La hechicera llegó caminando, gastadas las sandalias por el
desierto, y se sentó en el borde de la fuente, mirando las altas murallas a sus
espaldas. Inclinada, vio sobre el agua como todo se teñía de sangre. Necesitaba
un guerrero. Alguien que la salvara. Se bajó la capucha del manto y su largo
cabello rojo cayó y resplandeció al sol... Observó que por la puerta norte
entraba un jinete. No tenía para nada el aspecto de ser su potencial salvador.
Le calculó unos cuarenta largos y estaba por olvidarlo cuando vio su espada. De
inmediato toda su atención se dirigió, con disimulo, hacia él, pero la mente
del hombre estaba cerrada, como si la rodeara un muro de piedras. Trató de
alcanzarla y se asustó porque se dio cuenta que él lo sabía, sabía quién era
ella y se estaba acercando a la fuente. Bajó del caballo de un salto, con una
agilidad inesperada y la contempló con unos ojos azul profundo en los que se
notaba, bajo el polvo que lo cubría, que era un hombre del norte. El
desconcierto la invadió porque nunca antes hombre alguno, sea mago o guerrero,
se le había acercado con tanta confianza en sí mismo, y lo peor era que ni
siquiera lo reconocía. Volvió a intentar entrar en su mente, pero seguía siendo
inaccesible para sus poderes psíquicos; por lo visto ya no tenía la misma
fuerza que en otros tiempos.
—No temas, no voy a hacerte daño —dijo, al fin el caballero.
—Ya lo he visto en tu aura — aseguró ella, tratando de
ocultar su desesperación.
—En cambio en ti veo desaliento —aseguró él, con aire de
solvencia.
—Solo puedes estar aquí por una de dos razones —observó con
acierto la hechicera—, para matarme y liberar al pueblo de mis hechizos o para
ayudarme a reconquistar el trono del último rey cristiano.
El caballero rió con estrépito; la hechicera tenía intactos
sus sueños de grandeza y eso le causaba risa; sin embargo, nunca había visto a
alguien con semejante determinación.
—Te equivocas —aseguró él—, no te ayudaría incluso si ese
fuera mi destino, tampoco te mataría; hacerlo sería asesinar a alguien
indefenso. Soy un guerrero, no un asesino.
Con tanto poder debía ser algo más que un guerrero, ella
presentía que él era el elegido, debía encontrar la manera de descubrir su
naturaleza, su origen. Pero supo de inmediato que él no revelaría más de lo que
deseaba revelar. De pronto, como una iluminación, irrumpió en su mente y su
corazón el motivo de la renuencia del caballero.
—¡No eres de este mundo! —exclamó.
Fue el turno del caballero de quedar sumido en la mayor
perplejidad. ¿Cómo había…? ¿Cómo pudo saber…? Se recompuso, tocó la empuñadura
de la espada, en el que residía el ansible que lo mantenía comunicado con su
mundo de origen, y frunció el ceño.
—No soy un ser sobrenatural, si a eso te refieres —se
defendió.
—No me refiero a eso —replicó ella con los ojos brillantes
de emoción—. ¡Por fin me encuentras! Mi exilio puede terminar.
—¿Tu exilio?
—Hace casi mil años que naufragué en este mundo…
—¿Shylah?
—¡Sí!
—Por fin te encuentro, sublime traidora. —Y extrayendo la
espada de su vaina, con un solo movimiento, el guerrero decapitó a la
hechicera.
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