jueves, 24 de marzo de 2016

El huevo de Troya – Judith Shapiro, Héctor Ranea & Sergio Gaut vel Hartman




Acabo de leer un cuento, uno breve, muy breve, de esos a los que llaman microficciones. En el cuento se cuenta que una chica adicta a la ingesta de huevos enteros sin pelar (¿a quién se le ocurre?) estaba viajando por la ruta en un auto prestado cuando le dio uno de esos ataques compulsivos, diría yo, que la inducen, la conminan a tragarse un huevo. Parece que el huevo era un poco más grande de lo que habitualmente son los huevos y la pobre adicta se atragantó con él. En el cuento los autores (porque los autores son dos; no me explico la necesidad de juntar dos personas para escribir algo tan breve, allá ellos) no se explica el origen, la procedencia del huevo. Pero acotan que se desmayó, que se puso azul (esto es un agregado de mi cosecha, pero parece ser la consecuencia natural del incidente) y que el marido la llevó al hospital para que se lo extrajeran. Y a continuación los autores toman distancia con lo escrito argumentando que tamaña adicción es cosa de ciencia ficción. La cosa termina ahí, o casi, ya que la última información vertida es que la ovoadicta sigue internada y que “mañana” se lo quitan. ¡Ah, maravillosa intemporalidad de las ficciones! “Mañana” puede ser ayer, el mes pasado, hace diez años. ¿Les parece que uno puede permanecer indiferente ante semejante incertidumbre? ¿Y si no pudieron remover el huevo a tiempo y la chica se murió ahogada? ¿Y si el huevo era un huevo de furhan, esos ovíparos reptiformes de Gulguta? ¿Y si el huevo alcanzó el punto de ruptura dentro del sistema digestivo de la chica, se rompió la cáscara y el pequeño furhan trató de salir al exterior usando sus uñas como dagas de ocho centímetros? ¿Y si ese es el método que han ideado los de Gulguta para invadir la Tierra? ¿Eh?

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