domingo, 29 de noviembre de 2015

El trapecista - Rolando José di Lorenzo, Ada Inés Lerner, Carlos Enrique Saldívar


El trapecista se arriesgaba más y más en cada función. Quería alcanzar marcas que nadie hubiese conseguido, pero con esto no solo él se ponía en peligro a sí mismo, sino también a su pareja, la adorable Micaela, su amor. Ella, antes de cada entrenamiento o de cada función, le pedía, le implorara que dejara de competir.
—Ya sos el mejor, Lucas, has superado a todos los conocidos, pensá en vos… pensá en nosotros. —Toda súplica resultaba inútil.
Aquella noche el teatro estaba desbordado de público expectante y algo morboso que disfrutaba por anticipado lo que podía suceder. El cartel anunciaba que en esa función los trapecistas trabajarían sin red. 
Toda la publicidad posible se había irradiado por la ciudad en grandes carteles blanco y negro, negro como llamando a la desgracia. Lucas llegó a la cima y balanceó su hamaca, miró a su compañera que a su vez repetía la entrada con todo el brillo de las lentejuelas y la armonía de su figura.
Se lanzaron casi al mismo tiempo, dejando boquiabiertos a los espectadores. Ella giró en el aire y atrapó las manos del trapecista, quien la condujo hacia el otro extremo, sana y salva. 
Ahora fue ella quien se lanzó para sujetar al hombre. Él, tomado con fuerza del trapecio, tuvo un miedo repentino. Pensó que ella iba a traicionarlo, que el truco fallaría. Se paralizó en el aire y allí quedó. 
Veinte años después continúa inerte, fusionado con el trapecio. Una curiosa atracción del circo.

Acerca de los autores:

Vacuidad - Cristina Chiesa, Claudia Isabel Lonfat & Mane Herrera López


Masticando un pedazo de pizza, sentada al sol del otoño, como solía pasarle, en un instante ínfimo, efímero, se le apareció la idea de la muerte, la fugacidad de todo. La triste caducidad de la estupidez humana, de la codicia del poder sobre los seres, ilusoria por otra parte, inexistente, fantasmal, olvidada del destino común, con su invencible voracidad por acaparar los espacios ajenos. Y entró en samadhi casi al instante. Se veía flotando como una pluma, empujada por la brisa causada por las exhalaciones de un gato enorme de ojos verdes y bigotes dorados. Su cuerpo irradiaba una luz potente que emanaba de su interior, desde todos sus rincones, proyectándose hasta el infinito, como si fuera una diosa, mientras su respiración la liberaba de las ataduras terrenales, ligándola al cosmos, como nunca antes le había ocurrido El mantra resonó en un espacio paralelo: “aférrate a la vida y conseguirás la eternidad, aférrate a la vida y conseguirás la eternidad...”. Las palabras repetidas se expandieron junto con su masa corpórea. Levitó y se despegó de todo pensamiento ajeno, latió en cada letra y sucumbió. ¿Cuánto tiempo había pasado? ¿En qué lugar de la ciudad se encontraba? Una mano delgada y un papel en la mesa la trajeron de vuelta para recordarle que debía pagar la cuenta aunque no hubiera mordido más que un mísero trozo de pizza.

Acerca de las autoras:
Mane Herrera López

miércoles, 25 de noviembre de 2015

Determinado - Héctor Ranea, Sergio Gaut vel Hartman & Rolando José di Lorenzo


Mi esposa criticaba con acritud mi afición a participar en los blogs personales y publicar infinidad de comentarios, en general críticas despiadadas, a los contenidos y sus generadores. Pero yo nunca les di importancia a esas críticas y seguí practicando con denuedo y persistencia mi inocente pasatiempo. Inocente hasta que me topé con el blog de Mazdeo Zodiak, un fanático de las predicciones que llevaba un blog denominado pomposamente: Determinado. Ahí leí la noticia de que yo mismo moriría de una extraña enfermedad que aún no había sido descubierta. Y era sabido que el astrólogo exhibía un ciento por ciento de efectividad.
Por supuesto que todos decían que Zodiak era inhallable, pero luego de mucho esfuerzo pude contactarlo a través de una cadena de amigos. Pacté una cita en un bar céntrico y, para mi sorpresa, el tipo acudió con toda puntualidad.
—Lo siento —dijo al verme.
—¿Lo siente, eso es todo? ¿No se puede negociar? ¡Cambie en el blog lo de mi enfermedad! ¡Haga algo!
—Imposible, mi prestigio me prohíbe desdecirme —dijo con arrogancia Mazdeo.
—Está prohibido en todos lados, será desterrado y si sigue maltratando a la gente lo matarán en cualquier momento. Le propongo un arreglo, no sea necio —insistí realmente asustado. El tipo pensó, se acomodó en su silla, levantó la cabeza extendió los brazos en cruz y masculló unas palabras incomprensibles. Luego dio un tremendo grito, me miró y dijo:
—¿Cuánto está dispuesto a pagar?

