sábado, 29 de agosto de 2015

Bífido - Héctor Ranea, Patricio Bazán & Claudia Isabel Lonfat

 

Después de una larga noche, donde los sueños se iban sucediendo uno tras otro como nunca antes, desperté sobresaltada, y en ese estado de semiconciencia desapareció todo vestigio de ellos, como si hubiese reseteado mi memoria. Fui al baño, me refresqué la cara mientras sentía que las sienes me palpitaban y una sensación extraña recorría mi cuerpo. Bostecé, me miré al espejo y vi la metamorfosis; como mi lengua se desplegaba dividida en dos y la piel había adquirido cierto verdor que un poeta francés definió como verdâtre aunque no sé bien si era ese color (nadie sabe qué color piensa otro, ni la imagen suya en el espejo).
En mis ojos reflejados vi la luz de las serpientes, sentí en la garganta (tal vez la refleja) la sed de una cobra y mis sueños volvían uno a uno en formas de humanos aterrorizados por mis colmillos tensos y mi mordida letal. Sentí el poder que en mis sueños había perdido hace tantos eones.
Pero ahora estoy completa: admiro mi nuevo cuerpo, mientras en el suelo comienza a secarse la piel de una mujer mortal. Vuelvo a encantarme frente al reflejo de mi antigua imagen: Uadyet, Hija de Anubis y esposa de Hapi-Meht. Nodriza de Horus niño, hijo de Isis, y enemiga de Seth.
Soy la diosa cobra. Represento la vida, la fertilidad y la fuerza del crecimiento. He dormido y he despertado: un nuevo mundo me espera.


Lo que nos sucedió en las vacaciones - Cristian Cano, Javier López & Begoña Borgoña


Marcela se levantó y, corriendo las cortinas, espió hacia el bosque. Desde la cama escuché a alguien hachar madera. También la vi sorprenderse y taparse la boca, y, agarrándose la cabeza, me observaba a cada rato para constatar que dormía. Pero no era así. Fingía dormir y miraba lo que ella hacía en las noches. Ahora una claridad verde pintaba su rostro y todo el suelo de la cabaña, como si el bosque se hubiera adueñado de ella. Pero, ¿por qué ese resplandor? Faltaban horas para el amanecer y la luna llena no podía inundar de ese modo la estancia. Si acaso, azuzaba a las lechuzas para que emitieran chirridos cada vez más penosos. 
—¿Qué ocurre? —le pregunté, simulando el aturdimiento de quien acaba de despertar. —Ya vienen —respondió Marcela, asumiendo en el tono de su voz un destino ineludible. Pisadas gigantes, monstruosas, derribaban los árboles a su paso, haciéndolos crepitar como si fueran ramas secas. Me surgieron preguntas, pero no logré articularlas, y una angustia feroz paralizó mis entrañas. La puerta se abrió de golpe y apareció un hueco enorme, un vacío abismal que comenzó a tragarse todo. La luz brotó del centro de esa nada para encenderse cual antorcha cegadora y, antes de que mis retinas se fundieran con ella, vi a Marcela consumida por una llamarada negra, arrastrándola hacia el agujero que se cerró abruptamente en la más profunda oscuridad.

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martes, 25 de agosto de 2015

Expansión de la conciencia - Sergio vel Hartman, Omar Julio Zárate & Lucila Adela Guzmán


Necesitado de alguna droga que activara su adormecido cerebro, Hugo Mortimer fue al dispensario del barrio y pidió que le recetaran algunos estimulantes, pero el doctor Yebra le dio unas drogas de diseño, tan inofensivas que hasta un niño podría haberlas ingerido. Además, el efecto de los fármacos duró muy poco tiempo y Hugo se dirigió al centro para tratar de conseguir algo más potente.
—Te’go a’go que te hará vo’ar —dijo Lupus Gore, el mayor traficante de la zona.
Había ya probado tantas que dudó, pero ya estaba allí, no era cuestión de echarse atrás y además eso de tener que saltar a otra dimensión a buscar otro proveedor no solo no le gustaba sino que además sentía que no tendría fuerzas. Tomó lo que le dio, le pasó los créditos convenidos y buscó un lugar adecuado. Inyectó toda la jeringa de una a pesar de la advertencia.
—O’o de a po’o, es muy fue’te.
Perdió la visión, la sintió caer por una de sus orejas. Luego perdió la audición, pudo palparla mientras se le escurría por una lágrima demasiado rara para ser suya, hasta que entendió que ella salía de ese lagrimal inhumano que todos esconden para no llorar. Así, lagrimeaba por su tercer ojo cuando expulsó al hemisferio izquierdo a través de un estornudo. Él era como todos: alérgico, alérgico a su propia divinidad. Quiso retener el hemisferio derecho con un pañuelo, pero no pudo. —¡Q´poq´día! —dijo.

