En diciembre de 2055 llegó al
aeropuerto de Barcelona un zepelín fotónico del ejército sirio del aire. Por la
puerta de honor descendieron el jeque Qobb al-Din y su cuasieco bioingenieril,
mezcla de dromedario, caballo y jirafa. El heredero del incalifato de
Tahuantinsuniyya lo llevaba de la rienda como fuese un caniche. En la segunda mitad del siglo XXI la
ciudad de Barcelona se había convertido en sociedad anónima comercial
industrial cuyo capital accionario estaba en manos de la Federación de
Mandarinatos Chinos y Cochinchinos.
Abriéndose paso entre la marabunta
de sulkis y bicicletas del Passeig de Gracia, la extravagancia de ambos atraía
las miradas. Inmerso en una atmósfera que olía a opio y sonaba a jerga
crispante catalán-china de los mercaderes, jeque y cuasieco llegaron a la
mezquita caminando. Le entregaron la fórmula secreta que iba a terminar con la
hegemonía económica oriental: los codex genéticos de la semilla transgénica
original de la amapola marciana.
Guardias civiles de Terracota
lo cercaron. Al jeque le quedaban pocas opciones ante el riesgo de ser
atrapado: debía destruir las pruebas. Él se tragó los codex, el cuasieco se
comió con deleite la amapola marciana. Justo entonces los chupó el teletren del
zepelín fotónico. Al comenzar la requisa de códex, y ante la sorpresa general,
el cuasieco se conectó con la computadora central, y en segundos, todos los
medios de transporte se convirtieron en cuasiecos virtuales, devoradores de
chinos.
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