jueves, 5 de noviembre de 2015

¡Respira, amigo! - Melisa Cancio, María Angélica Vicat & Sergio Gaut vel Hartman


No es cierto lo de mi promiscuidad; soy muy cuidadoso con mis relaciones. Solo selecciono a las mejores, aunque tenga que escurrirme en lugares imposibles, sortear muros, reptar bajo una alambrada... y ellas siempre acaban cediendo. Me jacto de haber evitado la endogamia a toda costa (excepción hecha aquella vez que mi hermana me provocó con sus humedades y su culito parado). Esa tarde vagaba sin rumbo por el barrio industrial, lugar infrecuente en mí, con un humor melancólico y abatido, posiblemente debido a la garúa y mi estómago vacío. Sin aviso previo, una corriente de aire cargado de feromonas se abrió paso en mis circunvoluciones nasales y en una décima de segundo una descarga de hormonas estaba acelerando mis pulsaciones.
Empezaba a oscurecer y, ya alerta, comencé a mirar para todos lados, con disimulo, que no se note el interés, (el poder lo tengo yo). Seguí el rastro, olfateando… era fácil. Al doblar la esquina la encontré: casi una niña, con larga melena de rulos en las puntas donde las gotitas de la garúa brillaban como cristales. Me adelanté y la miré de reojo, era hermosa. Unos cincuenta metros más adelante, frente a un bar, me agarré el pecho aparatosamente y me desplomé con lentitud. Ella corrió hacia mí y me preguntó ansiosa:
—Señor, señor, ¿se siente muy mal?
Farfullé una contestación e incluí la palabra café. Me ayudó a levantar. Era fuerte. Cruzamos y nos sentamos en una mesa junto a una vidriera. La luz era pobre y con algo de sorpresa noté que se relamía mientras sus ojos se iluminaban con un resplandor rojo. De golpe, sentí que ya no era el cazador. Quise huir. Pero era tarde. El mecanismo de seducción que tan bien conozco se había puesto en marcha, con la diferencia de que esta vez yo era la presa. Ella no dijo nada; no hacía falta.  Me pregunté cómo lograba que mis hormonas se doblegaran a su voluntad, combinándose de modo que una sustancia nueva pudiera operar en mis sistemas circulatorios, paralizándome. Quise hablar, suplicar, gemir, pero nada de eso era posible. 
—¿Oyó hablar de la Mantis religiosa? —En la expresión de la chica había un gozo indescriptible, que no pude comentar, por cierto, como tampoco pude responder a la pregunta. ¡Claro que sé lo que es la Mantis religiosa! Lo que nunca supe es que una hembra humana pudiera comportarse como uno de esos simpáticos y terroríficos insectos.
—No se preocupe —insistió ella, como si yo le hubiera contestado—; va a gozar como nunca. Yo no soy un ser insensible, ¿entiende? Siempre dejo que mis machos disfruten antes de... bueno, ya sabe.

Acerca de los autores:
María Angélica Vicat

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