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La ignorancia es peligrosa - Rolando José di Lorenzo, Ada Inés Lerner & Luciano Doti


Julia se desnudó delante de los dos aliens escondidos en el placar que espiaban sus movimientos. Entró a ducharse y Kiev aprovechó la puerta abierta para ir detrás de ella, por curiosidad. Luego, ya relajada de la trajina diaria, la mujer se recostó. Rem quedó escondido. Kiev y Rem eran machos y conocían la sexualidad humana pero no la violencia de algunas féminas. Julia, adormecida y con placer, dejó hacer a Kiev... para después cercenarle la cabeza, como lo hubiera hecho una mantis religiosa.
Rem se asustó mucho con ese acto, por lo que se le acercó a Julia lentamente, con las manos a la vista, y mediante señas le hizo saber que se haría cargo del cuerpo y que no quería problemas. Julia observó mientras el alien se comía a su compinche. Rem estaba temeroso, nunca hubiera imaginado una actitud así de una terrícola. Cuando terminó con el último pedacito de su congénere, se incorporó y vio con terror que ella estaba nuevamente en la cama, esperándolo. Rem realizó vigorosamente el acto que la fémina humana esperaba, tanto que a Julia se le fue el adormecimiento y su placer fue doble. 
Pero llegado el momento en que Rem debería haber perdido la cabeza, Julia optó por no hacerlo. Decidió conservar a ese alien para disfrutarlo otras veces más. Lo que ella ignoraba era que al comer Rem el cuerpo de Kiev, adquirió las energías de este duplicando las suyas. Fue eso y no otra cosa, en definitiva, lo que la indujo a conservarlo.


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Terror en el acantilado – Maritza Álvarez, Iris Tocuyo & Omar Chapi


Aún puedo recordar el terror que viví en la casa de acantilado. Tenía quince años y siempre en las vacaciones del colegio íbamos a ese lugar paradisíaco. Todo era muy tranquilo, la belleza del lugar invitaba a admirar cada rincón. Ese día decidimos explorar un poco más de lo acostumbrado en tantos viajes, pero no sabíamos lo que nos esperaba... mi corazón late muy rápido cuando lo recuerdo, las lágrimas caen por mi rostro como gotas de rocío mañanero.
Ese día las olas del mar chocaban abruptamente, tocando con la espuma el abismo a nuestros pies; sin embargo, nunca presagiamos el peligro. El sol, la brisa, el aroma, la turbulencia de nuestra adolescencia nos inspiraba a seguir descubriendo áreas secretas, prohibidas por nuestros parientes, en tertulias escalofriantes, pero olvidadas al amanecer cuando descalzos en el ático de la casona nos burlábamos de sus advertencias.
Caminábamos en un resquicio de playa, cuando el viento empezó a soplar con violencia, como convocados a una cena maldita se juntaban espesos nubarrones, el cielo y el mar rugían. Llovió. Mis dos primos y yo, intentamos guarecernos en una cueva que el agua había hecho en el acantilado, pero fue un error. La marea subió y tapó la entrada. Nos quedamos en tinieblas, temiendo ahogarnos. En eso, una barquichuela alumbrada por una luz tenue apareció del fondo. “Aquí solo entran los muertos”, reprochó el barquero y se alejó, dejándonos solos en medio de la nada. 

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viernes, 21 de agosto de 2015

Una ponencia sin huevos – Héctor Ranea, Daniel Frini & Sergio Gaut vel Hartman

 

