—Encontré la puerta al infierno —dijo Burton.
—¿Dónde estaba?
—En el jardín de infantes.
—¿Estaba cerrada?
—No me fijé, había mucho pegote. Tenía dulce en el
picaporte, mucho polvo de galletitas, plastilina. La habían marcado con
crayones.
—¿Símbolos satánicos?
—Algo sobre ese dinosaurio violeta, el de la televisión. Y
algo sobre Bob Esponja, estaba en latín, no pude entender mucho. Hay
desapariciones —divagó Burton—. Y roturas de nariz, magulladuras y algún golpe;
lo saben bien los de la Policía Científica.
Pude leer incrustada la frase “Infierno de Nada”, bastante borrosa y
embadurnada de azúcar rosa.
—Vamos a entrar para hacer una limpieza —dijo O’Neill,
rememorando la última vez que entró en el infierno con la escolopendra
gigante—; creo que al jefe no va a gustarle si dejamos todo como está.
Entraron. En aquel lugar había cientos de caballitos de
madera, dispuestos a arder. El niño de ojos blancos protestó: volverían a
pinchar sus preciosos juguetes. Los niños de ojos rojos, a su vez, empezaron a
chillar a todo pulmón: querían ir al parque de juegos, comer helados, recibir
muñecos de superhéroes. Los niños de ojos color violeta, en cambio, que eran
solo tres, las cabezas directrices de aquel pandemonio, ordenaron cargar sobre
los intrusos. Pero no lo hicieron con sus diminutos cuerpos de niños, que no
hubieran resultado efectivos, sino con la energía de su poder telépático. De Burton
y O’Neill no quedaron ni las cenizas.
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