—Me temo que usted se está transformando en un terrorista,
Markel.
—No; asesino, más bien, mi querido Rafel. Con métodos
extremos, sí. Como lo que ocurrió en Betelgeuse 7-22.
—¿Verdad que fue una masacre? —se angustió Rafel.
—Es que los cuentos me explotan en los dedos. Soy un asesino
literal —se confesó Markel.
—Desintegra todo. Ni letras quedan.
—Soy un desastre. Incluso, mirándolo bien, este cuento está
condenado.
—¡Ay! No sea así. Al menos amémonos antes de que todo
explote.
—Creo que tenemos unos segundos antes de que ocurra, lo que
a escala cósmica es una eternidad.
—Pero determinemos qué sexo nos toca esta vez. ¿Lo hacemos
por sorteo o licitación?
—Espere, espere, que no he traído la moneda de cinco caras.
—Tiremos un dado.
—Sobraría una cara.
—Dejemos que el más puro azar decida.
—Está bien. Si ese meteorito —señaló a una altura de unos
setenta grados—, que parece dirigirse a toda velocidad hacia nosotros, no nos impacta,
te cabalgaré como una amazona desbocada mientras tarareas La Cabalgata de las
Valkirias.
—¿Y si impacta?
—Entonces la cagamos, idio…
No tuvo tiempo para pronunciar el insulto. El meteorito
impactó. Y entre los dedos de Rafel, también explotó este cuento.
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