El no-profesor Oguismundo Sapea se apoyó en el calamarito de la sala de eruditos crudos y recién recibidos por correo, se aclaró la garganta con un buen trago de licuidpeiper ―varietal, cosecha del ‘92— y comenzó su discurso con voz aguardentosa, tres tonos por debajo de lo aconsejado por el doctor Iuknowmach Degola.
—En fin —dijo—. La prosa burocrática merecerá, algún día, un sitial de honor junto a El Proceso de nuestro amadísimo Frankie Kafka. Tenemos autores como Luigi Kaspa, Amendolina Almorrana —la famosa AA de un libro de Joyce inédito―; el desconocido vienés Helmut Maria Kagatint, el menos ignoto de los escritores burocráticos fineses: Haagard Bibliooraat, la muy recordada empleada pública emérita Doña Juana Dominga Sampietri viuda de Malatesta, encargada de la mesa de entradas del Registro Civil número 12, de Villa Luzuriaga. Recuerdo, además, la Planilla de Declaración Jurada de Cargos y Pertenencias Olvidadas, documentos aplicables a ciudadanos y ciudadanas de Plafagonia, Estolidurria y Acaparolskaia; y tantos otros que nos solazaron con los formularios para impuestos en esta muy amada República de los Tarados Eméritos, el canto a la necedad de la constitución para una ferrovía libre de olor y otros poemas que no vale mencionarlos para no arruinarlos.
Una mano levantada en el culo del salón interrumpió el discurso de Oguismundo. Se trataba del intratable Ladamiel el Beodo, Ángel de la Bronca, licenciado en la novena cuadrícula del séptimo cielo.
—Olvida usted, queridísimo no-profesor Sapea —dijo Ladamiel —, los diecisiete volúmenes en cuarto menor del tridoctor Solomeo Paredes, que les dedicara a su rival en estas cuestiones burocráticas, el muy mentado operario múltiple Johnny Melastoco, kinesiólogo filatelista él; y que, a su tiempo, supiera enemistarse con los milicos, especialmente con el terrible, temible y tétrico teniente Némela (cuyo recuerdo nos produce horror).
—¡Acá no se escucha! —dijo una voz en la parte derecha del salón, junto al proscenio.
—No los olvido, execrable interrumpidor —replicó Oguismundo sonándose la nariz con gran estruendo y un pañuelo no lavado, que dejó primorosamente al lado del clavel que adornaba el atril (el que se marchitó en el acto) —. Pero, entre nos, Némelas era jefe de cuadra cuando lo estaquearon al cabo Jorge Ludo. Horresco referens. Pero gracias a él abandoné toda idea de acercarme a lo militar...
—¿Y lo de las vírgenes? —preguntó el celebérrimo Sergei von Hard Garden, Señor de los Aritos.
—¡Acá no se escucha! —dijo la misma voz de la vez anterior, en la parte media del salón.
—Lo de las vírgenes… —El no-profesor se rascó la barbilla hasta sacarse sangre y dos pelos, uno negro y otro canoso—. Ya que lo menciona, tiene algo de burocrático, bien mirado que se vea. Y si no, pregúntele a Zurdo Malamano y a su novia Felicitas Quinteto de Cuerdas, hija del notario del Pueblo de San Otario (en realidad iba a llamarse Sanitario, pero algún tinterillo cagatintas se apiadó de ellos, aunque no sabía nada de lengua —nada de nada—). Esos sí que hicieron Actas, labraron Actas, sellaron Actas, pero ni en pedo consumaron ni Acta ni Acto. Todo porque ella se negaba a consumir nada que no fuera bajas calorías y todo indicaba que el Acto era bajo pero no en calorías y de alto contenido térmico, pero confundió temperatura con calor y caloría con calentura. Típico caso de provincianismo en mala escala.
—¿Consumido o consumado? —prepoteó Ladamiel, más suspicaz que un paisano uritorqueño ante los avances sexuales de una lou’ikokolia del cuarto planeta de Wolf 35467—. ¿No es demasiado radical, lo suyo? Lo digo para su gobierno, no lo tome a mal.
—¡Acá no se escucha! —se escuchó otra vez, pero ahora en el gallinero, un poco a la izquierda.
—Gobierno radical tenemos por acá —dilucidó Oguismundo—, así que imagínese si será burocrática y lenta la cosa. ¿O usted usa “radical” en la acepción que le da el emérito no-profesor Melatol Maca-Huang? Porque si lo hace, es por su cuenta y riesgo. Aunque nuestro superintendente alcanzó fama galáctica en ocasión de un resonado caso de importación de vírgenes (o casi) paraguayas —las mentadas Hermanitas Adoratrices del Sagrado Miembro—, a las que ubicaba en unos templos medio raros de los alrededores de la ciudad. Tenga en cuenta que al radicalizar la sexualidad se logran tales picos de generación orgánica que los juidergans de Lopecito, ese oscuro mundo del sector desmoronado de la galaxia Sapea consideran un alimento similar a la ambrosía.
—¿Se compró una galaxia, no-profesor? —La que había hablado era la apergaminada Isabelita del Río Turbulento.
—Con mi plata, ¿sabe? —replicó Sapea, bien mosqueado—, mi platita bien ganada ¿O usted sugiere, acaso, que mi plata no vale?
—¡Acá no se escucha! —se escuchó ahora en uno de los palcos.
—¿Esto es una disertación o qué? —espetó el conde Dorileo Mirokefalón del Cerúleo Cirio, uno que supo pelear en las trenzadas de los tiempos de Nicéforo Briennio, eximio manejador de la pluma pestañuda.
—Que —consintió el no-profesor—. ¿Por qué? ¿Algún problema? ¿Quiere que salgamos a dirimir nuestros asuntos al patio? —dijo mientras empezó a sacarse el saco.
—No hace falta —refutó Nicéforo. Y extrayendo una pistola de agujas de la sobaquera terminó con la ponencia y la vida de Oguismundo.
—¿Y ahora? —preguntarás, lector. Y ahora, nada, responderé. Muerto el perro se acabó la Arabia. Y fallecido el no-profesor se acabó el cuento. Viva la Patria aunque yo pereza. Colorín colorado. The end. Fueron felices y comieron caviar.
—¡Objeción! —estalló Jardín Martella, el micro abogado de las causas instantáneas, defensor de pobres oprimidos e hinchas de Boca.
—Denegado —declaré, harto de este cuento y de todos sus patéticos personajes.
—De todas formas —dijo Oguismundo, resucitando—, si no tiene nada mejor que hacer póngale algún confite a esta torta, ¿no le parece apropiado?
—Me parece —concedí—; me lo apropio.
—¡Acá no se escucha! —dije, pero esta vez saliendo del cuento por la puerta de servicio.

Acerca de los autores:
Daniel Frini

El hundimiento - Sandro Centurión, Alejandro Bentivoglio & Luciano Doti


La nave se está hundiendo. Tratamos de encontrar al culpable. La mayoría de los pasajeros parecen tener objetos sospechosamente puntiagudos en sus manos. Excepto nosotros, aunque algunos nos señalan. Quizás porque parecemos demasiado inocentes. Y estamos seguros de que lo somos. 
Sin embargo, los otros también dicen ser inocentes, pese a que el agua está entrando cada vez más rápido y el barco se hunde irremediablemente. Es cierto que podríamos hacer algo, pero la duda de quién es culpable resulta mayor.
El agua se apodera del piso de la nave. A los demás parece no importarles, es evidente que sus sospechas ganan fuerza y consenso. Nuestra suerte está ligada a la tragedia de este misterioso hundimiento. Un hundimiento como otros tantos que ocurren en estos días, en estas latitudes. 
Acaso sólo nosotros queremos evadir lo inexorable. Tal vez se puede escapar del destino, emerger y flotar, a la deriva pero vivos, sobre el agua salada que ahora nos mordisquea las rodillas.
Dirigimos una mirada hacia ellos buscando una explicación. Los pasajeros son instrumentos de un poder superior, su misión se está cumpliendo tal cual lo planificado, y somos nosotros los que podríamos evitar ese final que fue decretado por quien digita lo que pasa en este infierno marítimo. 
Jamás imaginé que los seres mitológicos pudieran ser verídicos, pero lo veo ante mí; cada uno de esos objetos puntiagudos conforma su horquilla. ¡Eres tú el que nos hunde, rey Neptuno!