Acerca de los autores:

La llamada - Saurio, Laura Olivera, Köller


―¿Hola?¡Por qué no viniste anoche!
―¿Qué? ¿Quién habla?
―¡Vos sabés bien quién habla!
―¿Eh? No..., no sé quién sos...
―¡Ah! O sea que además de cagador, ignorante.
―¡Mirá, no tengo tiempo para estas jodas, estoy muy ocupado...! ―… leyendo “Los cuentos del Cancerbero”.
―¿Qué? ―No te hagas el idiota, ea1stás leyendo “Los cuentos del Cancerbero”.
―¿Qué? ¿Cómo sabés? ¿Quién sos?
―Vos sabés bien quién soy, no te hagás el gil. ―No me hago el gil, realmente no lo sé.
―¿En serio me decís?
―Nunca hablé tan en serio.
―Te doy una pista…
―Dejame de joder, no te hagas el intrigante porque te corto ya.
―Anoche te esperé…
―Quién sos a la una…
―Te esperé durante horas.
―Quién sos a las dos…
―Te esperé en la cama.
―Quién sos a las… ¿en la cama?
―En la cama, como siempre.
―Flaco, estás equivocado y encima sos puto.
―No insultes. No tiene sentido, yo sé que también te gusto ¿Acaso te olvidaste ya?
―¡Basta! ¿De qué me olvidé? Te pedí que no me llames.
―Ves que sabés quien soy.
―¡Callate! Tengo que leer. ¡Respetame!
―¿Respetarte? Bueno, perdóname.
―No me pidas perdón ¿Por qué me pedís perdón? ¿Quién sos? ¿Qué hacés acá? ¿Quién te pidió que aparezcas?
―Vos sabés quién soy ―Terminala, no puedo más.
―Sí sabés, ¡Abrí los ojos!
―A mí nadie me dice lo que tengo que hacer ¡Andate ya!
―¿Adónde querés que me vaya?
―¿En serio me esperaste?

Acerca de los autores:

Tortuga – Diego Alejandro Majluff, Mariángeles Abelli Bonardi & Félix Díaz



Cuando empezó el otoño, las hormigas invadieron el patio e hicieron caminos alrededor de los canteros. Después devoraron la higuera y la rosa (ese fue el proceso más triste porque destruyeron la belleza del jardín). Y como si fuera poco, en invierno, entre todas las hormigas me sacaron dormida del caparazón y me dejaron desnuda bajo la clavelina china. Pero no soy la única despojada de vivienda. Los caracoles han sido obligados a desprenderse de su hogar y los bichos canastos amanecieron destejidos. Nos hemos pasado el día deambulando por el patio, buscando desesperadamente con qué cubrir los pudores. Los caracoles se las han podido arreglar con las tapas de gaseosa que encontraron tiradas, y los bichos canastos recurrieron a las arañas y su consumada habilidad tejedora. Yo, en cambio, no he sido tan afortunada. Los gajos de la pelota de fútbol que los chicos reventaron a patadas apenas me cubren, y de noche hace mucho frío. No he tenido más remedio que entrar en la casa. Los humanos se han ido, creo que al cine. He hallado una caja de cartón, cuyo interior sabe a leche, pero es muy débil. Tras seguir buscando, creo haber encontrado lo que necesito. Es una cajita muy mona, con cosas dentro que he tirado por ahí. Nunca he comprendido el gusto de los humanos por esas piedras brillantes y esos aros dorados. Pero la cajita me queda bien.

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sábado, 21 de noviembre de 2015

Historia bestial – Javier López, Héctor Ranea & Sergio Gaut vel Hartman


Mi tía Marta, a pesar de su nombre, era una zorra. Pero su obsesión cardinal era la cría de animales exóticos, cuanto más exóticos, mejor. Después del suicidio de su novio, el escritor Ernest Hemingway, se dedicó un tiempo a jugar al bingo y a tener sexo ocasional con militares de alta graduación, alcohólica y escalafonaria. Ella prefería los coroneles bebedores de brandy a los generales que se mamaban con ginebra, aunque huelga decirlo, a la hora de mamar ella no se quedaba detrás de las cortinas. Porque así era de sutil, a veces delante de todos, otras a regañadientes, nunca se perdía un beso a la botella de los licores que más amaba: ron cubano, whisky, caña, oporto… no le hacía asco a nada, hasta mamaba licor de huevo, si al fin y al cabo alguien le acercaba el pico a los labios. Con Ernest había visitado todos los bares de La Habana e incluso habían entablado buenas relaciones con un cantante que la tenía hipnotizada con sus bellas proporciones y una extraordinaria dotación que la puso bien fresca. Esa dote, vale aclararlo, fue suficiente para que el abuelo le sugiriera dejar al escritor, sobre cuyo suicidio ya había leído con la suficiente antelación, y formar una familia monoparental fecundando sus óvulos en una maceta, regada con el abundante legado genético que el cubano fue capaz de dejarle durante su corta relación. Para su sorpresa, de la maceta surgieron unas adelfas alucinógenas con las que la tía Marta logró evadirse y olvidar al cubano, a Hemingway, y hasta su propia reputación de zorra. Acabó sus días en un convento de La Habana. Se asegura que durante los cálidos inviernos cubanos usaba, sobre el hábito, unos lujosos abrigos de piel de leopardo hermafrodita. ¿Para qué, si no, habría dedicado su vida a la cría de animales exóticos? Tras su muerte quedó, sin estrenar, en el armario, el sacón de marta cibelina, ese que hubiera acabado con esta historia antes de comenzar.

