“La fiesta carnestolenda”, dice la locutora, y siento que me atraviesan
puñales por todo el cuerpo. Debo enfocarme, no estoy acá para convertirme en
purista del idioma. El sonido está demasiado fuerte, casi no me permite
concentrarme; además, mis ojos están cansados de mirar las máscaras del
carnaval. Los rostros de la muchedumbre no me dicen nada, aunque los miro
también; tengo que resolver este problema agobiante y absurdo, no puedo permitir
que muera otra persona más durante el corso.
Pero ¿cómo evitarlo? Imposible saber quién de todos ellos es el asesino y
cuál será su víctima. ¡Todos tienen el mismo rostro! Tengo que elegir a uno, o
a lo sumo dos sospechosos y concentrarme en sus movimientos. Más no puedo
hacer. Subo a la tribuna y me ubico en el escalón más alto para observar a la
multitud; no sería lógico que el asesino esté muy cerca. Hay un sospechoso a
unos cincuenta metros: su disfraz de dominó, en lugar de ocultarlo, lo revela.
Blanco y negro. Detrás del antifaz, ojos de daga filosa. Lo tomo de la
capucha con una mano, con la otra golpeo secamente su laringe. En el forcejeo
caemos bajo la tribuna; todos están demasiado ocupados en divertirse para
presenciar mi silente ejecución. Blanco, negro y rojo.
Lavo cuidadosamente mis ropas, elimino todo rastro de sangre de mi navaja
antes de guardarla, pero no puedo lavar mi alma criminal.
El carnaval saca lo peor de mí.
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