La historia que perdura es falsa. La escribieron los hombres y sabido
es que siempre han necesitado de un héroe. Debo resignarme. Pero ¿qué héroe
puede ser quien con sus manos mató a su mujer, hijos y dos sobrinos? El atajo
de la locura, claro. Y luego, un nebuloso oráculo que todo lo purifica.
Disfraces para excusar una carrera de asesinatos, capturas y robos. Pero yo lo
sé: fue por codicia de una corona, por el despojo de un reinado, la insaciable
pulsión por mantener el poder a costa de lo que fuere. Y el problema comenzó
con su jodido sastre, un bromista que más valía como comida de perro que como
bufón. Gracias a él, todo el boato en su presencia, todo el marco fastuoso que
daban sus palacios, había caído en el ridículo por hacerle de paño transparente
su vestidura. El encadenamiento de sucesos había llevado de su condena al
descubrimiento de que el inicuo y su esposa difunta nunca habían cohabitado.
¿Cómo explicar, entonces, la existencia de hijos del matrimonio? La sibila hubo
de retirar los cargos por parricidio, reduciéndose a dos los trabajos. El
tiempo en que la epopeya lo ubica esforzándose en los otros diez, en realidad
lo pasó amancebado con Éurito, que no pudo resistirse al encanto de sus
transparencias. La pareja no tuvo descendencia, como era de esperar. Pero
llenaron sus días con un perrito al que llamaron Cerbero. Lo demás, son
historias.
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