martes, 8 de marzo de 2016

El faraón americano - Omar Chapi, Claudia Isabel Lonfat & Sergio Gaut vel Hartman


Volvió a ingresar en la bóveda; había hecho eso cientos de veces, pero quería asegurar el éxito de su descubrimiento y no escatimaba esfuerzos. Era de noche y sus colaboradores, los arqueólogos y trabajadores de pico y pala, se habían retirado a sus hogares. Había total silencio. Bajó las escaleras de fino mármol que llevaban a la cámara principal. Allí, en el centro de la estancia, en un ataúd de oro puro, yacía en postura sobria el soberano ahora convertido en momia. A su alrededor estaban sus veinte esposas, quienes exhibían un desgarrador rigor mortem, poniendo en evidencia que habían sido enterradas vivas. La conclusión de que aquel pueblo tenía costumbres funerarias espantosas era redundante. Se movía con cuidado, tratando de no dañar la evidencia de su descubrimiento, cuando escuchó el ruido de unos pasos que venían de la recámara contigua, donde los esclavos presentaban una condición parecida a la de las mujeres. Sacó el arma de la cartuchera y entró al túnel que comunicaba las dos recámaras. Avanzó despacio, pegado a la pared. La tenue luz con la que se alumbraba el lugar no le permitía ver muy lejos, pero sabía que quien quiera que estuviera ahí, no debía tener muy buenas intenciones. Sintió que su corazón palpitaba demasiado rápido y le temblaron las manos. Un sudor frío le perlaba la frente y empezó a caerle por los costados, dentro de los ojos, provocándole un fuerte ardor, lo que sumado a la escasa luz, esmerilaba la escena de tal modo que no podía ver casi nada. Tenía el oído entrenado de tanto andar por el desierto, años buscando pedazos de historia que completaran la ya conocida, que a veces no cerraba del todo. Ahora, con este hallazgo, reflexionó, no era capaz de enumerar las hipótesis que se vendrían abajo con estrepito. Solo eso lo asustaba; no quería que su trabajo fuera afectado por ese algo o alguien que trataba de moverse en secreto, sin ser percibido. No obstante y a fin de cuentas, aquello era válido para cualquier otro, pero no para él…
Dio un rodeo, eludiendo la cámara principal. Era el único que conocía el último hallazgo: el túnel que comunicaba ambos recintos con un depósito en el que debían haber guardado los elementos de la momificación mientras los especialistas trabajaban, hacía ya cinco mil años. 
Por eso mismo no estaba preparado para lo que siguió a continuación. Una voz profunda, como compuesta por miasmas y relámpagos, se dirigió a él en su propio idioma, aunque era obvio que no se trataba de una voz humana.
—No nos gustan los intrusos, forastero.
—¿Quién? ¿De dónde...? —Giró sobre sí mismo, tratando de identificar el origen de aquellas palabras de amenaza, pero no vio a nadie. Sin embargo, hubo una segunda frase, aún más lapidaria.
—Ciertos secretos deben seguir siéndolo. —Y sin mediar explicación alguna, el techo de la bóveda se desplomó sobre el infortunado intruso.

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