Era de noche y me encontraba mirando al cielo, cuando un
objeto luminoso cayó un poco más allá de donde yo estaba. Los perros ladraron y
una atmósfera enrarecida impregnó el aire del lugar. Podía oler el temor que
nacía en mí, pero la intriga se impuso al miedo y me dirigí junto a mis canes
hacia ese lugar en el cual se precipitara el objeto. A medida que nos
acercábamos, un zumbido se iba haciendo cada vez más audible.
Vi una casa semiderruida. Entre los restos del techo asomaba
un objeto metálico y brillante, de color azul. Era grande, como un vagón de
ferrocarril, pero cilíndrico.
Varias esferas del tamaño de balones de playa flotaban por
todas partes, zumbando.
Me quedé inmovilizado, incapaz de mover ni una pestaña. Vi
que una de las esferas se acercaba y me bañaba con su luz azulada.
Oí una voz en mi cabeza. Me hacía una pregunta: "¿Está
cerca el gastródromo?".
“Dos kilómetros al norte…” contesté maquinalmente.
“Gracias”, dijo la esfera, y se reunió con sus pares. El
grupo comenzó a parpadear nerviosamente, sin duda deliberando.
Observé mi restaurant, vacío, arruinado por aquel maldito
gastródromo. Seguía aquel cónclave geométrico, cuando tuve una súbita
inspiración.
“¿Un entremés para el camino?”, pregunté cortésmente,
señalando el oscuro local. Las hambrientas esferas entraron, cándidamente.
Una semana después, mi negocio desborda de clientes.
¡Funcionó la idea! “Cena con Show de Luces, $200”.
—Gastródromo, en tu cara —murmuré sonriendo.
Acerca de los autores:
Astuto proceder y no está mal. El servicio debía ser bueno si las luces vivientes decidieron quedarse.
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