Se vistió sin descuidar
detalle. La corbata amarilla que ella tanto odiaba lucía sin remordimientos
alrededor de un cuello que comenzaba a desbordarse. Los años no habían pasado
en vano, es más, habían destilado una rancia ponzoña difícil de borrar.
Mientras se daba los últimos retoques, se preguntaba si la muy zorra recordaría
la corbata que ahora finalmente se había decidido a usar. Nada de prisas, se
dijo, devolviéndole al espejo una sonrisa cómplice. Salió de casa como de
costumbre, sin despedidas. No iría a la tienda, atender clientela y vigilar la
caja le tomaría el día. Así pasaba los años y él quería cambiar aunque solo
fuese por un día, caminar con calma hasta el café de la esquina, sentarse a
leer la prensa amarillista y entre sorbo y sorbo de una humeante taza contar
corbatas desfilando frente a su casa. Una corbata azul a rayas le hizo
suspirar, pensar en vacaciones y viajar, mañana mismo si era posible. Luego del
café se dedicó a caminar, pensando en la soledad que le esperaba. Llegó a su
casa, cansado pero con la cabeza fresca. Subió en silencio a la habitación. Su
mujer dormía. Se descambió, observando cómo respiraba. Tomó la corbata anudada
y se acomodó al lado de ella pasando la tela por su cuello perfumado. Fue
apretando de a poco. Ella se despertó asustada y lo atravesó con su mirada. La
última imagen fue la corbata amarilla. La recordaba.
No hay comentarios:
Publicar un comentario