Acerca de los autores:
Luciano Doti

Cuatro sombras - Raquel Barbieri, Begoña Borgoña & Patricio Bazán


Siempre me había parecido extraño que las cuatro hermanas fuesen solteras y que vistieran de idéntico modo: jumper negro de sarga por la mitad de la pantorrilla, delantal blanco manchado, pañuelo gris en la cabeza, medias corridas de muselina, y zapatos viejos ostentando la escultura de los juanetes de quienes los calzaban. Ellas tenían la costumbre de sentarse en la puerta de su casa a tomar el fresco vespertino, y al pasar por allí, un hedor rancio me hacía llorar.
Como muñecas de una feria, giraban al mismo tiempo las cabezas para seguir mi paso, los ocho ojos secos miraban mi caminar decidido, la envidia multiplicada rezumaba hasta cubrirme con un manto espinoso que calaba mis sentidos. Por más que intentaba impedirlo, siempre me alejaba de ahí con presentimientos que me acompañaban hasta por varios días; llegaba a mi mente el recuerdo de los pies alzándose y tocando el suelo, alternadamente, cuando las hermanas, impasibles, se balanceaban en sus mecedoras.
Huí de ellas. Crecí, amé, formé una familia que fui perdiendo con los años, cambié de barrio, costumbres, empleos; pero las hermanas esperan allí, marcando el ritmo cíclico de las estaciones, devanando la madeja del Tiempo para volverla a ovillar; fatales e inconmovibles, como las cuatro caras de la Luna.
Hoy, casi una anciana, mareada por las vueltas de la vida, he regresado para cerrar el círculo. He pasado por su puerta, y hay una mecedora vacía que me espera.

Acerca de los autores:

lunes, 17 de agosto de 2015

Casandra – Martín Renard, Daniel Alcoba & Alejandro Bentivoglio


Siempre que pienso en Casandra recuerdo esa tarde de verano. Estoy colgado del paraíso, piernas arriba, cabeza bamboleándose, y entonces ahí está, mirándome. Vestida a lo "familia Ingals", ojos grises; me habla como si en realidad se dirigiera a alguien detrás de mí.
Mañana esa rama se romperá... Cuidado con el brazo. Y se fue sin explicar más. No le hice caso, y al otro día la bendita rama se rompió y se llevó mi brazo con ella.  
Días después Casandra me visitó en mi lecho de convaleciente.  
No te culpes por haber descreído mi oráculo dijo sonriente, como introito. Mi maestro oracular me castigó inspirando incredulidad en el público hacia los pronósticos que realizo. Ahora bien, más te valdrá creer en este que me dispongo a pronunciar ahora. Hurgó en la enorme cartera que llevaba consigo y extrajo unas tijeras de podar bien afiladas?. Estoy embarazada por tu obra, o te casas conmigo de inmediato o te podo la entrepierna ya.
La tijera resplandecía; sin embargo, no creía que fuese capaz de cumplir con sus palabras. Le dije que todo aquello era un infundio, que yo no había tenido nada que ver en el asunto, pero sin escuchar el resto de mis palabras, pronto me vi afeitado en varias de mis partes inexcusables. Comentárselo al tío Agamenón no hizo más que carcajearlo. 
Nunca le vamos a creer me dijo. Pero es verano, al menos quedamos frescos.
Y se fue lenta, lampiñamente.

Acerca de los autores:
Daniel Alcoba

Solo pájaros - Liliana Aguilar Orantes, Cristina Chiesa & Adriana Alarco de Zadra


Como todos los días, la señorita Ardiles se preparó para abordar el transporte público cuando el ruido del aleteo de una bandada de pájaros cruzando el pequeño cielo que separaba el panel A del panel B la llevó a mirar hacia arriba. Nunca en las páginas de su historia había encontrado nada parecido. ¿De dónde llegaba aquel fenómeno oscuro que la hizo trastabillar, sobrevolando su humanidad a doscientos cuarenta metros de altura? Alguien la tomó por los hombros evitando que resbalara, mientras ella con voz desfalleciente, decía:
Los pájaros, ¿los ha visto? Todos sabían que los pájaros se habían extinguido tras las explosiones nucleares que habían obligado a construir ciudades subterráneas; el cielo solo era visible a través de los paneles. El vuelo de los pájaros, el viento entre las hojas y los rumores nocturnos del verano, eran apenas palabras casi olvidadas en los cuentos de los viejos. Un hilo de esperanza empezó a crecer en la mente de la señorita Ardiles. ¿Existiría vida en otros lugares del planeta? ¿Terminaría encontrando una pluma o un huevo que le confirmen que lo que ha visto en el cielo no es un espejismo? Pasó con dificultad entre los dos paneles y consiguió salir al exterior pesar de la prohibición. Nunca regresó y al cabo de cierto tiempo dejaron de buscarla. Meses después encontraron sus despojos mordisqueados por los roedores que se reproducían en medio de las ruinas de la superficie, amos absolutos de la ciudad abandonada.

