lunes, 29 de febrero de 2016

El fantasma que tenía miedo de los vivos - Félix Díaz, Omar Chapi & Sergio Gaut vel Hartman


Kasp era un fantasma. Hacía miles de años que había muerto. Pero no era un fantasma que se dedicara a meter miedo a la gente. No podía hacerlo porque le temía a los vivos. Era un tema imposible para él. Bastaba con que se acercara una persona viva para que Kasp saliera gritando. Lo curioso del caso era que los gritos de Kasp, a su vez, asustaban a los vivos. 
El fantasma de marras vivía en un castillo con otros cientos de fantasmas. Algunos eran sus familiares, muertos durante una guerra (Kasp había olvidado los detalles). Sus hermanos, por ejemplo, se reían de él porque le tenía miedo a los vivos.
—Somos nosotros los que damos miedo a los vivos, no al revés, Kasp —le decían, entre risotadas tenebrosas. Risas de fantasma, claro está.
Pero Kasp no podía evitarlo. Se acercaba con sus hermanos a ver un visitante esporádico (el castillo llevaba siglos abandonado) y cuando se aparecían ante el visitante, Kasp no podía resistir la visión del vivo y salía gritando.
Claro está, ante los gritos de Kasp el humano se asustaba, y los hermanos de Kasp no podían hacer otra cosa que intervenir para ecentuar el miedo del extraño.
Por eso, lo más frecuente era que los familiares de Kasp no contaran con él para hacer sus perrerías. Ni ningún otro fantasma.
—Kasp nos estropea la sorpresa —solían decir.  
Pero Kasp estaba dispuesto a cambiar esa realidad. Según él, “fantasma no era sinónimo de miedo”; podía ser un fantasma amigable, solo debía vencer ese terrible miedo a los vivos, y tenía un plan. 
Aquel día, empezó su jornada temprano; cuando los demás se levantaron de sus ataúdes, él ya se había lavado los dientes, lo que hacía que su sonrisa se viera más reluciente. Flotó por el castillo, tarareando una canción de “The Rolling Stones”, que no pasaba de moda. Todos los fantasmas del castillo que lo escucharon se escabullían aturdidos por aquel ritmo. Kasp, se quedó solo; pero había deseado tanto la soledad que ahora, que por fin todos se habían ido, no sabía qué hacer. Empezó a sentirse aburrido, incluso extrañaba a aquellos que lo humillaban por su fobia a los vivos. Puede parecer paradójico, pero sin ellos el castillo le parecía tétrico, por demás vacío. 
Cerca del mediodía llegó al lugar una familia de turistas norteamericanos. Embelesados por los cientos o quizá, miles de historias de fantasmas que habían escuchado, se internaron en los pasillos tomando fotos de todo lo que les parecía curioso. Era evidente que, al igual que los demás visitantes del castillo, buscaban una historia tétrica que contar a sus conocidos en sus aburridas reuniones de amigos. 
Kasp dejó de tararear a los Stones en busca de la normalidad a la que estaba acostumbrado. Uno a uno, los cientos de fantasmas empezaron a volver al castillo profiriendo esos insultos a los que Kasp ya estaba acostumbrado. 
En ese mismo momento, una niña que parecía haber escuchado su tararear se dirigió inesperadamente hacia la torre en la que los guerreros lo habían asesinado a Kasp y a toda su familia.
—¡Niña! —exclamó el fantasma—. ¡No subas a esa torre!
Sorprendiendo a Kasp, la niña giró sobre sí misma y lo encaró.
—Puedo verte —dijo—; y oírte. Sé que le temes a los humanos y puedo ayudarte a perder el miedo.
—¡Imposible! —murmuró Kasp—; llevo siglos, milenios arrastrando esta condena. —Un coro de voces fantasmales y burlonas coreó la afirmación. Pero la niña, lejos de inmutarse, abarcó con la mirada a la banda que rodeaba a Kasp, y con voz firme aseguró:
—Ustedes, en vez de burlarse de él deberían ayudarlo para que pueda superar el trauma que le produjo la masacre. Teme a los humanos por lo que le hicieron, por lo que le hicieron a todos ustedes, aunque no es nada que no pueda solucionarse con una buena terapia. —Luego, dirigiéndose a Kasp, le prometió—: estudiaré psicología humana y espectral, y cuando sea una buena terapeuta, regresaré para ayudarte.

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