Amo vivir al límite.
Para mí, todas son opciones de vida o muerte. Desprecio la
moderación y la prudencia: disfrutar de la vida consiste en correr
riesgos. Por eso acepté el desafío de mi pandilla. Por eso estoy
vestido de negro, armado con una barreta, amparado por las frías
sombras del cementerio: planeo irrumpir en la cripta maldita de Kart
Wagnis, capturar los restos del odiado jerarca nazi y depositarlos a
los pies de mis sorprendidos camaradas. El plan es sencillo. Además
ya tengo bien calado al sereno y sé cuándo deja de dar sus rondas y
se queda bien tendido en su casucha, tomando vino y durmiendo. A él
poco le importa lo que alguien haga en el cementerio... si es que él
no lo hizo primero; conozco sus secretos como conozco la palma de mi
mano. Así que a la noche ya estoy listo, con las cosas en mi mochila
y el cementerio para mí. Suena el teléfono. Es mamá:
—Jaime, olvidé el
chesse cake que preparé para tu abuela, no me lo traerías? Aun
teje: te hizo un pasamontañas. De colores. Es horrible, pero sería
un lindo gesto que te lo probaras y agradecieras. Está grande. Te
espera.
—Si, má, ahí voy.
—Vuelvo a casa, dejo la barreta, me cambio la camisa negra por un
jersey a rayas. Esta noche es para la abuela Justina. Y a Wagnis le
queda toda la oscura muerte por delante.
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