Acerca de las autoras:

Reemplazo - Daniel Antokoletz, Raquel Sequeiro & Ada Inés Lerner


Está en el laberinto, en su laberinto, y se está desangrando. Agradece por ello. El terror de la persecución eterna, ese hambre que lo atormenta diariamente desde que fuera castigado. Se le doblan las piernas. Las fuerzas escapan en esa mancha roja que crece a su alrededor. Le gustaría morir en otro lado, volver a sentir el sol, pero sabe que no es posible. Se pudrirá en la oscuridad. Pero por lo menos su agresor yacerá por siempre a su lado. O eso cree. Cuando amanezca, cuando la oscuridad deje paso al primer día de verano, verá el cielo rojo a través de la celdilla del techo e intentará encontrar el cadáver del rey Hasemusa I, quien lo hizo enterrar con él como es costumbre, para que el ingeniero constructor de la tumba no pueda salir. Un viaje de ida. Una mazmorra de muchos pasillos, con respiraderos (por donde ver el sol rojo), muy arriba. Y a lo lejos terminan los muros. ¿Qué le queda? La siempre abierta posibilidad de creer que encontrará el camino, la esperanza de salvación. Todo eso lo mantiene vivo frente al riesgo angustiante de la nada final. Porque es más fuerte el temor que lo atormenta de pensar en su muerte, de enfrentar a la muerte, que la muerte misma.

Acerca de los autores:
Ada Inés Lerner
Raquel Sequeiro

jueves, 13 de agosto de 2015

Siameses – Saurio, Antonio Cebrián & Sergio Gaut vel Hartman


Dos semanas después del asesinato de Laurenti vi que habían encontrado el cuerpo y que el funeral sería transmitido por televisión. Me encerré en la cocina para que los chicos no me vieran llorar de risa y empecé a preparar una tortilla de papas con mucha cebolla, tal como le gustaba a mi hermano. ¿Por qué lo maté, preguntarán ustedes? Fuimos siameses pegados por las nalgas hasta que el doctor Texas Churchill decidió operarnos. Y la operación fue un éxito, aunque más para mí que para el infeliz de mi hermano.
—Te voy a seguir vigilando —me dijo—, no creas que va a cambiar nada, se lo prometí a ella y así será.
El pobre idiota no se percató de que ahora por nuestras venas corría sangre diferente; que su cuerpo muerto ya no sería para mí un apéndice gangrenoso que amputar. Por fin me había librado de aquel obstáculo permanente que me impedía poner en práctica mis planes... o al menos eso creí. Varias veces intuí su presencia entre las sombras, acechando. Al principio me divertía hacerlo correr tras pistas falsas, pero, finalmente, se tornó rutina y me aburrí. Lo llamé y quedamos en encontrarnos debajo del Triborough Bridge. Él llegó puntual pero yo llegué antes. Le clavé la navaja en la columna, justo arriba de la cicatriz de nuestra separación.
—Paranoico estúpido —me dijo antes de morir. Dejé su cadáver detrás de un contenedor de basura y me fui.

El bundiberto - Félix Díaz, Roxana Montejo & Sebastián Ariel Fontanarrosa


Nunca debí haber comprado aquel bicho. Parecía tan bonito, allá en la tienda de animales, con sus patas emplumadas, sus bigotes y sus orejas de gato. Pregunté por el nombre, y el vendedor me dijo: «es un bundiberto de barrancas», como si con eso todo quedara explicado. Yo, la verdad, es que me quedé a cuadros, pero me daba vergüenza preguntar. También me dijo el vendedor «se lo dejo barato, muy barato». De hecho, casi regalado. Ahora sé por qué.
El tiempo que tardó en habituarse al lugar que le había designado fue corto, pero de pronto empezó a cagar por todos lados, era un salpicadero. Suelo, paredes y techo, estaban en desastre. Me lo habían vendido tan barato por cagón, pensé.
Mi temor era que mi madre apareciera en cualquier momento. Traté de limpiar lo más pronto posible, no sin antes descubrir que cada mojón albergaba una gota blanca que, una vez tallada, dejaba a la vista un diamante perfecto.
Como era ingenuo y no sabía nada del tema, me dejé aconsejar por un amigo para llevarle las piedras a un joyero hindú que vivía en la otra punta de la ciudad, un tipo de la mayor confianza, según mi amigo. Pero hete aquí que, deslumbrado por las gemas, el joyero me apuntó con un arma y me secuestró. Me arrastró hasta su camioneta, pero como esta no arrancaba me vi obligado a viajar en mi moto, con el juyero a mis espaldas, siempre apuntándome. 
—¿Adónde vamos? —pregunté.
—Conduzca y cállese —respondió.
Devorado por la incertidumbre e incapaz de resolver el asunto de otro modo, decidí estrellarme contra un paredón, calculando minimizar el impacto sobre mí y maximizarlo sobre el hindú. El joyero, al sentirse herido de muerte, alcanzó a confesarme que toda su vida había perseguido el mito del «bundiberto», la mascota de los ascetas, la que defecaba las gemas más valiosas del mundo para probar la ambición de las almas. La de él, por lo visto, se había visto recompensada tardíamente.