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El ocaso de un ocaso - Soledad Cruella, Saurio & Adelaida Pichardo Querales


Siempre me sedujo el atardecer. El juego de rojizos venciendo a un oro deslumbrante. La puja de colores. El sutil pasaje de la luz a la oscuridad. El desasosiego meteorológico... Observando el atardecer lo esperé, en aquella playa que quiso alertarme. Una bandera negra, una bandada de gaviotas nerviosas, una hiriente bruma salada; suficientes signos, suficientes advertencias, pero me fui quedando, en esa ominosa playa, en aquel aciago ocaso. Nubes de mal agüero lo ocuparon todo, una tormenta tropical que venía alentada por vientos fuertes. Lo aguardaba a pesar de todo. El mundo se desvanecía. No obstante la lluvia, yo permanecí. Del sol a la noche. Paso directo. Él nunca vino y yo lo esperé. Lo esperé sin importar que subiera la marea, que las olas golpearan cada vez más impiadosas mis tobillos, mis rodillas, mis muslos, mi pecho. Lo esperé cuando el agua me llegó al cuello y lo seguí esperando cuando el mar me cubrió por completo. Continué la espera. El fascinante juego de luces, reflejos y sombras imperceptible en la superficie, se prolongaba en el medio acuático. Descendí y descendí siguiendo imperceptibles hilos de luz, burbujas translúcidas, movibles penumbras... de súbito recordé, ascendí rápidamente. Buscando una presencia en el horizonte, salí del agua y me sumergí de nuevo... sorprendida, lo repetí. Bajo el resplandor lunar, sin salir de mi asombro, continué jugueteando en el mar, observando con alegria mi casi interminable y milenaria cola de sirena.

Acerca de los autores:
Saurio

Compañero del destino - Cristian Cano, Mariángeles Abelli Bonardi & Mirta Leis


Al costado de la puerta de hierro, estaba el canil. Techo de chapa a dos aguas y entrada curva; no tenía nada de extraordinario, salvo por los tres platos de plástico ubicados enfrente, con precisión milimétrica, uno al lado del otro. 
El primero, verde, estaba prácticamente nuevo. Tenía restos de lo que parecía ser harina de huesos.  
El segundo,  rojo— bastante mordisqueado—, mostraba una morcilla a medio comer con mosca incluida. 
En el último, el azul, había un papel atado con un hilo; era una invitación. 
Abrí la puerta y descubrí ese enorme pasillo que no puedo olvidar. En compañía de mi perro,  me adentré con paso firme; permanecía una claridad que finalizó con el estampido metálico de la puerta al cerrarse. 
Tuve que elegir entre tres caminos, era imposible volver atrás. Avancé cayendo, levantándome, riendo y llorando, tratando de llegar al final de mi propio laberinto. Con el tiempo, los pasos fueron más lentos, la experiencia de recorrer atajos signó los tiempos, y secundado por mi fiel Cerbero, destrabé la última puerta para ya nunca volver.

Acerca de los autores:


martes, 17 de noviembre de 2015

Dinero – Félix Díaz, Lucila Adela Guzmán & Sergio Gaut vel Hartman


Adoro el dinero. Nada me gusta más que contar billetes y monedas. Sobre todo si son billetes con bastantes ceros y monedas de metales preciosos. El dinero lo quiero para tenerlo. ¿Gastarlo? ¿Perder mi valioso dinero? ¡Ni hablar! Me han dicho que debo invertir mi capital. Vamos a ver, lo hago, pero me costó mucho decidirme a hacerlo. Al principio, me costaba desprenderme incluso de la calderilla. Adoraba tenerla junto a mí. Pero la calderilla es poca cosa, y comprendí que eliminarla me dejaba sitio para monedas mayores. Así que acepté gastarla. Luego comprendí otra cosa: invertir es gastar, pero si se hace bien, se acaba ganando más. Así que invierto en aquellos negocios que me den ganancias seguras. Y esta claro… no hay nada mejor que invertir en proyectos en donde la codicia humana sea materia prima. Fue así como fui acumulando más y más dinero, poseo tanto que podría enrollar billetes y usarlos como papel higiénico, cosa que no recomiendo por lo áspero, salvo que uno quiera descargar su inconformismo hacia alguna idea o frase impresa en uno de sus lados, por ejemplo “in god we trust” porque hombre, soy ateo declarado y me revienta que hablen por mí. Así mismo creo que podría ser muy eficaz para aliviar cierta ira hacia algún personaje cuyo rostro, en tres cuartos de perfil, nos ignora con cara de rey sabelotodo o prócer inmaculado. ¿Creen que desvarío? Aceptado que el dinero es todo activo o bien generalmente aceptado como medio de pago por los agentes económicos para sus intercambios y que además cumple las funciones de ser unidad de cuenta y depósito de valor. Ahora persigo el bien supremo. Pondré todo mi dinero en inversiones seguras y me someteré a un proceso de criogenización con el objeto de que mis empleados me devuelvan a la vida dentro de quinientos años. Eso me permitirá, gracias al interés compuesto y a que no gastaré más que lo que se necesita para mantener los equipos, volver a la vida como el hombre más rico del mundo, el indiscutido Señor de Todo. ¿Qué les parece?

Acerca de los autores:

El grito - Julia Pateiro, María Elena Lorenzin & Patricio G. Bazán


El guarda y los empleados de seguridad de la terminal lo conocen. Saben que es inofensivo. Que llega una vez por semana, que espera a que todos los pasajeros abandonen el vagón y que, una vez solo, cumple con lo que ellos llaman “el rito”. Saben que luego saldrá al andén, cruzará un saludo afable con alguno de ellos, y buscará el siguiente tren que regrese por la misma vía que llegó el que lo trajo.
Hoy es el día. Se ubica en el mismo asiento de siempre. Quién sabe cómo habría reaccionado si hubiera estado ocupado. Recuesta porfiadamente su portafolio contra la ventanilla sin importarle la incomodidad de sus vecinos. Viste con pulcritud: traje y corbata. Y luce cansado. Mira hacia afuera, y se estremece al ver en la lejanía una bandada. El cielo, plomizo, se ha congelado en su mirada. Como en una película en blanco y negro, ve pasar los pájaros uno a uno. No podría alcanzarlos. “Rápido, pequeños; sálvense todos”, reza.
Una angustia vieja de siglos le corroe las entrañas como una marea ácida. Nadie registra sus ojos desesperados. Siente avanzar la ola, y tiembla.
Estación Terminal. Nadie a la vista. Entonces, la corriente incontenible de rabia y dolor escapa de su garganta en un grito que parte la noche en dos, un recién nacido rebelándose inútilmente contra un universo incomprensible.
Silencio. Luego, lentamente, busca el tren que lo devuelva a su infierno semanal.


Escape - Alejandro Bentivoglio, Martín Renard & Daniel Alcoba


A menudo se escapa por las noches. Nadie se da cuenta de sus mínimas ausencias y aunque eso sucediera, tampoco entenderían cómo es que logra sus escapes, y lo que es más extraño, por qué vuelve. Él tampoco sabría explicarlo. Solo sabe que necesita salir de allí aunque sea por unas horas. No es que no soporte el encierro, sino que necesita buscar algo que le permita justificarse, aunque quizás tampoco sea eso lo que lo obliga a fugarse constantemente.
Últimamente las cosas han empeorado, de hecho, si hiciera la cuenta, resultaría bastante más el tiempo que pasa afuera que el tiempo que pasa adentro. Definitivamente, poco a poco, una a una, las razones para mantenerse se le han ido agotando, se le han ido escurriendo como arena entre los dedos. Hasta que conoce a Julia. Julia la de los anteojos culo de botella, Julia semi gangosa cuando habla, Julia de pelo negro y voz profunda como eco.
¿Dónde conoció a Julia, afuera o adentro; de noche o de día? ¿La conoció porque necesitaba hacerlo o fue un encuentro fortuito, como el hallazgo de un meteorito de oro, como encontrar un doblón de oro español adentro de una lata de sardinas en la excavación de los cimientos de un edificio? De hecho, vivía como un gato doméstico núbil y noctámbulo que ahora se encontraría con Julia, gatita en bata, miope, que con una gran dosis de insulina lo enviaría afuera.

