Los
tortolitos, todavía huyendo del marido cornudo, se refugiaron en un hostal
viejo, casi derruido, un poco lamiéndose las heridas que él les había
infligido, pero gozosos de estos momentos de placer, más bien lujuria, que les
deparaba la soledad. Nada dura para siempre, dice la canción, y resultó que el
esposo engañado, para tratarlo con respeto, tenía un amigo de un amigo del
hermano de un comisario que había pasado por la misma humillación y decidió
tomar cartas en el asunto. El policía se apersonó en ese hotel y solicitó
hablar con el amante de la señora adúltera. En realidad, era ella la que
cometía la infidelidad, la falta al matrimonio, aunque en la mentalidad
machista del comisario, un hombre sólo podía hablar con otro hombre. Era él el
que se había llevado una hembra que no le pertenecía; ni hablar del hecho de
que ella había dado su consentimiento: la voluntad de una mujer casada no valía
nada. La charla giró en torno a asuntos pasados, imposibles de rectificar. El
daño ya había sido hecho, nada podía hacerse para reparar el honor del marido
engañado. Ademanes, gritos, contoneos nerviosos y pitadas de cigarros negros se
sucedieron en una coreografía infernal que fue caldeando los ánimos hasta que
todo se llenó de electricidad. Tres disparos al amante y siete a la infiel fue
el saldo de esta excitante aventura siniestra, que mientras duró, los había
hecho sentir tan vivos.
Acerca de
los autores:
Gracias Luciano Doti y Marcelo Sosa con ustedes escribiendo la buena literatura es para siempre.
ResponderEliminarMe hubiera gustado más que el amante se hubiera defendido, matando al policía.
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