Acerca de los autores:

Las tejedoras – Patricio G. Bazán, Erath Juárez Hernández & Luciano Doti


El Señor Li Yuan T’ang, terror de las estepas, ignoró homenajes y súplicas que lanzaban sus súbditos a medida que avanzaba hacia su tienda, montado en su magnífico caballo negro que piafaba nervioso. Él también lo estaba: tomaba lo que quería y nada se le negaba, excepto esa potranca extranjera que había raptado. Bien, esta noche sería suya. Penetró en sus aposentos dispuesto a domesticarla, pero en cambio se topó con tres ancianas horribles que lo señalaron:
—No puedes hacerlo.
—¿Y ustedes quienes son para impedírmelo?
—Hemos consultado al oráculo y se nos ha dado una profecía: El señor de las estepas procreará un hijo bastardo quien más tarde lo despojará de todo lo que posee y beberá su sangre.
Li Yuan se carcajeó y después de ordenar que mataran a azotes a las tres brujas, se ocupó de ultrajar a la extranjera toda la noche, para luego dárselas a sus soldados para que hicieran con ella lo que quisieran.
Cuando la extranjera ya sucumbía agotada tras la sobredosis de virilidad recibida, fue erróneamente dada por muerta. Entonces, se le aparecieron las tres brujas tejedoras provenientes del inframundo.
—No tienes por qué morir. Te ofrecemos un pacto para seguir viviendo.
La extranjera, encinta, lo aceptó.
Así, sin saberlo, Li Yuan se convirtió en padre de un niño que de adulto cumplió la profecía.
Por alguna razón, madre e hijo rehuían al ajo y no se exponían nunca bajo el sol.

Acerca de los autores:

domingo, 9 de agosto de 2015

Los tres objetos - Stefano Valente, Franco Ricciardiello & Sergio Gaut vel Hartman

 

Un cubo, un guante, una pluma. Antiquísimos, carcomidos por los siglos. Los envuelve una fosforescencia inquietante. 
—Solo han servido a Dios —murmura el monje. El viento golpea las ramas sobre la larga y estrecha ventana con un ritmo obsesivo. 
—¿Los conocías? —pregunta Lefebvre sonriendo, mientras la emoción le hace apretar el escudo de su uniforme. 
—Exactamente —susurra el monje. Y añade—: No se ría, señor capitán: ha sido usted quien encontró los tres Elementos Eternos, para traerlos aquí, a la catedral
—No tienen ningún poder sobre mí, y tú lo sabes.
—Se equivoca. A partir del momento en que los vio ha quedado bajo su influjo. Es por eso que los ha traído, capitán, al lugar donde eran esperados.
—Tienes demasiada fe en las antiguas leyendas del mal, monje —responde Lefebvre, atento a los ruidos del exterior. De pronto la luz se torna gris, la llama de la lámpara oscila y se apaga—. Y ahora, por favor —susurra el soldado—, empecemos a pensar qué uso práctico le podemos dar a estos objetos.
El monje sonríe; sus dientes están rotos y manchados de nicotina. —Veo que nos entendemos. Se me ocurrió que podríamos montar un espectáculo en el que un ángel desciende de las alturas y nos entrega los objetos de Dios. Conozco a uno que trabaja haciendo efectos especiales para las películas.
—¡Magnífico! Yo puedo ocuparme de hacer campaña en Facebook, manipulando a los incrédulos de siempre.

Acerca de los autores:
Franco Ricciardiello
Stefano Valente
Sergio Gaut vel Hartman

El gato - Iris Tocuyo, Maritza Álvarez & Evelyn Cano


Amanecí del otro lado de la cama en un vacío paralelo y toqué el frío rostro de un alucinante gato siamés; un maullido terminó con lo que, pensé, era una pesadilla. Aterrorizada vi de cerca su erizada pelambre, sus achinados y gigantes ojos azules. Mi cuerpo se paralizó y un sudor frío comenzó a escurrirse por mis labios que temblaban bebiendo apresurados el salado fluido de mis poros. El gato, por su parte, me contemplaba dibujando una risa burlona. De pronto, comenzó a relamer su pelo y al terminar el aseo, poco a poco, se fue convirtiendo en hombre de ébano. Y ese hombre me amó como ninguno antes lo había hecho. Con respiración agotada y resoplidos que emulaban al miau de los felinos, me lamió todo el cuerpo y me penetró con una suavidad inusitada. Por supuesto que estallé en el más grande orgasmo de mi vida. Pero él no se detuvo ahí. Subió a mi espalda y la recorrió con su lengua de palmo a palmo. 
Al despertar, el gato aún estaba allí. Casi salté de la cama para llegar al interruptor y prender la luz. Todo era como debía ser: nada fuera de lugar. Era mi cama, mis cosas, mi gato. Ningún indicio que indicara que seguía despertando dentro de un nuevo sueño. Decidí darme una ducha para arrancar los últimos pedazos de la sensación que se había quedado atravesada en mi cuerpo. Me detuve ante el espejo del baño: el hombre de ébano, sorprendidísimo, me miraba desde el reflejo.