Acerca de los autores:
Daniel Alcoba

viernes, 13 de noviembre de 2015

Ladridos - Félix Díaz, Lorena Cecy Meza & Abraham David Zaracho


El perro no cesaba de ladrar. ¡Qué fastidio!, pensó Valiente. Eran las tres de la madrugada y los vecinos protestarían. Valiente no hacía honor a su nombre. Pensó en despertar a su mujer, a ver si se levantaba. Pero no, ella dormía como un tronco, tenía el sueño tan profundo que ni siquiera se despertó cuando se produjo el terremoto. Además, si ella estuviera despierta, ya sabía él lo que diría.
Tú eres el hombre, así que ve a ver qué sucede. Sin más que hacer decidió mirar por la ventana para ver lo que estaba ocurriendo con su mascota. ¿Quién molesta a estas horas de la madrugada?, se preguntó al tiempo que se calzaba las pantuflas y se diriía a la sala.
Pero ¡qué demonios! exclamó Valiente al ver lo inimaginable frente a su casa. Se apresuró a tomar la escopeta y comenzó a dispararle a los pequeños seres que hacían un hueco justo a metros de la casa del perro. La respuesta fue inmediata. Un millón de flechas minúsculas con puntas brillantes se clavaron a pocos centímetros de su cabeza. Valiente quiso recargar la escopeta pero el temblor en sus manos fue más fuerte. Los hombecitos rompieron la puerta de la cocina con las piedras que lanzaban con sus pequeñas catapultas y avanzaron en línea con las antorchas en alto. Apuntaron a Valiente y estaban a punto de ultimarlo cuando fueron aplastados por la escoba de la esposa. 
¿Tanto te costaba hacerlo? refunfuñó ella. Voy a por los de afuera. Es la última vez que arreglo tus pleitos.

Acerca de los autores:
Lorena Cecy Meza
Félix Díaz
Abrahan David Zaracho

Las listas - Rolando José Di Lorenzo, Abelardo Cid Topete & Diego Martínez


Mientras Marisa confeccionaba una lista para el supermercado, su marido, secretamente, estaba haciendo otra, pero con nombres, nombres de personas que debían morir. Ella, indudablemente no sabía con quién estaba casada, le molestaba el misterio que lo rodeaba y no olvidaba cuando él le dijo, con frialdad, que había cosas que era mejor que ignorara; pero ella estaba locamente enamorada. Él hubiera querido no tener que anotar a nadie en sus listas, hubiera querido no ser el vocero de esas muertes pero esas listas ya existían desde antes que él las tomara y él solo actualizaba los datos, no era el ejecutor, jugaba el papel de Dios y ni Dios sabía de esto; no cargaba con arrepentimientos ni con culpas, era su rol y lo cumplía y bien sabía que esas muertes eran inevitables y en muchas ocasiones necesarias. No le comunicaba nada a Marisa, no quería distraer ese amor tan grande que se tenían.
Hubo en el pasado otras listas, que el hombre (no importa su nombre) siempre ocultó. Nombres de desconocidos, vecinos de cada nuevo barrio a donde se mudaban escapando de listas anteriores. Columnas de datos de hombres que miraban a Marisa, o que le sonreían, o que todavía no la habían visto siquiera pero que seguramente la desearían tanto como él. Así que, antes de que ella sufriera, los eliminaba. Pero a pesar de amarla tanto, estaba cansado. Al final de esta, su última lista programada, agregó, llorando, su propio nombre.


Como dios – Claudia Isabel Lonfat, Coralito Calvi & Patricio G. Bazán


Hay gente que cree que puede manipular todos los hilos, que las personas que los rodean deben pensar, sentir, vivir, según su criterio; su estrecha lógica se centra en controlar al otro. Esta gente ha desarrollado argumentos rimbombantes, y falaces, para apoderarse de esas mentes y colonizarlas con una vorágine de palabras atrapantes, creíbles. Pero no se engañen, son solo construcciones erróneas que parecen lógicas, meros sofismas de una escuela decadente.
Eloy era de los que mantienen esa clase de debates interminables; su objetivo era ganar cualquier discusión. Era, además, buen proveedor de la familia, lo que parecía avalarlo durante sus constantes manipulaciones. Todos le ocultaban datos y acontecimientos para librarse un poco de sus sentencias, pero el hombre, omnipresente, emitía sus juicios de continuo, y decidía cualquier asunto con convicción, sin dar lugar a discusiones: así que, sin saberlo, cada elemento disponible era usado para su conveniencia material en pro de controlar a sus víctimas. 
Pero había una rebelde, una nuera que se rebelaba, respetuosamente aunque sin tregua, ante tal despliegue de poder; y pese a esto, Eloy la quería. Tal vez, inconscientemente, necesitaba y agradecía la aparición de un antagonista.
Como una niña aprendiendo a caminar, la mujer ganó seguridad con cada discusión. El resto de la familia, grises satélites de carne, orbitaba alrededor de los polemistas, fantaseando con escapar del sistema.
Eloy se fue a dormir una tarde lluviosa, tras perder una discusión con su nuera. Nunca despertó. De los pocos parientes en el funeral, solo ella vistió luto.
Desde entonces, nadie discutió que la nuera ocupase la cabecera de la mesa.

