Nada en la
heladera. Nada en los estantes del armario. En la olla, apenas restos grasosos
de un guiso que aún despide un aroma agradable. En el tacho de basura, sobras
de la última cena. La desazón lo invade. Intenta salir de la casa, pero la
puerta está cerrada. No tiene fuerzas para echarla abajo. Tampoco para
destrabar alguna de las ventanas. Se desploma. Sentado en el piso, semidesnudo,
abraza sus piernas flexionadas. Apoya la frente sobre las rodillas. Llora.
El llanto, como
siempre, trae consigo ese bálsamo relajante, (una enzima que libera el cerebro
al llorar, dicen) y saborea con morbosa sonrisa este alivio cada mañana, tras
la desazón inicial. Dormita unos minutos y al abrir nuevamente los ojos,
detecta el sol tras las cortinas, como si nada hubiese pasado. Todas las
mañanas le sucede esto y cada vez redescubre que la puerta no está tan cerrada
ni la heladera tan vacía. Se viste, saca las llaves con calma, dispuesto a encarar
un nuevo día.
Afuera, la
ciudad reluce, parece recién estrenada, como si fuese un sueño. Entonces, un
pequeño grito comienza a aletear en su garganta, siente desplegar sus alas
mientras corre a la seguridad de su refugio, y emprende un desgarrador vuelo
justo al trabar la puerta: un alarido de angustia que planea sobre un mundo arrasado
y sin sobrevivientes, salvo un pobre hombre que insiste en soñar, una y otra
vez, que no ha ocurrido nada.
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