Acerca de las autoras:
Iris Tocuyo
Maritza Álvarez
Evelyn Cano

El riesgo - Maria Brandt, Alejandro Bentivoglio & Cristian Cano


Amo vivir al límite. Para mí, todas son opciones de vida o muerte. Desprecio la moderación y la prudencia: disfrutar de la vida consiste en correr riesgos. Por eso acepté el desafío de mi pandilla. Por eso estoy vestido de negro, armado con una barreta, amparado por las frías sombras del cementerio: planeo irrumpir en la cripta maldita de Kart Wagnis, capturar los restos del odiado jerarca nazi y depositarlos a los pies de mis sorprendidos camaradas. El plan es sencillo. Además ya tengo bien calado al sereno y sé cuándo deja de dar sus rondas y se queda bien tendido en su casucha, tomando vino y durmiendo. A él poco le importa lo que alguien haga en el cementerio... si es que él no lo hizo primero; conozco sus secretos como conozco la palma de mi mano. Así que a la noche ya estoy listo, con las cosas en mi mochila y el cementerio para mí. Suena el teléfono. Es mamá:
—Jaime, olvidé el chesse cake que preparé para tu abuela, no me lo traerías? Aun teje: te hizo un pasamontañas. De colores. Es horrible, pero sería un lindo gesto que te lo probaras y agradecieras. Está grande. Te espera.
—Si, má, ahí voy. —Vuelvo a casa, dejo la barreta, me cambio la camisa negra por un jersey a rayas. Esta noche es para la abuela Justina. Y a Wagnis le queda toda la oscura muerte por delante.

miércoles, 5 de agosto de 2015

Asesinato con música y fuego - Omar Chapi, Ada Inés Lerner & Fabián Eduardo Rafael


No puedo acercar los dedos a las hornallas porque se reflejan caras en las sombras. He jugado a esto dos veces. Héctor y yo estamos en una cocina en un sótano abandonado; hay un piano antiguo. Con nuestras voces, las teclas suben y bajan solas, como si un pianista invisible las presionara. Si Héctor dice una palabra, suena una tecla blanca aguda. Si yo la digo, una tecla negra emite un sonido grave, terrorífico. Falta que aparezca un cadáver, para completar la escena de espanto.
En eso, la puerta se cierra de un golpe. Un hombre corpulento nos interrumpe el paso. Su aspecto siniestro no puede significar otra cosa que muerte. Héctor intenta protegerme ocultándome tras su cuerpo; al hombre parece no importarle, se adelanta un poco y con su voz hace bailar el fuego en las hornallas. No puedo contener un grito de terror; en el piano suena una melodía conocida, aunque no recuerdo dónde la he escuchado. De pronto, el hombre saca un arma y dispara; el proyectil traspasa nuestros cuerpos y termina incrustado en un espejo que está detras de mí; el estallido de vidrios asusta al grandote, que sale corriendo del lugar; con Héctor, nos miramos las heridas, pero no hay daño.
El piano suena con más fuerza. Ahora recuerdo dónde escuché aquella melodía, era mi madre tocándola mientras nuestro padre nos asesinaba, a mi hermano Héctor y a mí, aquella noche de locura.

Acerca de los autores:
Ada Inés Lerner
Omar Chapi
Fabián Eduardo Rafael

La historia del monasterio azul y rosa – Maritza Álvarez, Alejandro Bentivoglio & Félix Díaz


Nadie imaginaba las historias que se tejían en aquel monasterio incrustado en las oscuras montañas de aquel lugar lleno de una magia especial, extraño por demás. El superior que dirigía el lugar era un monje anciano, de rostro cincelado por él más grande escultor de todos los tiempos, de mirada penetrante y andar pausado, tanto que daba la impresión de que andaba siempre en las nubes, pero meditaba, rezaba y se flagelaba. El nombre del superior se perdía en la noche de los tiempos, aunque todos lo llamaban Mahatma. Era habitual que acudieran personas de los pueblos cercanos para pedirle consejo a Mahatma; también llegaban viajeros de tierras lejanas. Tanto como puede serlo el que se presentó el día que nos ocupa en este relato.
—Usted no es de este planeta —afirmó Mahatma nada más verlo.
—Tiene razón. Vengo de un lugar ubicado a centenares de años luz de la Tierra; busco su sabiduría. Quiero conocer el sentido de la vida.
—El sentido de la vida es un círculo.
El viajero se quedó un tanto perplejo.
—¿Un círculo? ¿Eso es la mejor respuesta que tiene? ¿La figura geométrica más obvia de todo el universo?
—¿Prefiere un cuadrado?
—¿Ahora cambia el significado de la vida?
—Si no le gusta mi sabiduría, tengo otras.
—¡Encima se roba una frase de Groucho Marx!
El viajero se marchó enfurecido. Mahatma sacudió la cabeza y encendió un habano mientras pensaba se acariciándose el bigote pintado: “los que no entienden el humor, ¿cómo esperan entender la vida?”.


Acerca de los autores:
Maritza Álvarez

La sombra - Adriana Alarco de Zadra, Liliana Aguilar Orantes & Cristina Chiesa


Esa noche, al regresar a casa, escuché pasos detrás de mí. Aceleré pues no me gusta encontrar gente quizás con tragos o con malas intenciones a esas horas. El farol de la esquina estaba roto y se veía poco bajo la débil luz de las ventanas. Los muchachos de la vecindad los rompen jugando a la pelota y nadie los repara. Estoy temblando, no sé si de frío o de miedo, cuando de pronto veo una sombra en la pared . Puede ser la sombra de un árbol, una vieja encina que ya ni hojas tiene o solo mi sombra, traspasada de luna y fatiga. Oigo un ruido. La noche sobresalta con ladridos de perros callejeros. El camión regador hace su entrada por la cortada de La Resurrección y cuando dobla vuelvo a verla. Ya no caben dudas, la sombra me está siguiendo. Apuro el paso. El terror me impide volver la cabeza. Corro… Pero una risa jovial me detiene en seco. Me doy vuelta y la veo apoyada bajo el farol, una oscuridad dentro de otra. Una ternura extraña, vieja como el mundo, me invade. Al fin me parece que la recupero, tanto tiempo estuvo olvidada entre los ruidos, en medio de tanta apariencia, y despótica materia. Le vi las venas, adheridas al asfalto. Más que mi sombra pude ver a un ángel que venía a buscarme.