Acerca de los autores:


lunes, 9 de noviembre de 2015

Las voces del silencio - Fernando Andrés Puga, Patricio G. Bazán & Sergio Gaut vel Hartman


Cuando el maletín dejó de hablar fue el turno de la tostadora. Cada uno de los objetos de la casa, incluso alguno que otro dejado por Roque en su precipitada fuga, me reprocharon descuidos, negligencias, torpezas y agresiones. El más hiriente fue el sermón de la heladera, que no se privó de lanzar una invectiva hiriente y envenenada.
—¿Nunca reparaste, gorda, que sufro cada vez que mi puerta se abre y me envuelve el calor de la cocina?
No sé qué me sorprendía más, si la voz de estos habitantes cotidianos de mi mundo, o la pobre opinión que tenían de mí. Me planté frente al botiquín temiendo otro sarcasmo, pero el espejo se limitó a mostrar mi verdadera imagen, triste y vencida. Al abrirlo, un frasco de somníferos susurró con voz grave.
—Knockout técnico, hermana: vení y probame.
Acostada en mi cama, oía como en sueños las voces impiadosas, dejándome invadir por el sopor y la autocompasión.
Fue entonces que la almohada tomó la palabra. Con su melodiosa voz, me devolvió de a una las confidencias que escondí entre las plumas del relleno a lo largo de los años. Los rencores acumulados, las lágrimas reprimidas. Abrazada a ella, fui despidiendo los recuerdos hasta vaciarme. Lo último que escuché, antes del silencio final, fueron los cuchicheos entre la mesita de luz, la lámpara y el viejo despertador que heredé de mi madre. No alcancé a entender lo que decían.

Acerca de los autores:


Pequeña maravilla - Laura Olivera, Cristina Chiesa & Claudia Isabel Lonfat


Ya no tenía caso seguir esperando, levantarse cada día y desear que todo acabara de una vez: era necesario actuar, decidirse a ponerle un fin con sus propias manos, o con sus propios pies, ahora duros y apretados contra la pared de la cornisa, la punta de los dedos asomando al vacío como un presagio ineludible. Allá abajo la ciudad hormigueaba como siempre. ¿Dónde aterrizaría su cuerpo? El viento le golpeó la cara y por un momento perdió el equilibrio. Se bamboleó estabilizándose con los brazos extendidos. Y un olor como a manzana asada le atravesó la cara. Ese olor de infancia, en la casa de la abuela, el patio con malvones, el silencio de la parra y el gato durmiendo al sol. Algo le susurró en el oído…"tú vienes con nosotros, pequeña maravilla". La voz de él, aquél verso escrito en la mesa de un bar. El vacío le mostraba aún su rostro lívido. Tiernos brazos la empujaban hacia atrás. Pero ella vio los versos flotando en el aire y, desesperada, intentó tocarlos antes de que se desvanecieran del todo en la nada, como ese rostro, esa infancia con sus olores, esas sonrisas amadas. Y mientras esos brazos la tomaban, ella se iba inclinando cada vez más hacia ese vacío lleno de vida, y voló, voló para recuperar todo lo perdido, con los ojos bien abiertos y la sonrisa ancha, como nunca antes.

Acerca de las autoras:

La entrada del abismo - Fernando Naranjo Espinoza, Omar Chapi & Alejandro Bentivoglio


Subiendo por el estero, encontró una charca que no recordaba haber visto antes, pese a sus constantes recorridos por el lugar. En el agua nadaban dos peces de singular tamaño, que de tanto en tanto, se refugiaban bajo una pequeña piedra. Pensó que sería fácil hacerse con ellos, por lo que se quitó la ropa y entró al agua. Metió la mano por la pequeña abertura y tocó un pez que retrocedió un poco y se puso fuera de su alcance. Rápidamente urdió la trampa. Taparles la retaguardia, empujarlos desde atrás… Y atraparlos. Los peces forcejearon, se batieron como machos, se puede convenir que fueron valientes pero él, todo mojado y precipitado de bruces sobre el porvenir solo vio la sartén, el aceite hirviendo, los limones, el plátano asado… Y sucedió como en su más hambrienta visión, hasta que le sobrevino la primera arcada y ese dolor maldito que se apoderó de sus intestinos. 
—Agua —clamó temblando de dolor—, agua. 
Pero no escuchó nada, ni recibió respuesta alguna. Solo sintió que el cielo se oscurecía y que su cuerpo se iba haciendo pequeño, que se iba hundiendo en un vapor que le ganaba cada partícula y moverse era ya un gesto inútil, porque no quedaba nada más que boquear sin aliento en medio de un fuego que se presentía. 
Y alguien que daba vuelta la sartén y él que se sacudía dócil en ella. Sin entender demasiado lo que sucedía.

