En la mañana, Gregorio despertó
con náuseas, boca arriba, tendido en una superficie desconocida.
Aterrorizado, quiso mover sus antenas para guiarse y estas no respondieron. El peso
del cuerpo era terrible, la cabeza miraba hacia el sitio equivocado. Se estremeció
al notar que no tenía patas. De pronto, entre sollozos, sintió que lo
metían en una funda, lo bajaban al parqueadero y lo arrojaban en una fría camilla.
—Estoy vivo —intentó gritar,
pero era inútil, las palabras, los gestos, los movimientos lo habían
abandonado. Ajeno a esos ruidos tan humanos, en la oscuridad, se aquietó. La morguera
marchaba, dejando atrás a esa familia envuelta en llanto. Ni un
funeral, un adiós, ¿nada? Se sentía indigno, pero ¿qué podía hacer? Entró en un
estado de letargo.
Después la luz, y una voz
dulcemente aterradora:
—Nunca vi un ejemplar de tu clase —anunció la joven. Recordó cómo era
el proceso de disecación de escarabajos y quiso avisarle, gritarle con toda su voz,
que todavía vivía, que todavía sentía, pero solo era capaz de emitir unos
gorjeos viscosos y horribles a los oídos.
El bisturí brilló,
resplandeciente e ineludible en las manos de la joven, antes de hundirse en su caparazón. Creyó
que el dolor lo mataría cuando el escalpelo trazó una Y en su tristísimo
cuerpo. Pero en verdad, fue una sola y reparadora maniobra. El viento
lo abrazó y sus nuevas alas se movieron en busca del cielo.
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María Brandt
María Brandt
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