Apareció un día de lluvia, o quizás fue solo el efecto de verlo mojado lo que
lo hizo visible bajo la luna. Tenía la mirada perdida, cierta tristeza en sus
ojos caídos, de desamparo, o simplemente ya me había acariciado el alma.
Abrí el portón. Entró con la naturalidad de la
costumbre, abriéndose paso, como si nos conociéramos desde siempre, de otra
vida. Se había adueñado del espacio, acomodando sus huesos sobre mi cama,
apoyando su cabeza arriba de mis pies. Le acaricié el hocico y él me devolvió
una mirada tierna, los animales tienen algo en la mirada, algo que no abunda en
el mundo de los humanos.
―¿Cómo te llamás?― le pregunté sabiendo que no
habría respuesta―. ¿De dónde te estarás escapando?
Él soltó un suspiro al aire, de esos que
suelen hacer los perros cuando buscan decir que están agotados, que tienen el
corazón lleno de heridas que buscan sanar con amor.
Y así, sanamos juntos. Él de la crueldad
callejera, yo de la ambición mundana, acompañando mis días, antes solitarios,
transitando lo que nos restaba de vida. Paulatinamente fui prescindiendo de
afectos que antes creía valiosos: bastaba el entendimiento de mi paciente
amigo.
Llueve fuerte, como esa noche que nos juntó.
Pero ahora la penumbra se me hace infinita, vacía de esa presencia que
comprendió siempre mis palabras y mis silencios.
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