Mi dueña está triste. No
jugamos como todos los días. No corrió junto a mí, por más que tiré de la
traílla. Está sentada junto al Tajo, y llora como si quisiera aumentar su
cauce.
El amo no está con nosotros.
Desde ayer por la noche salió de casa, dando un portazo. Pensé que iba a ir con
él, porque descolgó el arco y el cuchillo de monte. Pero salió río arriba solo,
con ojos de fiera. De cazador furtivo.
Amanece. Me desperezo despacio,
oliendo el nuevo día que ya se siente distinto. Mi dueña no ha salido a
saludarme, y el Amo sigue ausente. Hay mucho silencio en el aire, como si una
tempestad estuviese juntando fuerzas para luego dejarse caer violentamente
sobre todo nuestro mundo.
Como siempre, me acerco a beber
a la orilla del río, junto a los sauces: mi lugar preferido. Pero hasta el agua
parece distinta: aquí y allá, comienzan a verse algunos hilos rojos.
Meto la mano en el agua y reúno
los hilos como si se fueran la cola de un cometa; tiro de ellos y noto que del
otro lado hay un bulto enorme, pesado. Lo arrastro con esfuerzo, tirando y
tirando hasta quedar exhausto. Recién al mediodía consigo divisar el cuerpo.
“El amo está muerto”, dice mi dueña, muerto muerto, se desespera. Sé que yo no
fui, que solo deseé tenerla solo para mí, pero de todos modos me siento
culpable.
Excelente relato lleno de mucha emotividad.
ResponderEliminarGenial y emotivo, me gusta la combinación.
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