Acerca de los autores:

jueves, 5 de noviembre de 2015

¡Respira, amigo! - Melisa Cancio, María Angélica Vicat & Sergio Gaut vel Hartman


No es cierto lo de mi promiscuidad; soy muy cuidadoso con mis relaciones. Solo selecciono a las mejores, aunque tenga que escurrirme en lugares imposibles, sortear muros, reptar bajo una alambrada... y ellas siempre acaban cediendo. Me jacto de haber evitado la endogamia a toda costa (excepción hecha aquella vez que mi hermana me provocó con sus humedades y su culito parado). Esa tarde vagaba sin rumbo por el barrio industrial, lugar infrecuente en mí, con un humor melancólico y abatido, posiblemente debido a la garúa y mi estómago vacío. Sin aviso previo, una corriente de aire cargado de feromonas se abrió paso en mis circunvoluciones nasales y en una décima de segundo una descarga de hormonas estaba acelerando mis pulsaciones.
Empezaba a oscurecer y, ya alerta, comencé a mirar para todos lados, con disimulo, que no se note el interés, (el poder lo tengo yo). Seguí el rastro, olfateando… era fácil. Al doblar la esquina la encontré: casi una niña, con larga melena de rulos en las puntas donde las gotitas de la garúa brillaban como cristales. Me adelanté y la miré de reojo, era hermosa. Unos cincuenta metros más adelante, frente a un bar, me agarré el pecho aparatosamente y me desplomé con lentitud. Ella corrió hacia mí y me preguntó ansiosa:
—Señor, señor, ¿se siente muy mal?
Farfullé una contestación e incluí la palabra café. Me ayudó a levantar. Era fuerte. Cruzamos y nos sentamos en una mesa junto a una vidriera. La luz era pobre y con algo de sorpresa noté que se relamía mientras sus ojos se iluminaban con un resplandor rojo. De golpe, sentí que ya no era el cazador. Quise huir. Pero era tarde. El mecanismo de seducción que tan bien conozco se había puesto en marcha, con la diferencia de que esta vez yo era la presa. Ella no dijo nada; no hacía falta.  Me pregunté cómo lograba que mis hormonas se doblegaran a su voluntad, combinándose de modo que una sustancia nueva pudiera operar en mis sistemas circulatorios, paralizándome. Quise hablar, suplicar, gemir, pero nada de eso era posible. 
—¿Oyó hablar de la Mantis religiosa? —En la expresión de la chica había un gozo indescriptible, que no pude comentar, por cierto, como tampoco pude responder a la pregunta. ¡Claro que sé lo que es la Mantis religiosa! Lo que nunca supe es que una hembra humana pudiera comportarse como uno de esos simpáticos y terroríficos insectos.
—No se preocupe —insistió ella, como si yo le hubiera contestado—; va a gozar como nunca. Yo no soy un ser insensible, ¿entiende? Siempre dejo que mis machos disfruten antes de... bueno, ya sabe.

Acerca de los autores:
María Angélica Vicat

Perrorrengo - Rolando José di Lorenzo, Ada Inés Lerner & Luciano Doti


El pueblo de Perrorrengo, era un lugar horrible, nadie lo limpiaba, las calles estaban rotas, faltaban luces en las esquinas, los frentes de las casas con los revoques dañados y despintados. Nadie ponía nada de sí para cambiar la situación, y no era precisamente por falta de fondos. Tenía una fábrica enorme que daba trabajo a más del ochenta por ciento de la población y con eso estaban conformes, pero pasaban por una época de inseguridad grave y eso los acobardaba. Vivían encerrados en sus casas y dentro de sí mismos. Hasta que llegó una pareja de recién casados. Él, Julián, vino a trabajar en la fábrica, y ella, Raquel, buena cocinera, puso un cartelito primoroso ofreciendo vender tortas para diferentes ocasiones. 
El primer fin de semana, una vez instalados, entre los dos limpiaron la calle, la vereda y quemaron toda la basura. Varios vecinos salieron a ayudarlos y les comentaron la situación en el pueblo. En voz baja y con temor de que los escucharan las autoridades decían que aquellos nada podían hacer para mejorar la situación. Julián les propuso reunirse el domingo en su casa, que hablaran con sus amigos y cercanos. Julián terminó de dar la primera mano de pintura a su frente y entró a cenar y a comentar con Raquel las novedades.
Muertos de miedo acudieron ese domingo a la casa de los nuevos vecinos. En la reunión se terminó por acordar que se llevarían a cabo las mejoras. Faltaba decidir con qué fondos y convencer al resto, los ausentes, los que aún elegían el temor.
Los fondos podían ser solicitados a las autoridades, para eso ellos y la fábrica pagaban impuestos. Pero convencer al resto… 
Como los fondos se demoraban empezaron con aportes de sus propias haciendas. De a poquito, al verlos, los temerosos se fueron animando a sumarse a esa movida. 
Un día, las autoridades y los directivos de la fábrica se reunieron en una oficina. Veían con preocupación ese resurgir del pueblo: “la gente está reclamando lo que cree que le corresponde”, “hagamos lo que hay que hacer, pronto será tarde”.
En los días siguientes se sucedieron algunos hechos de inseguridad. La gente volvió a encerrarse temerosa en sus casas. Finalmente, la pareja de recién casados abandonó Perrorrengo.