Acerca de las autoras:
Liliana Aguilar Orantes
Cristina Chiesa


sábado, 1 de agosto de 2015

Receta para macerar almas en el infierno - Laura Olivera, Daniel Frini & Sergio Gaut vel Hartman

 

Tómese un alma, de preferencia, perversa. Debe tenerse cuidado: ciertas vilezas encubren bondades que la Justicia Divina y Garantista asume como suficiencia para acortar la eternidad a unos cuántos años de Purgatorio. Un alma perversa es una joya difícil de encontrar. Sosténgala por el cuello hasta su desmayo. Antes, se habrá preparado un caldero con dos partes de agua, una de vinagre y una de alcohol de romero. Cuando se alcance el punto de ebullición, sumerja el alma elegida y coloque la tapa. Deje hervir un par de años. Para evitar que largue mal olor, escúrrala en recipiente aparte, salpique con cal y deje reposar a temperatura ambiente. No bien afloren las grietas, sostenga el alma por sus extremos y colóquela boca arriba en una placa limpia. Cocine a horno moderado durante un siglo y medio. Pinche con un palillo para comprobar que esté bien torturada (el punto es fundamental) y con espátula despegue suavemente. En una fuente honda, vierta un pocillo de sangre de nerpa del Baikal (único hábitat de este animal), dos gotas de sudor de sirena, una pizca de secreción nasal de yeti y medio kilo de excrementos de ornitorrinco nonato. Saltee hasta que el producto tome un peculiar color fucsia. Retire el componente sólido y reserve. Inyecte el líquido en los vértices del alma y cubra toda la superficie con la pasta que reservó. Espere doce años, doce meses y doce días y sírvase acompañada de papas fritas.

Acerca de los autores:

Musicalidad - Cristian Cano, Begoña Borgoña & Javier López


No me preguntes, porque voy a hacer como mi abuela. Ella es un poco un soldado musical que sostiene al mundo. Baldea, arregla, limpia y acomoda. Voy a recuperar lo que nos asemeja. Quiero lo que nos une. Le confío mis sentimientos a la musicalidad y a lo enterrado en los músicos precursores. Vivo en lo que arrasa lo mundano, y en eso que desnuda. Porque emerge desde adentro, atravesando la carne como lo haría una lanza. Soy la sonoridad que se despoja de todo prejuicio y atadura y vuelca la complejidad en combinaciones que estremecen a cualquiera. El genio le es dado a muy pocos, me decía mi abuela. Hoy todavía tengo que tocar con los nudillos suavemente a su urna como si de una puerta se tratara, en busca de consejo; cuando una nota discordante se introduce, irreverente, en una composición que me ha dejado los ojos rodeados de sombras negras por el desvelo y mi pentagrama suplica que la corrija, ella sugiere la nota adecuada que convierte la disonancia en cadencia fluente. La partitura está acabada, la ensayo al piano y la abuela aprueba con su silencio. Afino las láminas, calibro los remaches del cilindro, montando la maquinaria sobre la urna de madera. Con el nerviosismo del director de orquesta debutante, doy cuerda al mecanismo. La melodía se ejecuta a la perfección en un bucle sublime. No tiene nombre, pero bien podría titularla “Sinfonía del otro mundo”.

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Natalia Sofonisba, la amiga perdida y la receta de crema - Soledad Cruella, Patricio Bazán & Héctor Ranea


Hablar de una amiga que se perdió es solo porque la hemos encontrado y, en este caso, aún mejor, la encontramos con la receta de crema que se había robado. Era una crema exquisita, basada en una mezcla de cardamomo, pimienta de aguaribay, hongos de madera de bosques umbríos y, claro, la crema como la preparaba tía Edelmira, la descubridora de la mezcla de especias. Durante años, Natalia Sofonisba había vendido la receta a los estudios Chaplin para sus gags. Cuando decidió apropiarse del dinero, usó argucias heredadas de tía Edelmira; revendió la crema que resultó ser Vic Vaporub, descongestivo que por un tiempo hizo que los estudios olieran a mentol y desapareció. La reencontré en La Viruta, una milonga en Baires cuando intentaba plasmar lo que definía Discépolo como un pensamiento triste que se baila. Irreconocible. Mi amiga: corto y negro el cabello a lo Virginia Luque, pasó bailando. Ya no era mi Natalita, ahora se llamaba Gricel. “¡Ni te acuerdas de mí!”, exclamé indignado. Y hoy, que vivo enloquecido por el rencor, me escabullí rumbo a la cocina del local con un plan en mente. Aplausos. Hurras. Grititos en mi bemol: Gricel había ganado el Concurso de Tango. Y entonces, cuando subió a recibir su premio, irrumpí disfrazado de camarero húngaro, estampando violentamente contra el rostro de la traidora una admirable torta de crema (receta original), arruinando su momento supremo de gloria.

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