El círculo de piedra osciló un momento y luego se rompió,
cayendo sobre los representantes de la mayoría de los mundos habitados de la Galaxia. Una onda
expansiva, formando discos concéntricos, se desplazó maciza y grave hasta la
voz que no había dejado de arrullar y zurear, ajena a toda la conmoción e
indiferente a la muerte de cientos de criaturas de las más variadas especies.
El rojo crepúsculo de O’entia, el planeta en el que se realizaba el evento, fue
testigo mudo de lo sucedido.
Cuando llegaron los Reconstructores, su diagnóstico fue
unánime: la galaxia había llegado a un punto de emergencia, donde la
concentración de especies inteligentes había propiciado la aparición de una
Consciencia Cósmica. Desafortunadamente —hay registros de situaciones
similares— cuando ocurre esa transición suelen producirse daños colaterales. En
este caso, la nueva consciencia era una esfera que fluctuaba sobre las ruinas,
pulsando colores que oscilaban entre el índigo y el rojo.
La inmensa Sala Azul del Concilio había desaparecido, y la
esfera fluctuante emitía un zumbido profundo. Los Reconstructores escucharon la Voz en sus mentes.
«Yo soy y yo decido. El bienestar tiene un alto costo y mi angustia
es enorme. No lo soporto y decido apagarme».
En un mundo muy lejano, el hombre miraba por su telescopio,
lo que le permitía contemplar lo ocurrido millones de años en el pasado. Apenas
si notó que una luz se apagaba en su campo de visión.
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