaba a Neruda. No te pido más.
Tuya, siempre.
Gabrielita.

Abandónica shilenita: Dejás hasta la tele, pero no encuentro el control. Me pedís el verde y no sé dónde corchos están las Bic, las comunes. No es ingratitud, es desconcierto. Fue una época feliz. Adoré ser tu polola; tus: “vas en conchaeltcháfico”, cuando aludías a mi modo de ser. Hoy sé, Gaby, que la convivencia para mí es sólo posible con una mascota o un GPS; rebusco en la obra de Neruda, y quiero piantármelas ya mismo, confieso. “Confieso que he vivido”, me lo dejaste también, pero ni lo abro y me despido con un “no se culpe a nadie”.
Tu ex.

¡Ay Celeste! Observo al detalle el panorama: dejaste los diez bollos de papel desordenados sobre la mesa y encontraste la lapicera verde. Ahí está, y una nueva hoja en blanco que me mira como sin entender. Nunca me he sentido tan vacía, pero no podía complacerte, y eso que aún te sentía latiendo en mi corazón. ¿Dios, por qué me has traído hasta acá? Un nuevo bollo. ¿Que no culpe a nadie? ¡Claro que no! Tendría que culpar al mundo entero.

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El rostro asignado – Laura Olivera, Patricio G Bazán & Claudia Isabel Lonfat


Avanzó despacio; le sobrara el tiempo y la noche estaba tan linda para respirar hondo y llenarse de luna. No conocía a su víctima, pero igual se sentía tranquilo; en veinte años de profesión, jamás había errado gracias a su sorprendente capacidad para retener imágenes: una sola fotografía era suficiente para identificar de inmediato el rostro asignado. Por eso era el mejor, aunque además sus técnicas eran limpias, impecables. La que más disfrutaba era el tiro seco en la frente. Un segundo y ¡zas!, al más allá sin escalas. 
Para él era solo un trabajo, no había pasiones que lo movilizaran, ni algo morboso o perverso. Lo único que buscaba era ser lo más práctico posible. Atrás había quedado el tiempo de atropellarlos o cortarles el cuello, eso era trabajo de principiantes, y dejaba las manos sucias, pensaba durante la espera.
Ahí estaba ella, igual a su imagen mental, alta, un poco desgarbada, pero bella en su rareza exótica. Cuanto más se acercaba, menos quería matarla. Él, que había disparado más flechas de plomo que Cupido, ahora temblaba al mirarla.
En lugar de una ejecución, la invitó a un café. Parecía la mujer que estuvo esperando desde que nació, hecha a su medida.
Charlaron durante horas. Todo era miel y rosas, hasta que sintió que le faltaba el aire.
Ella lo notó, pero la tranquilizó sonriendo: —Es el Amor
Ella negó con la cabeza. —Neurotoxina. Lo siento, llegó tu retiro.

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lunes, 1 de febrero de 2016

La hechicera - María Angélica Vicat, Sergio Gaut vel Hartman & Omar Chapi


La hechicera llegó caminando, gastadas las sandalias por el desierto, y se sentó en el borde de la fuente, mirando las altas murallas a sus espaldas. Inclinada, vio sobre el agua como todo se teñía de sangre. Necesitaba un guerrero. Alguien que la salvara. Se bajó la capucha del manto y su largo cabello rojo cayó y resplandeció al sol... Observó que por la puerta norte entraba un jinete. No tenía para nada el aspecto de ser su potencial salvador. Le calculó unos cuarenta largos y estaba por olvidarlo cuando vio su espada. De inmediato toda su atención se dirigió, con disimulo, hacia él, pero la mente del hombre estaba cerrada, como si la rodeara un muro de piedras. Trató de alcanzarla y se asustó porque se dio cuenta que él lo sabía, sabía quién era ella y se estaba acercando a la fuente. Bajó del caballo de un salto, con una agilidad inesperada y la contempló con unos ojos azul profundo en los que se notaba, bajo el polvo que lo cubría, que era un hombre del norte. El desconcierto la invadió porque nunca antes hombre alguno, sea mago o guerrero, se le había acercado con tanta confianza en sí mismo, y lo peor era que ni siquiera lo reconocía. Volvió a intentar entrar en su mente, pero seguía siendo inaccesible para sus poderes psíquicos; por lo visto ya no tenía la misma fuerza que en otros tiempos.
—No temas, no voy a hacerte daño —dijo, al fin el caballero.
—Ya lo he visto en tu aura — aseguró ella, tratando de ocultar su desesperación.
—En cambio en ti veo desaliento —aseguró él, con aire de solvencia.
—Solo puedes estar aquí por una de dos razones —observó con acierto la hechicera—, para matarme y liberar al pueblo de mis hechizos o para ayudarme a reconquistar el trono del último rey cristiano.
El caballero rió con estrépito; la hechicera tenía intactos sus sueños de grandeza y eso le causaba risa; sin embargo, nunca había visto a alguien con semejante determinación.
—Te equivocas —aseguró él—, no te ayudaría incluso si ese fuera mi destino, tampoco te mataría; hacerlo sería asesinar a alguien indefenso. Soy un guerrero, no un asesino.
Con tanto poder debía ser algo más que un guerrero, ella presentía que él era el elegido, debía encontrar la manera de descubrir su naturaleza, su origen. Pero supo de inmediato que él no revelaría más de lo que deseaba revelar. De pronto, como una iluminación, irrumpió en su mente y su corazón el motivo de la renuencia del caballero.
—¡No eres de este mundo! —exclamó.
Fue el turno del caballero de quedar sumido en la mayor perplejidad. ¿Cómo había…? ¿Cómo pudo saber…? Se recompuso, tocó la empuñadura de la espada, en el que residía el ansible que lo mantenía comunicado con su mundo de origen, y frunció el ceño.
—No soy un ser sobrenatural, si a eso te refieres —se defendió.
—No me refiero a eso —replicó ella con los ojos brillantes de emoción—. ¡Por fin me encuentras! Mi exilio puede terminar.
—¿Tu exilio?
—Hace casi mil años que naufragué en este mundo…
—¿Shylah?
—¡Sí!
—Por fin te encuentro, sublime traidora. —Y extrayendo la espada de su vaina, con un solo movimiento, el guerrero decapitó a la hechicera.



