Después de todo ¿para qué lo
querría? Era un espejo provenzal, de cristales biselados, imponente, con un
marco de rosas labradas. La tía Anselma pasaba horas delante de él, probando
vestidos a sus hijas, sobrinas y vecinas. Tenía un gusto exquisito y todo lo
que salía de sus manos era armonioso, casi mágico.
—Sí, es eso lo que me molesta, aquí
ya nadie usa vestidos de encajes. La tía Anselma me legó esta casa, y hay que
modernizarla —decidí.
Mientras resolvía qué hacer con
él, cubrí el espejo con una de mis sábanas de raso turquesa, tras lo cual un
zumbido espantoso me aturdió hasta provocarme náuseas. Instintivamente retiré
la sábana, y el zumbido cesó. ¿Qué estaba pasando?
Corrí a beber un vaso de agua
helada y me mojé la cara. Cuando regresé al living, el espejo me devolvió mi
imagen envuelta en un espantoso vestido de encaje violeta, color que detesto, y
mi estómago se retorció al percibir lo parecida que era en esa imagen a la tía
Anselma. Me puse a investigar acerca de los espejos provenzales. Atando cabos
descubrí cosas sobre la región de Provenza. Supe que en su capital, Marsella, se
originó el Tarot. Me tiré las cartas, y salió “La Sacerdotisa ”;
representaba a una mujer enigmática, enlazada con la magia: ¿mi tía?
El espejo continuó devolviendo
mi imagen con vestidos de encajes, como vaya una a saber cuántas mujeres de mi
linaje anteriores a Anselma.
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