Ana era una mujer infeliz debido a que, por razones
económicas, debía albergar en su casa con una variada fauna de pensionistas.
Algunos le caían bien y otros le parecían absolutamente indignos de confianza,
lo que permitía suponer que tarde o temprano ocurriría algún hecho funesto. Por
eso no se sorprendió cuando a principios de mayo una chica cuyo nombre ignoraba
apareció muerta en la cocina, degollada en medio de un charco oscuro y pegajoso
de sangre que teñía los innumerables tatuajes de su cuerpo, como si fueran el
mapa de una vida oscura. También tenía una marca de color naranja en la
cintura, aparentemente hecha con un sello entintado. Ana salió corriendo detrás
de Albert, que intentaba huir por la ventana; rápidamente lo alcanzó, lo ató a
la manija de la puerta con el cable del teléfono y llamó a la policía. Albert,
que no parecía capaz de matar a una mosca, un sujeto al que Ana apenas
recordaba, era el asesino.
Los investigadores encontraron la misma marca de en la
cintura de varias mujeres asesinadas en los últimos años: una amapola anaranjada.
Nadie pudo relacionar esos crímenes con el pasado de Albert, ya que el hombre
había perdido la memoria tras un trágico accidente automovilístico en el que
murió toda su familia. Y mucho menos descubrir que en el parabrisas del camión
tanque que embistió al Volkswagen de Albert, había una bonita calcomanía de una
amapola anaranjada.
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