La llamada – Vladimir Koultyguine, Ada Inés Lerner & Rolando José Di Lorenzo



Al despertar, Alex no veía nada. Ni luz, ni oscuridad. Un inmenso vacío de nada incolora. Eso sucedió en los primeros momentos; luego se fue acostumbrando. Al cabo de un rato descubrió una maraña de hilitos de colores indefinidos. Incapaz de hallar una idea mejor, se dedicó a buscar los extremos de esos hilitos; no tuvo éxito, pero por lo menos así pasaba el tiempo. Ensimismado en este quehacer, comenzó a recordar por qué estaba así. ¿Qué hacía ayer? ¿Qué era ese lugar? ¿Fue una cerveza de más? En un momento se espantó pensando que podía estar enterrado, respirando las últimas gotas de aire. Descartó de inmediato tal suposición porque obviamente ya había pasado más de una hora, y no sentía el menor síntoma de asfixia. De repente oyó sonar un teléfono, pero como si el sonido se produjera dentro de su cabeza. Entonces, ¿no estaba muerto?
—Hola —dijo Alex, por costumbre —, ¿quién es?
—Yo soy Él —respondió una voz de barítono—; usted llamó; ¿qué necesita?
—Para empezar, necesito luz. —Alex estaba fastidiado
—En el espacio no hay luz exterior ¿para qué la quiere? —le contestó Él—. No hay nada que ver.
—Quiero ver adónde estoy, ver a otros, leer —explicó Alex
—Está en el espacio, solo, y sería conveniente que leyera su alma y para eso no necesita luz exterior, sería un gasto innecesario. Debe tener bastante que explicarse a sí mismo para poder responder al Tribunal.
Se escuchó un click, sí, era como si tuviera un chip en la cabeza. Alex quedó perplejo y preocupado. ¡Qué viejo chinchudo y amarrete! ¿Tribunal? ¿Por alguna cerveza de más? ¿Qué era ese cablerío? ¿Una central telefónica? Mejor no la tocaba más. Al menos sabía que no estaba solo. ¿Cuál sería el interno del restaurante? Quería comer y beber una cervecita. Sonó el teléfono y a una voz distinta que le decía:
—No tenemos esos servicios, además no le hace falta. —Luego el click. Eso era suficiente para entender lo que ocurría. Había pasado a un estado diferente, se había convertido en una especie de energía, y si no veía su cuerpo era porque no lo tenía. Dejó de tener dudas: estaba muerto y la primera comunicación había sido con el Creador, y con seguridad la segunda con algún empleado. Debía estar en el temido Purgatorio, en espera del Tribunal, por eso Él le había pedido, más bien ordenado, que analice su alma; luego de eso se lo premiaría o castigaría por toda la eternidad. Él no había matado, ni robado, solo se afectaba así mismo con la bebida, el cigarrillo, las comilonas… Claro estaba lo de las mujeres, la infidelidad, la mujer del prójimo, etcétera. Eso no era tan grave. Lo podría hablar, para eso había sido abogado… Elaboró la estrategia de su defensa y espero el llamado. El llamado se produjo.
—Esto es una previa al juicio, ¿analizaste tu alma? —dijo Él.
—Sí, Señor; y pido perdón por mis culpas y no reniego de tu castigo, aunque fueron cosas meno…
Lo interrumpió la voz de Él que decía:
—Negro, llevátelo… se entregó solo.
—Listo —contestó el Demonio principal.

Acerca de los autores:
Ada Inés Lerner
Vladimir Koultyguine
Rolando José Di Lorenzo

Inversiones - Omar Chapi, María Brandt & Martín Renard



En la mañana, Gregorio despertó con náuseas, boca arriba, tendido en una superficie desconocida. Aterrorizado, quiso mover sus antenas para guiarse y estas no respondieron. El peso del cuerpo era terrible, la cabeza miraba hacia el sitio equivocado. Se estremeció al notar que no tenía patas. De pronto, entre sollozos, sintió que lo metían en una funda, lo bajaban al parqueadero y lo arrojaban en una fría camilla.
—Estoy vivo —intentó gritar, pero era inútil, las palabras, los gestos, los movimientos lo habían abandonado. Ajeno a esos ruidos tan humanos, en la oscuridad, se aquietó. La morguera marchaba, dejando atrás a esa familia envuelta en llanto. Ni un funeral, un adiós, ¿nada? Se sentía indigno, pero ¿qué podía hacer? Entró en un estado de letargo.
Después la luz, y una voz dulcemente aterradora:
—Nunca vi un ejemplar de tu clase —anunció la joven. Recordó cómo era el proceso de disecación de escarabajos y quiso avisarle, gritarle con toda su voz, que todavía vivía, que todavía sentía, pero solo era capaz de emitir unos gorjeos viscosos y horribles a los oídos.
El bisturí brilló, resplandeciente e ineludible en las manos de la joven, antes de hundirse en su caparazón. Creyó que el dolor lo mataría cuando el escalpelo trazó una Y en su tristísimo cuerpo. Pero en verdad, fue una sola y reparadora maniobra. El viento lo abrazó y sus nuevas alas se movieron en busca del cielo.

Acerca de los autores:
María Brandt