viernes, 5 de febrero de 2016

Arzobispado de Maguncia – Daniel Alcoba, Héctor Ranea & Sergio Gaut vel Hartman



—Habida cuenta de que tus relaciones con el nuevo papa son tan fluidas y sedosas —dijo Abocal apurando un nuevo trago de ajenjo— ¿por qué no me conseguís el arzobispado de Maguncia que es lo que siempre soñé?
—Está difícil —respondí—, todo el mundo aspira a ese arzobispado.
—Usaría la pilcha y las gemas que manda Aarón el hermano de Moishe, en el Levítico —insistió Abocal—. Tienen doble propósito, además del ritual sirven para hacer musculación de cintura, pecho, hombros, brazos y espalda.
—De acuerdo —bufé—. Contá con ese arzobispado. Me imagino que te tienta el rojiblanco, los colores de la casa.
—Este pide fuerte porque tiene la certeza de que la hechicería no joderá la paciencia —terció el profesor Sandoval hincando el diente en una empanada salteña.
—Gracias a tu amistad con la Bruja Vieja y la Bruja Joven —completé.
—Exacto —reforzó Abocal—. Y también porque los magos de Salmansar —los que son amamantados hasta los cuarenta y nueve años por noventa y ocho brujas nodrizas— están en vías de extinción.
—¿Y eso qué tiene que ver? —protesté—. Con esa acotación te estás saliendo del carril.
—Quiero ser arzobispo, che. No tengo intenciones de ser tren. Tren es este Sandoval, que salió de ningún lado. ¡La Vieja y la Joven! —agregó con sarcasmo Abocal—. ¡Le ponen cada eufemismo a las cosas, acá!
—¡Callate Abocal, que se me atora la empanada! —tosió Sandoval, doblado de la risa—. En Maguncia vas a tener trabajo con las Brujas. Pero en el santuario de Beodus, el vino carmín te va a teñir esa peluca de añil —dijo conteniendo una segunda carcajada.
—¡No metan a Beodus en esto! —protesté con tanta energía que se recalentó la empanada de Sandoval—. Si tengo que darle seda al papa, me pongo a tejer junto a los gusanos, ¿me entienden? —Pero Abocal ya se estaba probando imaginariamente los ornamentos de Aarón y casi no oyó el ruido de la empanada que, caliente como estaba, había sido arrojada por Sandoval y fue a parar donde la mitra encuentra al paramento, metiéndosele por la espalda hasta donde ésta cambia de nombre. Y eso que el traje era imaginario. Siguió una escena apoteótica, digna de Schönberg.
Como ha escrito y apostrofado el jesuita Jacques Lacan, "lo imaginario también existe". El rabí Apelbaum, también francés, lo confirma: "lo imaginario existe igualmente". Y es hora de que agnósticos y ateos comprendan que es por ese fuste por el que hay que coger los cálices eucarísticos, y todos los otros. Con esto quiero decir que aunque las vestiduras aaronianas de Abocal eran del todo imaginarias, el efod de oro, lino debute que ni en el Once, y otras fibras vegetales tintadas de púrpura, violeta, escarlata, carmesí, retuvo la empanada caliente contra la cresta de la nalga izquierda del flamante candidato a la arquidiócesis de Maguncia, Mainz para los alemanes que la tienen en su territorio. Abocal supo en carne propia que el oro puro del que estaba hecho el efod era un excelente conductor del calor porque la cenefa tejida con hilo de oro que seguía el contorno de la túnica sacerdotal, estaba por la espalda y la cintura cortocircuitada por un cíngulo también de oro laminado. La empanada envió el chute de energía calórica a través del cíngulo que calentó la cenefa del efod y Abocal se quemó entero. ¡Pero no blasfemó!
La empanada solo en apariencia era trivial. En ella radicó la eficacia litúrgica… Que digo la eficacia, la taumaturgia, la trascendencia de la ceremonia. Ahora no era una zarza lo que ardía sino un efod. La empanada salteña valía por “una pieza de pan, una torta amasada con aceite y un pastelillo de la canastilla de los ázimos que está delante de Yahveh”. Aunque en verdad quien estaba delante de Sandoval, que ofició la consagración de Abocal a la Sede Arquidiocesana de Maguncia no fue Yahveh sino el Holandés Errante, que ya se salía de la vaina por acabar la historia, regresar al barco y hacerse a la Mar Dulce.
—¿Saben qué? —había exclamado el Holandés Errante entrando como un torbellino a la taberna “Solo Ajenjo” de Oktyabrskiy, cerca de Yakutsk, en Sajá, Siberia Oriental—. Me salgo de la vaina para terminar con esta historia; ustedes me tienen podrido.
—Hey, ¡qué humor de mil demonios mongoles! —protestó Sandoval a quien todo el asunto de la empanada lo había perturbado más allá de lo admisible—. Justo cuando íbamos a proponerlo como oficiante de la consagración de Abocal a la Sede Arquidiocesana de Maguncia.
—¿A mí? —espetó el marino estupefacto—. Soy más ateo que Bakunin en el baño.
—Es que usted —agregué—, es la persona más imparcial y honesta que conocemos, aunque su intemperanta arrogancia induzcan a pensar lo contrario.
—Sepa —concluyó Abocal reteniendo las lágrimas— que aunque la empanada envió un chute de energía calórica a través del cíngulo que calentó la cenefa del efod y me quemé entero, no blasfemé.
—No blasfemó. —El Holandés Errante me miró fijo a los ojos, convencido de que mi relación con el papa, con el gran rabino de Jerusalem y con el imán Abdul Abdullah Abducidul era parte de la conspiración internacional de los anarquistas ortodoxos. Y solo repitió la misma sentencia hasta que se terminó el ajenjo—. No blasfemó. —La mirada santa del errabundo neerlandés se posó en las asentaderas del recién quemado. Fue apenas un parpadeo, una nada. Sandoval me aseguró treinta años seguidos de que lo que vio desafió las leyes de la física comprendidas en el cuarto tomo orgiástico de las partículas y los partículos, al menos. En síntesis, el santo varón de las tierras bajas parece que lanzó a las asentaderas santas del recientemente nominado Arzobispo de Maguncia una chispa de luz, una centella de ectoplasma o una semilla de chile serrano (o chile habanero, vaya uno a saber, ¡hay tantos!) el asunto es que el paramento santo se convirtió en una tea que ardía sin quemar, una gran tela que mutó del blanco y rojo al azul y grana, con lo cual el Arzobispo fue, por unos instantes, un granadero, una pila de granadas, y de ellas salió un zumo dulce como la saliva de una mujer en medio de un orgasmo, lo que nos sobresaltó al Holandés Errante, al profesor y a mí, en ese orden, pero por sobre todas las cosas le hizo gritar al pobre Abocal.
—¡La pucha que está jodido comer empanadas!

Acerca de los autores: 
Héctor Ranea
Daniel Alcoba
Sergio Gaut vel Hartman

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