Acerca de los autores:

Verde - Laura Olivera, Omar Chapi & Antonio J. Cebrián


Hay cosas que suceden de repente: uno no espera nada y entonces ocurre lo menos pensado. Esa tarde, mientras zurcía junto a la ventana, Ernestina se pinchó un dedo con la aguja, tan fuerte que pegó un grito y enseguida se lo llevó a la boca. Su lengua palpó el líquido tibio y reconoció algo extraño, un sabor vagamente familiar que no consiguió identificar. Se miró el dedo y lo que vio la llenó de espanto: su sangre era verde. Se acordó entonces, de aquellos insectos que había disecado siendo niña. Debo estar alucinando, pensó. Sin embargo, era la única sangre que recordaba de color distinto al rojo. Debo ir al médico, gritó y se levantó del taburete tirando las costuras de su regazo. En la sala se tropezó con su esposo, y ya no pudo contenerse, rompió en llanto al tiempo que intentaba explicar el suceso, gritando, gesticulando y mostrando su dedo que para entonces, había dejado de sangrar. Él, disgustado, tomó el teléfono y se marchó. 
Cuando regresó, lo acompañaba una especie de mecánico desaliñado.
—Ya sé que las fugas se auto reparan —dijo su esposo— pero es que además ha desarrollado la extraña idea de ser una amante esposa que zurce calcetines.
—Sí, estas unidades de compañía sofisticadas hacen cosas raras. Restauraremos valores de fábrica y así se limitará a actividades de cama.
Y accionó el pequeño interruptor de la nuca de Ernestina, sumiéndola en una profunda oscuridad.

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domingo, 1 de noviembre de 2015

Malos olores - María Elena Lorenzin, Julia Pateiro & Sergio Gaut vel Hartman


Por aquella estación suburbana, armada con unos pocos tablones mal unidos, pasaba un tren muy de vez en cuando, lo que no era un obstáculo para que el tonto Paniagua dejara morir las horas esperando la formación, que casi nunca se detenía. Y tantas horas muertas terminaron pasando factura, porque el hedor de la descomposición, en especial el penetrante olor de los minutos, alcanzó las escasas viviendas de Paso de la Virgen y enfermó a los habitantes del lugar, que no tardaron en señalar a Paniagua como el paciente cero del brote, aunque no manifestara síntoma alguno de la endemia.
Un día, Paniagua dormitaba la siesta en el banco de la estación, bajo la imagen de la protectora del pueblo, cuando un ruido que le acercó la brisa lo espabiló. Lejos aún, vio la locomotora. Qué raro, pensó, sin inquietarse, y volvió a cerrar los ojos, con la certeza de que, como de costumbre, la formación no se detendría. Sin embargo, esta vez el tren frenó junto al andén, aunque sin pasajeros a la vista. Cuando abrió los ojos, Paniagua se acercó a las vías y husmeó por una de las ventanillas. Nunca nadie en el pueblo pudo precisar lo que el tonto vio aquel día, pero dicen los que entienden de estas cosas que sentada en uno de los asientos viajaba una semana bella y fragante, y que gracias a esa visión Paniagua, enamorado, no volvió a matar el tiempo.




El alargue - Sandro Centurión, Alejandro Bentivoglio & Luciano Doti



Solo porque era el partido más importante de su vida, Ignacio Morales aceptó jugarlo ese viernes, a esa hora de la noche. Si todo salía bien, el partido terminaría como siempre a las 23.30. Sin embargo, si acaso se demoraba el inicio, si empataban e iban al alargue o a los penales, entonces la cosa se complicaría.
La cancha de fútbol 5 quedaba cerca. Así que el trayecto lo hizo caminando solo, a la luz de la luna llena que se elevaba majestuosa.
Por esas cosas que tiene el destino, que muchas veces nos juega una mala pasada, el partido comenzó con un poco de retraso. Para colmo, ya desde los primeros minutos, se notaba una gran paridad entre los dos equipos. Cada gol de ellos era respondido por uno de los otros. Para Ignacio, ya flotaba en el aire un aroma a empate, creía intuirlo. Al menos, se fueron al entretiempo con ese resultado y él mirando su reloj. El alargue era ya algo inevitable. Los minutos eran eternidades que se vaciaban en gotas de sudor que caían por la frente de Ignacio.
Luego del descanso, vino la tan temida continuación de lo fatal. La posibilidad de que todo saliese mal. Los goles volvieron a sucederse. El empate estaba tallado en al aire.
Ignacio miró vencido su reloj. Las doce sonaron en su cabeza. Inmediatamente se convirtió en zapallo. Un botín solitario quedó abandonado cerca del área chica.